Durante el gobierno de Cristina Kirchner, el inolvidable Guillermo Domingo Moreno, dijo pletórico: "Nosotros ya rompimos todo, ahora los pibes tienen que terminar el trabajo". Se refería a que habían hecho percha el sistema institucional. Y lo habían destrozado sin los remilgos propios de los que adherimos a los principios republicanos. Gobernaron en estado de emergencia, votado por el Congreso, durante tres períodos presidenciales, desarmaron los organismos de control, y alteraron el sistema de medición del costo de vida, rompiendo así la consistencia de la serie estadística, información sustancial para la definición de políticas públicas y la historia económica del país. Cristina hizo uso y abuso de la cadena nacional; el Ministerio de Infraestructura, con De Vido a la cabeza, se dedicó a promover el cine nacional para fidelizar a los actores militantes. Muchas universidades nacionales fueron implicadas en proyectos de supuesto interés público para enmascarar erogaciones non sanctas. La diplomacia internacional se convirtió en el arte de pelearse con medio mundo; y como suprema extravagancia, se promovió a barrabravas integrantes de Hinchadas Argentinas como atemorizantes embajadores de la Argentina en el terreno deportivo. En el frente interno, se persiguió a los opositores mediante la Afip, y a los periodistas críticos, a través del grupo de tareas mediático "6,7,8". Y se hizo hábito, ejercido sin vergüenza alguna, la distribución arbitraria de los aportes dinerarios a las provincias -los famosos ATN- según su color político (práctica continuada con matices durante el gobierno de Macri). En las cárceles se creó "Vatayón militante", escrito así, a lo bestia, con énfasis ideológico, para marcar diferencias con la despreciable burguesía, cuya pulcritud y aprecio por la educación, desde esa perspectiva, sólo tienden a disfrazar su mugre interior. El país fue puesto de cabeza. Lo bueno trocó en malo; el victimario en víctima; el odio, en una expresión legítima y reparadora; el dinero público, en bien mostrenco de apropiación faccional; la necesidad de justicia en eternidad procesal; la confianza pública en abuso de poder; la negociación genuina en chantaje impúdico; el valor, en disvalor; la racionalidad, en posverdad. Pero lo peor, lo imperdonable, fue despedazar la dificultosa síntesis de viejas antinomias políticas y ponerla a hervir en el caldero de las pasiones populares. Para qué seguir, si todos hemos sido testigos de los acontecimientos.
Y ahora volvemos a lo mismo. Hace sólo nueve meses que Alberto Fernández pronunciaba ante la Asamblea Legislativa y la ciudadanía argentina su homilía cívica de novel presidente. Fue un mensaje de esperanza, sobre todo porque en su turno presidencial, como errónea estrategia política, Mauricio Macri, había seguido excavando la grieta iniciada por el kirchnerismo para separar a los argentinos.
En estos días, en una contundente muestra de retroprogresismo, el presidente despierta un monstruo dormido del siglo XIX para extremar la distancia entre los opuestos. Otra vez, con un argumento moral oportunista, pretende justificar la decisión intempestiva de sacarle más de un punto de coparticipación a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, capital federal de la República Argentina y, por lo tanto, de todos los ciudadanos, no sólo de los porteños que la habitan.
Durante su anuncio, con gesto grave, Fernández expresó que se habían exprimido los sesos para encontrarle una solución al problema del reclamo policial de la provincia de Buenos Aires. En realidad, nadie exprimió nada, y menos sesos, que siempre piensan y hacen lo mismo. En verdad, durante la campaña presidencial del año pasado, Cristina Kirchner ya había adelantado la línea argumental: el reproche a los gastos de la opulenta Buenos Aires frente a las objetivas carencias del conurbano bonaerense. Rápidamente todos se sumaron al planteo, empezando por el futuro gobernador, Axel Kicillof, que veía el negro panorama que lo aguardaba. Y no tardaría en agregarse Alberto Fernández, porteño hasta el tuétano, pero sometido a los diktats de la vicepresidenta. Por eso, días atrás, en un acto realizado en las barrancas del Paraná, en la ciudad de Rosario, dijo con rostro compungido: "Nos llena de culpas ver a Buenos Aires tan opulenta". En ese momento la decisión ya estaba tomada, sólo faltaba la situación propicia, brindada luego por el genuino pero extralimitado reclamo policial.
Como dije, la idea se venía cocinando desde hacía largos meses, pero la reacción policial y los permanentes tropiezos de Kicillof, aceleraron el desenlace. Para justificarlo, se mostraron cuadritos amañados que dicen tanto como lo que esconden. Nada se dijo de los extraordinarios aportes de la Nación a la provincia, que en lo que va del año superan los 100.000 millones de pesos. Ni la previa concesión de beneficios por parte del gobierno de Macri a la provincia.
Al respecto, el Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf), que lidera Nadin Argañaraz, estima que entre 2015 y 2019 la provincia de Buenos Aires y la ciudad autónoma mejoraron su participación en la masa de recursos recaudados a nivel nacional en un 3,4 y 1,8 puntos porcentuales, respectivamente.
Esa mejora, más los aportes extraordinarios de Fernández en este gobierno, cambian sustancialmente los números de una provincia que, desde hace muchos años, pierde en términos reales en el intercambio de recursos con el resto del país (lo mismo le ocurre a Santa Fe). Basta recordar los reclamos de fondos del exgobernador Daniel Scioli a la expresidente Cristina Fernández de Kirchner, quien no sólo no se los otorgaba, sino que lo maltrataba de palabra y en público.
Por entonces, Cristina, que había encontrado su lugar en el mundo en El Calafate, acumulaba propiedades caras en la opulenta Buenos Aires, donde construía el muy opulento Centro Cultural Kirchner -que costó miles de millones de pesos- mientras le negaba recursos a la provincia de Buenos Aires. Es que su desprecio por Scioli era más fuerte que las consideraciones de Estado, como ahora, en sentido inverso, su afecto por Kicillof, La Cámpora, y el proyecto de largo plazo, fuerzan el manotazo del 1,18 por ciento de la coparticipación de la ciudad de Buenos Aires (aunque podría ser mayor) para ofrecérsela en bandeja a la provincia homónima. ¿Y las demás provincias, que todavía litigan para que se les pague lo que la Nación les debe, entre ellas Santa Fe? En rigor, en nombre del federalismo, el presidente de la Nación consumó a través de un DNU una acción característica del centralismo de siempre.
No se trata de un problema de justicia distributiva, ni de un deforme reflejo federalista que ignora a las demás provincias; es puro y simple centralismo. En pocas palabras, Fernández manifestó que la política de proveer fondos a las provincias para evitar las migraciones hacia el Gran Buenos Aires había fracasado. Pero se olvidó del sistemático hundimiento de las economías regionales por falta de infraestructura, exceso de costos logísticos e impositivos y una pertinaz variabilidad en las políticas públicas que atenta contra la sostenibilidad de los proyectos y la seguridad de las inversiones.
Todo se reduce a la necesidad de asegurar el control político del macrocefálico y degradado conurbano bonaerense. El gobierno viene cayendo en los sondeos de opinión, y la figura de Rodríguez Larreta crece en la consideración pública. Esa es la explicación lisa y llana de la decisión. Jamás se les ocurre competir con mejores propuestas y conductas. Si hay que romper, se rompe, como decía en su hora Moreno y ahora repite Kicillof como chicana, cuando refiriéndose a una reciente declaración del inoportuno y desatinado expresidente, dice: "Macri está dispuesto a seguir rompiendo hasta el silencio". Le faltó agregar: "Para romper en serio, estamos nosotros".