Llegar al hueso de la historia

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Los restos óseos atribuidos a Juan Bautista Bustos. Foto: El Litoral

Gustavo J. Vittori

No son buenos tiempos para la verdad, siempre esquiva. Basta con las apariencias. La pulsión de visibilidad desnuda concepciones de escenario en las que dominan los intérpretes y sus interpretaciones. No es la hora de la filosofía. Los por qué, los para qué, la angustiosa indagación sobre los principios y las causas últimas de la existencia integran un juego mental aburrido e inconducente, pretensioso e inútil. Tampoco es el mejor momento para las demostraciones científicas; el conocimiento goza de prestigio pero es recelado por el hombre primitivo que llevamos dentro.

Este es el momento estelar de los nuevos relatos, de ficciones que incluyen el espacio de la política. La impotencia que se experimenta frente a los desafíos de la inabarcable verdad, fuerza la creación de sucedáneos; por ejemplo, de construcciones discursivas y ensayos teóricos apoyados sobre pies de barro. Basta con eso para motivar la acción. Su movimiento nos impregnará con la ilusión de que vamos hacia algún lado, de que estamos haciendo cosas; de que estamos haciendo historia, o reconstruyéndola. Es lo que ocurre con la osamenta del brigadier general Juan Bautista Bustos, nacido en Santa María de Punilla, Córdoba, en 1779, y muerto en Santa Fe en 1830.

Aunque con respaldos formales, meses atrás se produjo en nuestra ciudad un sigiloso operativo de búsqueda de los restos del primer gobernador de Córdoba, enterrados en el templo de Santo Domingo.

Destruido militarmente por el general José María Paz en la batalla de la Tablada (1829), el hombre de la Punilla encontró cobijo en nuestra ciudad, donde el gobernador Estanislao López le brindó auxilio y protección. Sin embargo, un año después moriría como consecuencia de viejas heridas y traumas, y quizás también por los efectos que la derrota y el destierro suelen provocar en los espíritus.

Según constancias documentales, y en razón de que era terciario dominico, su cuerpo fue depositado en una tumba en la iglesia de la orden de los Predicadores, aunque sin que los papeles existentes precisen el lugar. Tampoco se registra tradición oral que permita ubicar el sitio del entierro. Por consiguiente, solo hay deducciones: si era un personaje importante de su época y contaba con la amistad de López tiene que haber sido enterrado en un lugar principal; es decir, en la zona vecina al altar. Pero es solo una presunción.

No obstante, ya a principios de los 70 delegaciones cordobesas propusieron levantar el piso de la iglesia para buscar la tumba, planteo que por la descabellada amplitud de la intervención generó resistencias que terminaron por abortar el intento. Al cabo, aquella iniciativa solo dejaría una marca: la lápida evocadora ubicada al acaso en 1972 en el área del presbiterio. Nadie imaginaba que ese homenaje póstumo se convertiría en el punto de ingreso al subsuelo del templo que comenzó a construirse en 1660 y que hasta 1850 recibiría 830 inhumaciones de acuerdo con la investigación realizada por el Arq. Luis María Calvo, director del Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales.

En Santa Fe a nadie le interesa bloquear el traslado de los restos de Bustos a la vecina provincia. ¿Qué sentido tendría? Pero lo mínimo que se podía exigir es que la búsqueda se hiciera según los protocolos de las disciplinas intervinientes y que la identificación de los restos fuera indubitable. Y ninguna de estas condiciones se cumplió. Peor aún, ante el riguroso trabajo de la comisión santafesina -que ofrece interesantes aportes y observaciones en los planos de la historia, la arquitectura y la arqueología- la delegación de Córdoba se aferró a presunciones y celebró el supuesto hallazgo con huero triunfalismo. Por añadidura, uno de sus integrantes se deslizó hacia un lugar común de la mala conciencia al asignarle al grupo santafesino “intenciones ocultas” detrás de sus objeciones científicas.

Esa imputación resulta curiosa si se tiene en cuenta que la iniciativa fue del gobierno de Córdoba y que el equipo enviado a Santa Fe protagonizó acciones que, por su modo y características, provocaron la reacción de estudiosos locales, constreñida a una medulosa tarea de investigación. El problema radica en que su conclusión establece que no se ha demostrado que los huesos que viajarán próximamente a Córdoba pertenezcan a Bustos.

Pero volviendo al inicio, ¿qué importa la verdad? Basta con publicitar una verdad política, una verdad a medida de un propósito político, una verdad prederterminada en Córdoba y “confirmada” aquí en una operación relámpago que violó, chapucera e impúdica, los estratos de tres siglos y medio de historia santafesina.

Al final, el gobierno santafesino repitió lo de Poncio Pilatos. El prolijo y amigable informe final de la comisión interprovincial disimula tensiones y enojos subterráneos. Se puso el acento en el cuidado de la buena vecindad que, por otra parte, no estuvo en juego, salvo que hayamos renunciado a la seriedad y a la intención de verdad como bases consistentes de cualquier relación político-institucional perdurable.

Respecto de la cuestión patrimonial que activó la intervención de la provincia de Santa Fe, tuvo un buen dictamen inicial por parte de la Fiscalía de Estado que, al final se enredó con la hiedra argumental de la “notabilidad” de los restos como causa eficiente de cualquier eventual acción protectora. En rigor, el concepto de patrimonio abarca -pero excede- el encuadre restrictivo centrado en la notabilidad de algunas de las personas enterradas en la iglesia plurisecular. Lo notable es la existencia de un espacio que ha abrigado la vida y la muerte de muchos santafesinos, de personajes ilustres y de simples actores de la cotidianidad -criollos, esclavos de origen africano, indios comarcanos-, que en diversas mixturas y a través de distintas tareas y no pocos conflictos sentaron las bases sobre las que crecería la Santa Fe contemporánea.

Ese subsuelo es un todo patrimonial que fue abierto a las apuradas, removido sin cuidado, abusado sin pudor, en una acción no documentada y violatoria de las prácticas arqueológicas. Ése es el precio que han pagado santafesinos y cordobeses por la urgida necesidad de construir una verdad política. Santa Fe ha sufrido irreparables daños patrimoniales en el ámbito de la iglesia de Santo Domingo y Córdoba se lleva unos restos de incierta pertenencia. El compartido desafío de llegar al hueso de la historia ha fracasado.