El otoño arrancó sin que nos percatemos de ello. En la calle nadie está buscando la sombra de los árboles; no vemos a las señoras con ruleros madrugueros barriendo las hojas caídas.
Arrancamos verdes... el mal sueño de estos días con sus respectivas noches nos encontró disfrutando del calorcillo santafesino, la veíamos desde lejos, como esas cosas que nunca nos alcanzan; cosa de chinos, decíamos. Está bien, era cosa de chinos y supuestamente por comer esto o aquello, y las memes de moda en ese primer mes en que nuestro ahora conocido virus se hacía conocido, era ver a personas orientales (porque no todos los que tienen la característica de los ojos rasgados son chinos), morfando ratas vivas, bichas vivas, insectos de todos los tamaños y colores, también vivos, obviamente; y algún que otro ser vivo o feneciendo lentamente. Y nosotros nos reíamos, unos vivos bárbaros...
Ese constante trajinar de la marea humana, que marea de solo pensarlo; todo ese intercambio cultural, ese manoseo de dinero; ese roce; ese incesante estar con otros; de moverse en bloque; de compartir lugares comunes; de apretujarse en museos; servicios de transporte; playas; peatonales; plazas, y todo aquello que se hace cuando se pertenece por un puñado de días a la clase viajera turista que quiere hacer todo en casi nada de tiempo, hizo, en poco tiempo, lo que a la naturaleza le lleva años o décadas.
Y aquí me encuentro, como les decía la “Peisadilla” pasada, un solitario en solidario, como todos los que desde hace una semana venimos siendo testigos y protagonistas a la vez de esta epidemia que azota donde más duele. Nos costó al principio, tímidos empezaron a verse los primeros barbijos, los primeros guantes, las filas comenzaron a hacerse más largas, las calles se poblaron de gorriones y palomas, las calles más silenciosas y desiertas, las filas en los comercios necesarios -farmacias, supermercados, verdulerías, despensas y veterinarias- comenzaron a hacerse más largas, respetando el metro y medio de distancia; los cálidos y afectuosos abrazos se convirtieron en un regocijado tocar de codos o en una graciosa justificación “¡epa! no debemos tocarnos” manitos con palmas arriba, mientras que nuestras miradas arden diciendo que te abrazaría cada día que pasa un poquito más fuerte y sonreímos francamente, con una cierta melancolía propia de nuestra naturaleza de “toquetones”. Ahora las llamadas se hacen más frecuentes, las charlas son más largas, y los medios con los que contamos para sentirnos más cerca se hacen cada día más indispensables.
Este inmenso mundo se hizo tan chiquitito ante un problema tan gigante, donde todos nos sentimos lejos de todo y de todos, pero, paradójicamente, nunca nos sentimos tan cerca.
Indispensable es la solidaridad. Entre tanta lejanía con el otro, fuimos aunando los esfuerzos y dejando de lado los egoísmos tribales, todo el mundo está en la misma, y todos estamos en el mismo puchero.
Desde hace una semana venimos siendo testigos y protagonistas de esta epidemia que azota donde más duele. Nos costó al principio, tímidos empezaron a verse los primeros barbijos, los primeros guantes, las filas comenzaron a hacerse más largas, las calles, más silenciosas, se poblaron de gorriones y palomas.