Alberto Fernández nunca ha sido más genuino y coherente consigo mismo y su trayectoria de docente de Derecho Penal como cuando afirmó días pasados que “un preso político es una persona que fue detenida sin un proceso. En la Argentina, lo que hay son detenidos arbitrarios, que es otra cosa”.
También dijo: “El tema semántico no es menor porque el preso político técnicamente es el que está a disposición del Poder Ejecutivo; es el preso sin causa. Yo no tengo a ningún preso político y, obviamente, me molesta que digan que tengo presos políticos porque no los tengo”. Conclusión que resulta inatacable desde lo jurídico y lo legal, y que al final agrega un condimento de naturaleza política.
La semántica lingüística es el estudio del significado de las palabras de un lenguaje. De modo que, si los prejuicios o las intenciones subalternas de la política contaminan el terreno de la semántica y sus raíces lógicas, el problema toma un volumen mayor. Se transforma en grave, porque lesiona el significado de las palabras en una comunidad, lo perturba, crea confusión, promueve sentimientos encontrados y es corrosivo del Estado de derecho. Si las normas no son claras y su aplicación ajustada al derecho, crece la desconfianza y la cohesión social se fisura.
Para colmo, la discusión abierta al respecto entre funcionarios de un mismo gobierno, se da en un momento de múltiples fragmentaciones sociales, promovidas, entre otras muchas causas, por la moda de la “posverdad”, suerte de chupete relativista para adolescentes políticos adictos a las provocaciones autoafirmativas. Esta ocurrencia de origen académico, que también puede expresarse como “mentira emotiva”, resulta cómoda para cualquiera y por consiguiente fácilmente diseminable, máxime cuando cuenta a favor con los canales de distribución rápida y masiva de las redes sociales.
El filósofo y docente británico Anthony Grayling, manifiesta que la “posverdad” supone “el mundo al revés de la política” y que su avance “amenaza el tejido de la democracia”. Agrega que es un fenómeno “terriblemente narcisista” porque se apoya en la convicción de “que mi opinión vale más que los hechos”, aun cuando sea completamente infundada.
La cuestión, como intuye Fernández, no es menor. Por el contrario, la falta de acuerdo sobre el significado de las palabras en una sociedad averiada como la argentina, inmersa en enconos y acusaciones cruzadas, y en una anomia demasiado extendida, asume infrecuente gravedad. Ya no nos entendíamos, y de yapa viene esto, tomado con la liviandad que nos caracteriza.
Abrir una discusión sobre un tema claro, aquí y en el mundo, es una muestra más de nuestra patología. Por cuestiones ideológicas o de partido se atacan conceptos bien plantados. Instalar la duda respecto de la presunta existencia de presos políticos, en causas iniciadas en la Justicia por ilícitos debidamente comprobados en el curso de los correspondientes procesos, con imputados debidamente defendidos por profesionales calificados, y la garantía que supone la intervención de tribunales de alzada, no sólo es una temeridad, es un ardid que se ve de lejos.
Meter todo en la bolsa de una presunta persecución política, sin distinción de casos, es mostrar la hilacha. El viejo recurso de crear condiciones emocionales receptivas de una elaborada victimización sectorial ha mostrado su eficacia en situaciones anteriores. Ahora se vuelve a intentar. Se sabe que el papel de víctima es rendidor, cuando los argumentos de orden jurídico y las pruebas de supuesta inocencia no son suficientes para convencer a los jueces.
Es cierto que el dictado serial de prisiones preventivas, que colisiona con principios generales del Derecho Penal, más restrictivos respecto de su aplicación, crea dudas sobre los criterios o razones del juez instructor y los magistrados de alzada que hayan convalidado sus actuaciones. Peor aún, tienden nuevos mantos de sospecha sobre una Justicia ya afectada por la inaceptable morosidad de los procesos. Ahora, los excesos de ex funcionarios en la comisión de delitos de acción pública, y de los jueces, en los modos de llevar las causas, genera mayor desconfianza en el conjunto de la sociedad.
