Desde las referencias bíblicas a las Siete Plagas de Egipto en el Libro del Éxodo, la humanidad se ha visto afectada una y otra vez por catástrofes naturales y antrópicas que la han castigado con dureza.
Las respuestas del populismo, como el camaleón, cambian de color según la ocasión; por eso son imprevisibles y contradictorias, y por lo general reñidas con el principio clave de la seguridad jurídica. Esa es la explicación de la fuga de capitales y de la falsa expectativa de que lleguen los de afuera.
Desde las referencias bíblicas a las Siete Plagas de Egipto en el Libro del Éxodo, la humanidad se ha visto afectada una y otra vez por catástrofes naturales y antrópicas que la han castigado con dureza.
La Biblia habla en realidad de diez plagas que después se redujeron a siete. Los números suelen ser menos confiables de lo que parecen cuando pasan por el cernidor de la manipulación humana. Tampoco son siete las colinas de Roma -en rigor son bastantes más-, aunque éstas fueron las que enmarcaron el primer desarrollo del pueblo de pastores que llegaría a ser el mayor imperio de la antigüedad, y le pusieron una etiqueta reñida con la realidad.
Lo interesante, en cualquier caso, es que, en general, los desequilibrios en la naturaleza han provocado desastres de extraordinarias dimensiones, y que pese a los indecibles sufrimientos que le han causado a la humanidad no han logrado corregir conductas que ahora, a la luz de la ciencia, se ven con mayor claridad que nunca antes.
Por ejemplo, la insistencia de proseguir con la actividad de mercados húmedos en China, incluida la venta de animales salvajes que son comprobados vectores de transmisiones víricas, es de una estupidez que rebasa cualquier calificativo, por más acendradas y ancestrales que sean esas prácticas. Su última consecuencia es el Covid-19, precedido por distintos brotes de virus de la misma familia, aunque de efectos menos dramáticos; y que, de no modificarse conductas de consumo y agresiones al ambiente, será sucedida por nuevas apariciones, probablemente más letales.
Pero si esto ocurre en el mundo, angostado por la multiplicación de los medios de transporte (hoy en gran parte desactivados porque son canales globales de transmisión rápida de las epidemias); en la Argentina, este año tenemos nuestra propia formulación de las Siete Plagas, que podrían ser más según otros criterios de clasificación.
No hace mucho, el economista Walter Graziano, que de joven llamara la atención con sus columnas en Ámbito Financiero de la época de Julio Ramos, ha escrito el libro “Las Siete Plagas de la Argentina”; obra en la que pone el acento en las patologías de orden económico.
Por cierto, él, como la mayoría de los autores actuales, comienza la lista con el Covid-19, no sólo por su altísima contagiosidad, que ha obligado a establecer cuarentenas en todo el mundo, sino por los astronómicos daños que está ocasionando a las economías de los más diversos países, y en particular a los del Occidente democrático, en los que las acendradas prácticas de las libertades individuales encienden resistencias al cumplimiento de estrictos confinamientos que permitan cortar los circuitos de la transmisión vírica social o comunitaria.
Para Graziano, después de la pandemia que hoy nos golpea, la plaga más importante es la pobreza, que en los últimos 60 años ha pasado de menos del 5 por ciento al 45 por ciento que hoy señala la mayoría de los observatorios sociales. Es, por cierto, un tema de inusitada gravedad, que desequilibra a la sociedad y pone en tela de juicio su derecho a llamarse tal. Pero, a mi criterio, la plaga primera es la anomia, que desde hace décadas se ha vuelto endémica en nuestro país. La falta o el incumplimiento de normas pone a una sociedad al borde del abismo, la expone a la continua improvisación, a la abrumadora incertidumbre, a la caída de la inversión, a la fuga de capitales, a la descomposición social, al sálvese quien pueda, a la arbitrariedad de cada día y a todas las variantes de la violencia física y moral propias de una sociedad primitiva.
La tercera plaga conexa es la impunidad, porque sin ley no hay justicia, no hay parámetros para medir las conductas; no hay reglas del juego, y sin ellas no se puede practicar ni el más elemental de los deportes; mucho menos, el exigente ejercicio de la convivencia cotidiana. Sin ley todo es posible, por eso no llaman la atención las aberraciones que ocurren con una frecuencia que le otorga rango de fenómeno social negativo. Basta ver la desvergüenza que despliega horas antes de su anunciado retiro, en medio de acusaciones pendientes de trámite en el Colegio de la Magistratura, el juez federal Rodolfo Canicoba Corral -último sobreviviente de aquella legendaria servilleta de Carlos Corach-, convertido a la hora de la despedida (con jubilación especial incluida), a la vista de todos y con protección del oficialismo, en liso y llano sicario judicial.
