En pocos días de la semana pasada, el presidente de la Nación, Alberto Fernández, que había fortalecido su liderazgo desde el inicio de la pandemia, tiró por la borda buena parte de lo logrado a través de dos intervenciones tan contrastantes como reveladoras.
En el primer caso, dio rienda suelta a su bronca y trató de miserables a empresarios que no responden, como supuestamente deberían, en estas circunstancias tan graves para el país. Y si bien el calificativo tenía un blanco definido -la figura del CEO del Grupo Techint, que anunciaba el despido de 1.450 trabajadores de su empresa constructora-, la pluralización no fue ingenua. Es que, al no precisar el nombre, la miserabilidad, como descalificación, empezaba a flotar como una nube negra sobre el amplio espectro del empresariado, en un clima de opinión pública muy sensibilizada por lo que nos ocurre.
La imputación de Fernández, hasta ese momento docente en sus explicaciones, careció de cualquier análisis que permitiera entender el fundamento de la decisión tomada por Techint. Se ciñó al disparo seco de la acusación -buscado efecto de su mensaje-, que comportaba un alcance mayor: el universo empresarial.
Entre tanto, la empresa explicaba en un comunicado que la causa de la medida adoptada era la cuarentena que le impedía continuar las obras en ejecución en tres provincias, y que se comprometía a volver a tomar a los trabajadores cuando la situación de fuerza mayor cesara. También señalaba que, de esta manera, los obreros de la construcción quedaban habilitados para acceder al cobro del fondo de desempleo. Vista desde este ángulo la cuestión cambia. Podrá argüirse que el Grupo del señor Rocca termina trasladando el costo laboral al Estado (que es, por otra parte, aunque por buenas razones, quien determina el cese de actividades), pero es obvio que usa la legislación vigente para no dejar a la intemperie a los trabajadores de referencia. ¿Por qué entonces Fernández sesga los hechos?
La respuesta llegaría poco después, en el acto que inauguraba por tercera vez en 11 años el Sanatorio Antártida, donde por esas cosas de la historia naciera el mismísimo Alberto Fernández, quien presidió la ceremonia.
Pero antes de ir a sus palabras, conviene sintetizar lo ocurrido con este establecimiento, que fue adquirido, luego de su quiebra en 2005, por la obra social de Camioneros en 10 millones de pesos. Y, según la investigación realizada en su momento por la legisladora Graciela Ocaña, con documentos de respaldo, fue vendido al Sindicato de Camioneros en 2011 por 334 millones de pesos, luego de la gran refacción ejecutada por la empresa Aconra, perteneciente a Liliana Zulet, esposa de Hugo Moyano.
También salió a la luz que, en ese entonces, la obra social de Camioneros tenía un déficit de 1.263 millones de pesos y era gerenciada por la empresa IARAI, también manejada por Zulet, quien luego sería reemplazada por su hija, Valeria Salerno. A esa altura de los acontecimientos, las notorias diferencias en las operaciones de compra, venta y refacción, dieron lugar a la sospecha de que podría haberse producido un caso de “simulación y fraude”. Por ese motivo se hizo la denuncia del presunto delito que recayó en el juzgado del desaparecido Claudio Bonadio, quien le pidió a la Corte Suprema de Justicia una pericia contable sobre los movimientos de fondos mencionados por Ocaña. En septiembre de 2019, de acuerdo con lo publicado por el diario Clarín, las primeras conclusiones del informe de los peritos confirmaron que la estructura denunciada funcionaba como tal: “Hay un circuito de fondos que iba del sindicato hacia la obra social y, desde allí, a la gerenciadora propiedad de la familia Moyano”. Desconozco el estado de la causa al día de hoy, aunque puedo imaginar que vegetará en la oscuridad de un cajón, máxime después del encendido elogio que el presidente de la Nación acaba de prodigarle a Hugo Moyano durante la tercera inauguración del sanatorio que hasta ahora nunca funcionó.
Vale acotar al respecto que la primera ceremonia tuvo lugar en 2009, durante la presidencia de Cristina Kirchner, quien, distanciada de Moyano, fue representada por el ministro de Salud, Juan Manzur; en tanto que la segunda se produjo en la presidencia de Mauricio Macri, quien tampoco asistió, siendo representado en la ocasión por el ministro de Trabajo, Jorge Triacca (h) y el vicejefe de Gobierno porteño, Diego Santilli; con un discurso final de Hugo Moyano.
Ahora, la emergencia sanitaria activó las conversaciones entre el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof y Hugo Moyano, con el objeto de poner a disposición de eventuales pacientes bonaerenses en la ciudad de Buenos Aires -con costos operativos a cargo de la provincia- las 330 camas que dispone el sanatorio. También se consiguió que se destrabara después de largos años el exigente trámite para la habilitación -no fue el único caso-, mediante un permiso especial de funcionamiento, otorgado con carácter excepcional por el Gobierno de la ciudad mientras dure la emergencia sanitaria.
