"El dólar es buchón", dijo hace poco el economista Carlos Melconian con su colorida pero certera verba de barrio porteño. Era la respuesta sintética a una recurrente pregunta del periodismo: ¿Por qué aumenta el dólar?
Nuestro país toca fondo, y pese al alentador acuerdo con los acreedores privados, que es mil veces mejor que un nuevo default, la cotización del dólar nos sigue indicando que era una condición necesaria pero no suficiente.
"El dólar es buchón", dijo hace poco el economista Carlos Melconian con su colorida pero certera verba de barrio porteño. Era la respuesta sintética a una recurrente pregunta del periodismo: ¿Por qué aumenta el dólar?
Como es obvio, el dólar aumenta porque es el más sensible termómetro de nuestra economía y, por lo tanto, el primero en señalar los indisimulables problemas en la macroeconomía o, dicho en términos biológicos, en nuestro averiado organismo estatal.
Todos lo sabemos, pero pareciera que preguntarlo una y otra vez nos sirve de descarga pasajera. El valor del dólar es un indicador de nuestro desbarajuste económico y social. Aunque si bien se mira, lo que pone en evidencia la verde divisa no es su apreciación (porque ella también se ha devaluado en las últimas décadas) sino la caída sin límite del valor del peso, que, desde su creación en 1881 hasta ahora, ha agregado 13 ceros a la unidad de valor originaria, equivalente a diez billones de pesos ($ 10.000.000.000.000); de modo que un peso de 1881 equivale hoy a diez billones de pesos. Esa es la medida de nuestro deterioro monetario y de lo que es su consecuencia: el aumento sostenido de la pobreza en nuestra población, la reducción de la clase media argentina -factor de estabilidad política durante décadas-, la secuencia de nueve defaults, y la desarticulación de una sociedad que se fragmenta de continuo y en la que crecen la frustración, el odio y los deseos de emigrar a otros países.
No hay registro histórico de semejante derrumbe en un país dotado de una de las cinco llanuras más productivas del mundo, un variado arco de opciones para la generación de energía, una fabulosa reserva de minerales en la cordillera de los Andes, una extensa plataforma marítima que adiciona a la pampa húmeda una gigantesca "pampa" líquida con enormes recursos ictícolas.
Con uno solo de estos recursos potenciales, cualquier país daría las hurras, pero nosotros nos hundimos en un pozo en el que no cejamos de excavar en busca de profundidades mayores en las que enterrar nuestra miserable condición de comentaristas de la vida, ideólogos a la violeta y rateros que mordisquean sin cesar el queso de un Estado fallido.
Por eso, los que hablan de "papel pintado" o de "cuasi moneda" no están errados. Hace rato que el valor nominal expresado en los billetes argentinos, no tiene el correspondiente respaldo en la producción de bienes y servicios equivalentes. Ante esta triste realidad, como lo hiciera en sus tiempos de presidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner se opone a la impresión de billetes de mayor denominación, porque a su criterio esa acción -propuesta por las autoridades del Banco Central- implicaría un público reconocimiento del proceso inflacionario. De modo que mejor es pretender tapar el cielo con un harnero o el sol con la mano. El recurso es tan infantil y poco práctico, que llama la atención que sea planteado por una persona que ejerció dos veces la presidencia de la Argentina, y que ahora lo hace por tercera vez, detrás de la cobertura que le brinda la figura de Alberto Fernández.
Nuestro país toca fondo, y pese al alentador acuerdo con los acreedores privados, que es mil veces mejor que un nuevo default, la cotización del dólar nos sigue indicando que era una condición necesaria pero no suficiente. Incluso si se alcanza un acuerdo con el FMI, que hasta ahora mostró buena predisposición y colaboró para que se sellara el final de la negociación con los privados, tampoco alcanzará. Estos acuerdos aportan oxígeno temporario, pero si no se corrigen las disfunciones graves de la economía nacional el futuro seguirá pintado de negro. Es un frecuentado lugar común que no se pueden obtener resultados distintos haciendo las mismas cosas. Pero esta simple verdad se convierte en la Argentina en un teorema de resolución imposible.
El gobierno, que usa y abusa de sus preferencias ideológicas, pasea su prepotencia de inválido por el mundo de las relaciones internacionales, y recoge frutos amargos. No es buena su relación con el gobierno de Chile, lo que pone en duda la larga negociación de Agua Negra; peor aún es su vínculo con el presidente del Brasil, país que es nuestro socio principal en el Mercosur; y es muy tibia la relación con el Uruguay presidido por Lacalle Pou, modernizada expresión del Partido Blanco. También, pese a los esfuerzos de Jorge Argüello en Washington, no es bueno el vínculo con el gobierno de Donald Trump en los EE.UU. -personaje controvertido y en muchos sentidos detestable- pero con influencia decisiva sobre el FMI. De modo que la defensa de los intereses nacionales reclama prudencia donde abundan las pirotecnias verbales inconducentes y las ideas abstrusas, aunque puedan deleitar los oídos del retroprogresismo latinoamericano.
