La fe mueve montañas en el Camino de Santiago

Una multitud de peregrinos llega hasta Compostela, España, para conocer el lugar en el que según la leyenda descansan los restos del apóstol Santiago. En la víspera de la Pascua cristiana, la autora nos adentra a este mundo que conserva tradiciones, cultura y fe desde hace siglos.

TEXTOS. NIDIA CATENA DE CARLI. FOTOS. flavio raina y archivo el litoral.

La fe mueve montañas en el Camino de Santiago Mi experiencia  en el recuerdo

“Peregrino se puede interpretar de dos maneras, en sentido lato y en sentido estricto. En sentido lato, en la medida en que peregrino es todo el que se encuentra fuera de su patria. En sentido estricto, se considera peregrino a quien se dirige a la casa de Santiago, o vuelve de ella”.

Dante, en “Vita Nuova”

Cuando en el reinado de Alfonso II, denominado el Rey Casto (791-842), se descubrió la tumba del apóstol Santiago en un mausoleo, fue él mismo quien mandó erigir un templo para alojar los restos mortales del santo. Años más tarde, fue su sucesor Alfonso III quien amplió y embelleció la construcción con esbeltas columnas romanas, transportadas desde Portugal hasta Compostela, en la hermosa región de Galicia.

La difusión de la noticia de que los restos mortales del apóstol Santiago se hallaban en el occidente hispano se corrió de boca en boca por campos y pueblos, motivando la internacionalización de su culto a partir del siglo X y, a posteriori, la llegada de una multitud de peregrinos procedentes no sólo de los reinos cristianos de España, sino también, de alejadas comarcas europeas.

LOS CAMINANTES DE LA FE

El peregrino jacobeo solía partir solo de su poblado, pero en un punto determinado del camino se encontraba con otros “caminantes de la fe” y así se iba formando un gran grupo pluridialectal solidario y testimonial. Muchos caminaban orando y cantando, resistiendo estoicamente el cansancio y la enfermedad; enfrentando todo tipo de peligros en el extenso camino, tales como accidentes, sed, hambre, ataques de animales y delincuentes, lluvias, tormentas y nieve.

Antiguos testimonios dan cuenta de los que nunca llegaron al Pórtico de la Gloria, siendo ése su último viaje, un viaje de ida ¡pagado con su propia vida! Por esta razón el peregrino declaraba sus bienes al obispo, quien redactaba el testamento en cuestión.

Acto seguido, el prelado oficiaba una ceremonia de bendición especial para los “caminantes de la fe” que, prestos a partir, vestían con los atributos propios de los jacobeos: el bordón o bastón para facilitar la marcha y como arma defensiva de estos militi christi, soldados de Cristo. Llevaban también la escarcela o bolsa para las limosnas, que pendía de uno de los hombros; el pétaso sombrero de fieltro de ala ancha, siempre decorado con la concha o venera, en principio, la insignia que muestra al mundo que su portador ha estado en el santuario de Santiago.

En definitiva, la venera fue y es el emblema de la peregrinación cumplida y el triunfo de las obras buenas.

PEREGRINACION JACOBEA

Caminante no hay camino... se hace camino al andar...

Antonio Machado

Algunos testimonios históricos y literarios nos narran que en la época en que fue descubierto el sepulcro del apóstol Santiago (S.VIII) la red de caminos en el norte de la península ibérica se reducía a algunos pocos itinerarios en pésimo estado. Sólo era posible transitarlos a pie o a caballo. Recién en el siglo IX, con la introducción de la herradura en occidente, comienza el tráfico rodado, favoreciendo así el transporte a lomo de caballería de personas o mercaderías.

Se inicia por entonces el flujo masivo de peregrinos desde lejanos puntos como Portugal, León, Castilla y los puertos pirinéicos. Aunque el itinerario más conocido era el actual Camino Francés que llega a la frontera española por dos enclaves: Roncesvalles (Navarra) y Somport (Huesca); juntándose ambas en el Puente la Reina, en Navarra. A partir de allí el camino se unifica hasta Compostela.

En ese cansino andar por los caminos de España los peregrinos tomaban contacto directo con la realidad de otras culturas y tradiciones. Eran muchas las circunstancias que se les presentaban a diario para entablar nuevas relaciones y así conocer los sentimientos de la gente y sus costumbres, apreciar la belleza de los paisajes o lo recio del clima y, sobre todo, encontrar a su paso importantes edificios románicos que respondían hasta el siglo XI a consignas que influyeron ostensiblemente en el devenir de la arquitectura y el arte de España y de toda Europa.

La peregrinación jacobea fue un fenómeno de tal magnitud que tejió toda una red de vías de comunicación. El camino fue pues, una senda física salpicada de señales, pequeñas comarcas que fueron creciendo con el transcurrir de los años, convirtiéndose en núcleos urbanos como: Santo Domingo de la Calzada, Sahagún, Burgos y tantos otros; ciudades lineales que la adoptaron como eje.

