llegan cartas

Una limosna

Dr. Alberto M. Niel.

Señores directores: Viene a cuento relatarles algo que me aconteciera no hace mucho tiempo. Antes debo informarles acerca de qué clase de bicho es quien esto escribe y lo haré en primera persona. Nunca fui precisamente un dandy ni lo pretendí, vistiendo siempre de manera informal, buscando sólo estar cómodo y pasar inadvertido. Mis hijas me regalaban frecuentemente prendas de vestir de calidad, que abarrotan mis roperos, vírgenes e inmaculadas, como cuentan que fue María.

Hace poco me arrimaron un equipo azul índigo de jeans, con pantalón, camisa y blusa, insistiendo en que lo usara, a pesar de conocer lo poco que aprecio a la mayor parte de las cosas provenientes de nuestra “hermana carnal” del Norte. Yo suelo reunirme los sábados al atardecer con un grupo de intelectuales femeninas en un bar y café de la calle Suipacha al 2300, movilizándome en taxi, porque mi andador plegable de cuatro patas (al que bauticé mi Ferrari fórmula uno) no da para tanto ni mi organismo tampoco (tardaría mucho y ya me metí un porrazo).

Terminada la sesión, pedí por teléfono un taxi y me amuré en la puerta del bar a esperarlo. En eso estaba cuando vi que se aproximaba un venerable anciano de bastón con la mano extendida. —Alguien que me conoce —supuse— que me viene a dar la mano. Así que le extendí amistosamente la mano diestra... en la que este buen hombre depositó una moneda y se alejó. ¡Me ha dado una limosna! ¿Será por el conjunto jeans que exhibo? ¿Qué hago? Si me identifico y se la devuelvo la voy a ridiculizar y a deprimir por un proceder bueno y solidario. Así que opté por callarme la boca y guardarme la moneda, que no es falsa y que conservo como una reliquia junto con mis trofeos.

Cuando llegué a mi casa me miré en el espejo para constatar si mi aspecto era tan miserable como para enternecer a un ser tan bueno y caritativo como el de marras. Por si acaso, no he vuelto a vestirme así, pero lo haré si la crisis que se nos viene encima arrecia y me involucra. Espero que no.