La cuarta plaga, que ha trocado su condición cíclica en una situación permanente, es la inflación continua, más allá de la mayor o menor gravedad que puedan indicar las curvas que la grafican en el devenir del tiempo. La inflación destruye el valor de la moneda y del trabajo, de la inversión realizada en el país y de los bienes logrados con esfuerzo e imaginación. Es la tumba de los emprendedores que decidieron invertir su pequeño capital para poner a prueba su capacidad innovadora; de los que tienen empleos en blanco y de los que trabajan en la informalidad. Es el sufrimiento de la enorme mayoría de la población, carente de alternativas para defenderse del Leviatán que todo lo devora, y a mayor velocidad cuanto más dinero sin respaldo emite.
La quinta plaga es la ola de criminalidad que se desliza veloz sobre la piel de la sociedad, azuzada en parte por el crecimiento de la pobreza, pero sobre todo por ideologías culpógenas que han dado vuelta la taba de los valores “tradicionales” para convertirlos en motivo de escarnio. Así, los victimarios cambian su polaridad y se transforman en víctimas de la sociedad, que es la culpable de que ellos delincan. El problema es que el victimario y la víctima son de carne y hueso, tienen nombre y apellido, y sus acciones y padecimientos son reales, en tanto que la sociedad “victimaria” es una entelequia, un concepto vago, indeterminado, útil para cualquier teoría, al cual se le puede atribuir cualquier cosa porque al carecer de una carnadura concreta, de una identidad precisa, de un concepto unívoco, no puede responder acusaciones genéricas sembradas al voleo. Es la trampa perfecta urdida por los ideólogos para dañar a quienes detestan, sin advertir sus consecuencias autodestructivas y el hecho comprobable de que las primeras víctimas de esta delincuencia sublimada suelen ser los vecinos laburantes de sus propios barrios.
La sexta plaga es el populismo, patología de la democracia, que vive de la improvisación y el corto plazo, critica la racionalidad, se desentiende de la matemática y deforma la estadística, cultiva la posverdad y cuanto verso colorido nazca en una mesa militante y sirva para enroscar víboras en los cuellos de sus clientelas. Es el equivalente de la demagogia, como forma degenerada de la democracia en la formulación clásica de Polibio. Y en nuestro país, asociada con una noción taimada de nacionalismo, configura el deshilachado nacional populismo que hundió a la Argentina a las profundidades que habitan las naciones atrasadas del planeta.
Las respuestas del populismo, como el camaleón, cambian de color según la ocasión; por eso son imprevisibles y contradictorias, y por lo general reñidas con el principio clave de la seguridad jurídica. Esa es la explicación de la fuga de capitales y de la falsa expectativa de que lleguen los de afuera. Nadie invierte en un país sin reglas ni horizonte. Ese es el motivo por el cual los movimientos de Alberto Fernández se vuelven ininteligibles. Ni él sabe lo que hará en el minuto siguiente. Todo dependerá de las circunstancias y del humor de Cristina; o de la sociedad, cada vez más agobiada y enojada con una situación que empeora a diario.
El populismo, cuyo lema es “la felicidad del pueblo”, no ha parado un instante de fabricar pobreza, casi a la misma velocidad con la que genera nuevos billetes en plantas gráficas de cuatro países porque las impresoras de la Argentina no dan abasto. El constante incremento del gasto público se acompasa con el crecimiento de los indicadores de pobreza e indigencia, no al mismo ritmo, porque la producción de papel impreso es más rápida que la constatación de sus efectos en la economía. Pero ambas marchan en la misma dirección.
La situación de la Argentina es tan dramática, que mientras la tasa de interés crediticio en los países avanzados está próxima a cero, por su riesgo país la Argentina debería pagar hoy un mínimo del 25 por ciento de interés en dólares, si hubiera en el mundo alguien dispuesto a prestarle dinero. Según los estudios de historia económica, nuestro país, en cifras netas, es más chico que en 1960, pero, además, en estos sesenta años su población aumentó más del doble (de 20,5 millones de habitantes a unos 45 millones según las actuales proyecciones, ya que no hay cifras fidedignas y el censo nacional de este año no se ha hecho por razones obvias). Un PBI menor que el de 1960 a valores constantes, con una tasa de aumento poblacional mayor al 100 por ciento, configura la ecuación de pobreza que signa el oprobio de nuestros días.
La séptima plaga es la disminución de los antígenos que permiten defender la integridad de la democracia republicana, atacada por un virus que intenta hegemonizar el control de las células del cuerpo estatal. De prosperar, esta enfermedad comportaría una nueva e histórica marcha atrás de la República recuperada en 1983. Depende más de la ciudadanía que de sus representantes, atrapados en las telarañas de complicidades que han puesto de rodillas a la Argentina, ante sí misma y frente al mundo.
Las respuestas del populismo, como el camaleón, cambian de color según la ocasión; por eso son imprevisibles y contradictorias, y por lo general reñidas con el principio clave de la seguridad jurídica. Esa es la explicación de la fuga de capitales y de la falsa expectativa de que lleguen los de afuera.
Nadie invierte en un país sin reglas ni horizonte. Ese es el motivo por el cual los movimientos de Alberto Fernández se vuelven ininteligibles. Ni él sabe lo que hará en el minuto siguiente. Todo dependerá de las circunstancias y del humor de Cristina; o de la sociedad, cada vez más agobiada y enojada.