En suma, el establecimiento en el que Fernández nació hace 61 años y al que no dudó ahora en calificar de “maravilloso”, abrirá sus puertas durante la pandemia dejando atrás por el momento la trama de sospechas que envuelve al enorme edificio que semeja a un hotel de lujo con estética retro.
Pero al margen de todos estos aspectos que contaminan la historia del proyecto sanatorial, lo importante es la actitud mostrada por Fernández en la inauguración, en abierto contraste con la asumida respecto del empresariado. En un caso, la duda absuelve; en el otro, condena sin miramientos.
Lo mismo ocurrió luego con la escandalosa atención bancaria del viernes pasado a beneficiarios de la AUH y jubilados de la mínima, vergonzoso episodio de insalubridad pública y maltrato a la tercera edad que terminó, en palabras de Fernández, con un cuestionamiento a los bancos, mientras se disimulaba la responsabilidad de los funcionarios competentes del Estado nacional y el sindicato de los bancarios, que resistió hasta donde pudo la atención al público, todo ello al amparo del irrecusable error del gobierno de dejar fuera de la lista de servicios esenciales al que prestan los bancos (ahora corregido).
Pero lo grave, con relación al futuro, es la exaltación de la oscura figura de Moyano desde el atril presidencial y su reconocimiento, como testigo directo, de los aprietes por parte del elogiado al sector empresario durante una paritaria que a Fernández le tocó arbitrar por ausencia de Néstor Kirchner. “¡Pará Hugo, por favor, les estás pidiendo de todo a los empresarios! Y les sacó de todo, pero para quién -se preguntó entre sonrisas-, para los que trabajan. No para él, para sus trabajadores”, dijo el presidente, para rematar con un asertivo “¡Éso es un dirigente gremial!”, énfasis expresivo de una asombrosa parcialidad y liviandad en el análisis, sobre todo cuando se refería a un tiempo en el que Moyano disfrutaba de la patente de corso otorgada por Néstor para capturar trabajadores de otros gremios e incluirlos en el suyo.
Veamos lo que en verdad acaba de hacer Fernández como rúbrica de este nuevo pacto non sancto, que va contra los empresarios en lo simbólico y lo práctico, y preanuncia políticas futuras del gobierno. Termina de avalar la praxis coactiva en la negociación entre partes, de darle luz verde al exceso, la demasía, la exorbitancia en las demandas laborales, mientras pasa por alto los mayores costos que esto implica para los consumidores en la etapa final de la cadena comercial.
No hablo de atendibles y justos requerimientos por parte de los trabajadores, sino de excesos manifiestos en las demandas sindicales. La demasía, que se viste con el traje de una “conquista”, tiene consecuencias que se trasladan hacia abajo y terminan en una derrota para los bolsillos de la enorme mayoría de la sociedad.
En este caso, puestos contra la pared con aval oficial, los empresarios aceptan las demandas y cargan esos sobrecostos al transporte de bienes y servicios que, en líneas generales, ofrecen a otros empresarios que los comercializan en sus respectivos negocios. Como si se tratara de un IVA fantasmal, cada eslabón de la cadena transfiere el mayor costo al precio de las mercaderías y servicios que brinda a sus clientes; es decir, a todos nosotros, que somos quienes pagamos como consumidores el exceso de origen bendecido por el gobierno. En suma, a las conquistas de camioneros las pagamos todos, mientras Fernández sonríe complacido.
Para peor, como buen país atrasado, en la Argentina el 84 por ciento del transporte de cargas se realiza por camión, y su tránsito siembra de pasivos económicos y ambientales los caminos nacionales, provinciales, municipales y comunales por los que se desplaza y a los que destruye. El sindicato de camioneros resiste la activación de vías férreas modernas que bajan los precios de los fletes, mejoran la competitividad de la logística nacional y reducen el impacto ambiental. Y parecida posición tienen respecto del uso de bitrenes, que, aunque ruedan sobre asfaltos, aumentan la capacidad de carga y disminuyen, en consecuencia, el número de choferes. Las loas de Fernández, desprovistas de todo examen crítico, nos devuelven a un país en blanco y negro, y a un futuro oscuro como el carbón de Río Turbio. Un error mayúsculo después de un buen comienzo.
Lo que en verdad acaba de hacer Fernández como rúbrica de este nuevo pacto non sancto, que va contra los empresarios en lo simbólico y lo práctico, y preanuncia políticas futuras del gobierno es avalar la praxis coactiva en la negociación entre partes, darle luz verde al exceso, la exorbitancia en las demandas laborales.
No hablo de atendibles y justos requerimientos por parte de los trabajadores, sino de excesos manifiestos en las demandas sindicales. La demasía, que se viste con el traje de una “conquista”, tiene consecuencias que se trasladan hacia abajo y terminan en una derrota para los bolsillos de la enorme mayoría de la sociedad.