Más allá de que la deuda pueda acomodarse en términos de la reducción de su monto y la prórroga de sus vencimientos, no significa que desaparezca. Permanece allí, vivita y coleando, a la espera de que se cumplan los nuevos plazos. De modo que urge armar un plan económico consistente, que permita hacer frente a estos compromisos y, a la vez, activar la economía del país para retomar la perdida senda del desarrollo. En vez de los habituales excesos retóricos acerca de la inclusión de derechos de imposible cumplimiento en medio de tanta malaria, hay que poner los pies en la tierra y elaborar un plan creíble, sustentable e inspirador para aquellos que están dispuestos a poner el lomo y el capital en busca de una rentabilidad proporcional a su esfuerzo y riesgo.
En este sentido, el gobierno tiene la suerte de haber recibido un plan completo para el decenio que empieza este año, respaldado por decenas de entidades de la producción diseminadas a lo largo y ancho del país y ahora agrupadas en el Consejo Agroindustrial Argentino (CAA).
Se denomina "Estrategia de Reactivación Agroindustrial Exportadora, Inclusiva, Sustentable y Federal", y agrupa a empresas argentinas Pymes, medianas y grandes que buscan consolidar a nuestro país como líder en el comercio internacional de alimentos de origen animal y vegetal, alimentación animal y exportación de tecnologías del ecosistema agroalimentario (biotecnologías, edición génica, tecnología de la información, maquinarias, insumos, servicios profesionales y técnicos). La meta, en números gruesos, es lograr exportaciones por U$ S 100.000 millones al año (lo que supone aumentar el actual nivel en U$ S 35.000 millones anuales) y generar 700.000 empleos adicionales, con una concepción moderna de buenas prácticas agronómicas y cuidado del ambiente de acuerdo con los protocolos internacionales.
La propuesta no solicita, como tantas otras veces, subsidios del Estado (que, además, éste no está en condiciones de dar), pero establece como condición necesaria la estabilidad fiscal nacional, provincial y municipal; en suma, reglas del juego claras y estables. Lo que se espera desde hace largos años para salir de la densa maraña tributaria que ha crecido al mismo ritmo que el desbocado gasto público. ¿Habrá llegado la hora del sentido común? Quizá el espanto, que en la Argentina es lo único que moviliza cambios, active respuestas creativas, cuya sostenibilidad requiere de articulaciones público-privadas, suma de fuerzas para romper el punto muerto y salir del círculo vicioso. Y, por cierto, la convergencia de los principales partidos políticos con representación parlamentaria para apoyar un plan de futuro que reemplace las excavadoras que trabajan en el fondo del pozo por una escala ascendente de actividades que nos devuelvan a la superficie de la civilización.
Hay un plan bien trabajado en sus múltiples facetas, incluida la neutralidad impositiva, al que se suma otro, elaborado por la Unión Industrial Argentina, con vasos comunicantes, pero también con variantes que deberán considerarse en busca de una armonización.
Lo importante es que los sectores privados, muchos de los cuales han sido fuertemente golpeados por las cuarentenas originadas en la pandemia del Covid-19, han logrado elaborar un plan de amplia proyección, que puede sacar el país adelante. Y que tienen un lúcido vocero en Gustavo Idígoras, actual presidente de Ciara-Cec, (Cámara de la Industria Aceitera de la República Argentina y Centro Exportador de Cereales, respectivamente). Se trata de un hombre con largos años de experiencia en el sector público -vinculado con la producción- y, también, en la actividad privada, suma de conocimientos, que incluyen aprendizajes en el exterior, y lo habilitan como un articulador natural entre ambos sectores.
Él ha dicho, con toda razón, que el mundo está en una dinámica de transformaciones que no espera a los distraídos. El mundo abre oportunidades de negocios en todos los continentes y la competencia por los mercados y la captación de recursos financieros para motorizar proyectos no deja de crecer. La Argentina se encuentra con todas sus potencialidades en esta encrucijada, guiada por una pitonisa que, luego de mirar su bola de cristal, proclama el fin del capitalismo, sin advertir lo que establece la ley de Lavoisier: "Nada se pierde, todo se transforma". Y lo mismo pasa con el capitalismo, que ya se perfila con rasgos orientales.