Pero al margen de lo que esto produzca en imaginarios dispuestos a creer lo peor, hay un sistema institucional que rige los procesos y aplica la ley vigente. Y es en ese ámbito donde los acusados deben probar su inocencia con los rigores de una defensa técnica. No basta clamar con énfasis y coordinación militante que son perseguidos políticos. Tienen que demostrar que no han cometido los delitos que se les imputan en base a una sustancial acumulación de pruebas.
Se ha dicho que en un gobierno de raíz peronista no puede haber compañeros presos. Esta idea aberrante parcializa a la Justicia como poder del Estado, la partidiza, al tiempo que socava la arquitectura republicana, pensada para prevenir la concentración y, por consiguiente, el peligro de arbitrariedad en el poder público. Si la institucionalidad retrocede empujada por la prepotencia de una mayoría circunstancial, la pervivencia del Estado de derecho cruje.
Una cosa son las expresiones de solidaridad con compañeros presos, que puede entenderse; y otra, una campaña orquestada para atropellar la ley que los tiene entre rejas por haberla violado con graves detrimentos para la sociedad, en vidas y bienes. El ataque en manada contra decisiones de la Justicia alienta rupturas posteriores y acentúa la inseguridad jurídica en todos los planos.
De Vido fue condenado en 2018 a cinco años de prisión por su responsabilidad en la tragedia ferroviaria de Once en la que murieron 51 personas y tiene pendientes otras causas gruesas, como la “de los cuadernos” y la de Río Turbio, en la que la Justicia pudo determinar la existencia de más de 500 convenios firmados por casi $ 5.000 millones entre Yacimientos Carboníferos Río Turbio (YCRT), la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) y la Fundación Regional Santa Cruz (FRSC), con un astronómico perjuicio para las arcas estatales en un país que arrastra serias dificultades para cubrir sus gastos corrientes.
Sin embargo, no rebate las acusaciones con pruebas consistentes sino con agresiones verbales de variados calibres. En los últimos días estalló contra el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, por haber coincidido con el presidente respecto de que no hay presos políticos en la Argentina, luego de que algunos funcionarios, entre ellos la ministra de la Mujer, Género y Diversidad, Elisabeth Gómez Alcorta, proveniente del ala dura kirchnerista, afirmara lo contrario, a coro con Kicillof. A Cafiero, De Vido le dedicó una exclamación descalificatoria: “¡Por favor, cuánto déficit de formación política, qué superficialidad insoportable!”.
Y días después, refiriéndose a la posición asumida por el canciller Solá en respaldo de los dichos del presidente, volvió a la carga con insidia creciente y una alusión al abuelo del Jefe de Gabinete. Expresó: ‘¡Cafierismo tardío! Señor Secretario de Agricultura de Menem, te recuerdo, querido Felipe, que vos eras gobernador de Buenos Aires cuando la bonaerense mató a Kosteki y Santillán, crimen que está impune políticamente”.
Los disparos del ex poderoso ministro de Planificación de los Kirchner, están cargados de tóxicas advertencias al círculo más próximo al presidente de la Nación. Le enrostra a Felipe Solá impunidad política en un hecho grave y, de paso, les deja entrever a todos que no van a tener paz mientras él permanezca preso, ahora en su amplia chacra de Puerto Panal.
Nunca ofrece argumentos o pruebas útiles en el campo de la Justicia. Entre tanto, sus recurrentes denuncias y amenazas políticas ayudan a perfilar la naturaleza del personaje que cumple una sentencia firme dictada y ratificada por tribunales competentes. Otro tanto puede decirse, con algunas variantes, de los casos de Amado Boudou, Milagro Sala y Luis D’Elía.
Se ha dicho que en un gobierno de raíz peronista no puede haber compañeros presos. Esta idea aberrante parcializa a la Justicia como poder del Estado, la partidiza, al tiempo que socava la arquitectura republicana, pensada para prevenir la concentración y, por consiguiente, el peligro de arbitrariedad en el poder público.