Era un camino físico y una vía mística. Los santuarios que se encontraban a lo largo del itinerario eran etapas que preparaban al peregrino antes de llegar a la meta de su viaje: la tumba de Santiago de Compostela y permitían, así, encontrarse con la mejor predisposición espiritual para ofrecer testimonio y realizar los pedidos de favores y promesas.

Para que un santuario se convirtiese en foco de atracción era necesario que los prodigios que se realizaban allí fuesen de trascendencia; lo imposible se hacía posible, por la gracia divina que se obtenía en aquel lugar.

EL FINAL DEL trayecto

Cuando el viajero actual llega a Compostela y contempla la catedral de Santiago desde la Plaza Obradoiro, la visión que obtiene nada tiene que ver con la que sorprendía a los peregrinos del medioevo que llegaban a orar al sepulcro del Apóstol. Porque no hay que olvidar que la magnífica catedral de Compostela fue paradigma del estilo románico, pero en el siglo XVIII fue materialmente transformada al barroco. Sin embargo, salvo esos cambios, sigue siendo la misma que maravillaba al viajero de ayer.

Porque al fin, es el mismo hombre, el de todos los tiempos, con los mismos anhelos y esperanzas. Es el que cae rendido de fatiga pero se levanta, porque finalmente la llegada a la ansiada meta en el final del camino: la casa del amado Apóstol Santiago.

Mi experiencia en el recuerdo

Hace ya muchos años realicé el peregrinaje desde la frontera francesa, gran parte en automóvil y algunos tramos a pie. Recuerdo haber pasado por áridos caminos, pequeños poblados o importantes ciudades como Pamplona hasta llegar al Puente La Reina que es, sin duda, el más emblemático del peregrinaje.

Desde el puente caminé unos tres kilómetros hasta llegar a la iglesia o ermita de Santa María de Eunate (S.XII). Eunate significa “Cien puertas” o “Verdadero Nacimiento” en el idioma Eukera. Me llamó mucho la atención que se encontrara alejada del pueblo y rodeada de campos y flores. Tuve la impresión de llegar a un santuario singular.

El conjunto era de planta octogonal y estaba rodeado por un ambulatorio exterior de arcadas sin unión en su cuerpo central; pude contar treinta y tres arcos con capiteles decorados. En los muros exteriores se alternaban ventanas caladas y ciegas, una de sus puertas estaba orientada hacia el Camino.

Me encontraba descansada y meditando sobre el protagonismo de Eunate como centro de adoración mariana desde tiempos inmemoriales; entonces entré buscando la imagen de la Virgen Negra o de las “Cien puertas”, pero ya no se encontraba en el recinto. Salí, tratando de averiguar el porqué. Fue en ese momento cuando escuché hablar a un guía con un grupo de españoles: “Esta ermita o santuario ha estado siempre relacionada con los Templarios, donde realizaban ceremonias secretas; aunque no existe documentación que nos permita atribuirles la pertenencia de este templo, porque todo desapareció con ellos. Pero existen rumores, leyendas, tradiciones, historias transmitidas de generación en generación, que así lo afirman; y signos grabados en las piedras como ‘abacus’, un bastón de mango espiral utilizado tanto por el Magister de los Compañeros Constructores como por el Gran Maestre del Temple. Más significativo resulta el símbolo cruciforme que pueden ver aquí -señaló en el muro-, éste sólo está presente en otros edificios cuya paternidad templaria está fuera de duda: el Castillo-Convento del Temple en Tomar (Portugal), la Iglesia del Temple en Londres y la Rotonda del Santo Sepulcro en Pisa; todos ellos edificios poligonales”. Las explicaciones continuaban y mis dudas iban en aumento, pero yo había ido hasta allí en un acto de fe y amor a Dios, y casi lo olvido.

Muy próxima a Eunate, en el pequeño pueblo navarro de Puente La Reina, la Orden del Temple edificó a principios del siglo XII un hospital y hospedaje de peregrinos, un convento y la iglesia de Nuestra Señora de los Huertos. Al extinguirse la Orden del Temple, se la empezó a denominar Iglesia del Crucifijo.

El crucifijo es una pieza única, por el diseño insólito que tiene la cruz en forma de “pata de oca”. Los brazos laterales de la cruz tienen el trazo de una Y, mientras que el madero central se prolonga hasta la altura de los brazos. El diseño aproximado sería así: la corona esta construida por dos gruesas sogas trenzadas con grandes espinas. Los pies de Cristo son desproporcionados con respecto al cuerpo, y en el rostro no hay signos de sufrimiento. Es un Cristo que da paz y nos dice: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida”.

En días siguientes continué el Camino, con la consiguiente visita a las iglesias, como las catedrales de Oviedo y de Santo Domingo de la Calzada y la iglesia de Santa María de Tricio, entre muchas otras.

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