Alberto Fernández está confirmando con dolor lo que muchos sospechábamos desde el principio. Es sólo una pieza de descarte en el juego táctico de Cristina Fernández de Kirchner. Peor aún, es una pieza que lleva adherido el odio de Cristina hacia el ubicuo lobista político devenido presidente de los argentinos. Se sabe que ella no perdona las diferencias, y mucho menos las críticas duras, máxime cuando son expresadas con la intensidad que ha quedado reflejada en numerosas entrevistas televisivas concedidas en los últimos años por el actual presidente y en columnas firmadas por su mano en diarios y revistas. Entre Cristina y Alberto nunca habrá olvido; las cosas dichas, muchas de ellas con énfasis infrecuente, seguirán allí hasta el día en que sus respectivas memorias desfallezcan. Sobre todo en Cristina, que no olvida ni perdona, salvo cuando se trata de sí misma.
Alberto estaba condenado a girar en torno a Cristina como un pollo que se asa al espiedo. Es lo que ahora se observa con claridad, por más que su imagen pública sea mejor que la de su cocinera. Entre tanto, la platea configurada por el peronismo tradicional observa la escena con espanto y temor. Muchos imaginan que, si expresaran lo que piensan, se abrasarían junto al presidente en la máquina de rostizar.
Por ese mismo motivo, declinan recordar su condición de peronistas de Perón, figura histórica también despreciada por la matriarca del kirchnerismo. Ella fue la que aportó la cuota electoral mayor para que hoy el Frente de Todos gobierne el barco sin rumbo de la Argentina, y la que desde el Instituto Patria define sus coordenadas náuticas, aunque nadie acierte a decir hacia dónde nos dirigimos.
La justificación de fondo de su alianza con Alberto, además de la colocación de un mascarón de proa que resultara más aceptable para la ciudadanía y le permitiera acceder al gobierno, era la destrucción de las numerosas causas judiciales generadas por la incontrovertible corrupción imperante en su pasada presidencia. Para esa tarea, en los papeles era útil la figura del profesor de Derecho Penal. Pero el tiempo pasa y los procesos, salvo pequeños alivios, continúan. Es que parte de la Justicia todavía sigue en pie, y además es observada como nunca antes por una ciudadanía que, pese a las sucesivas decepciones, exige y espera algunas señales de dignidad institucional.
Cristina sigue en una encerrona provocada por sus propios actos y su imperial sentimiento de impunidad. Frente al abrumador cúmulo de pruebas, su círculo próximo y los arribistas de siempre corean como un mantra la palabra Lawfare, abstruso neologismo inglés que define como ninguno la pasta de que están hechos los nacional-populistas que lo invocan. Esa vaporosa teorización sobre una hipotética persecución legal o tribunalicia, complementa el concepto de guerra mediática, del que también hace uso y abuso la hueste kirchnerista, luego de haberse nutrido en las fuentes del chavismo, que a su vez abrevaron en la Cuba de los hermanos Castro, contendores por décadas de los expertos estadounidenses en guerra psicológica. En suma, es una técnica política especializada en construir globos de ensayo y levantar cortinas de humo para perturbar el entendimiento de los hechos reales. Para ellos, más importante que la realidad, es cómo se la manipula. Ése es también el presupuesto de la posverdad, otro vocablo de moderna sonoridad, aunque vacío de contenido.
La sobreactuada reacción de la capilla kirchnerista ante el unánime fallo de la Corte Suprema de Justicia en el caso Boudou, no debe verse como la alucinada defensa de un impresentable –que, por añadidura, cobra una alta pensión vitalicia como premio a su delictuosa actuación pública-, sino como un anticipo de lo que podría ocurrir si en algún momento Cristina es condenada. Impresiona que el ego de una persona pese más que los principios que sostienen el edificio democrático y republicano de la Argentina. Y que sus objetivos personales la impulsen a intentar demoler la estructura institucional del país para eximirse del gravoso costo de sus desvíos de poder. Como adelanto, ha dicho, parafraseando a Fidel Castro, que "la historia ya la ha absuelto", confundiendo el juicio de la historia con su íntimo deseo.
Así de crudo es el problema provocado por la decisión de la vicepresidenta de jugarse a todo o nada. Por eso le ha bajado el dedo al Dr. Daniel Rafecas, candidato del presidente para ocupar el cargo de Procurador General de la Nación, lo que constituye una indisimulable afrenta pública para Alberto Fernández. De paso, la situación exhibe otra realidad insoslayable: que los senadores nacionales del Frente para Todos han dejado de representar a sus respectivas provincias, para convertirse en una masa sometida al poder central, encarnado en este caso no por el Poder Ejecutivo, sino por la titular de la Cámara Alta, quien ejerce el poder detrás del poder. Nunca ha quedado tan clara la desnaturalización del sistema federal de Estado. Ocurre que, al carecer de sustentabilidad fiscal propia, las provincias se convierten en rehenes de los administradores del Poder central, único capaz de imprimir moneda y repartir recursos escasos. Este cepo, que las ubica en una situación de crónica dependencia, se ha visto agravado este año por los efectos de una interminable cuarentena -paralizante de la economía-, con la consiguiente restricción de los ingresos propios. Es la trampa perfecta para que las pocas provincias con capacidad generadora de recursos significativos, se vean obligadas a hocicar ante el poder central. Jamás la Argentina ha sido tan unitaria como ahora, paso previo para una potencial hegemonía política que arrase con las instituciones que nos ofrecen a todos canales de participación en la cosa pública.
El sueño de Cristina de encumbrar a Máximo como eventual candidato a la presidencia de la Nación, cuenta con el respaldo de La Cámpora, cuya creación algunos analistas atribuyen al patagónico delfín. Sin embargo, esta organización fue gestada desde el poder por Néstor y Cristina Kirchner en 2006, y financiada con recursos públicos a través de la designación de los jóvenes camporistas en instituciones del Estado. Y si bien Máximo Kirchner figura entre sus fundadores, cabe recordar que durante largos años permaneció en el sur instruyéndose en el manejo de los negocios inmobiliarios de su familia, mientras sus "tutores" sostenían una relación cercana con quienes ahora efectivamente lo respaldan, entre ellos, Wado de Pedro, Andrés Larroque, Anabel Fernández Sagasti, Mariano Recalde y Juan Cabandié.
La Cámpora, nombre que rinde homenaje a un hombre despreciado por Perón; el Instituto Patria, como tanque de ideas nacional-populistas; la estructura faccional de Justicia Legítima; y segmentos de lúmpenes, conducidos por barrabravas -segunda fase del experimento iniciado con "Vatayón militante" y explicación del esfuerzo de funcionarios oficiales por lograr la suelta de presos durante la pandemia-, son puntos de apoyo de la estrategia kirchnerista para conquistar la soñada hegemonía política. A ellos se les suma ahora de manera desembozada, César Milani, el exjefe del Estado Mayor General del Ejército, frustrado años atrás en el intento de replicar el papel que en la dictadura chavista juega el general Vladimir Padrino López. Entre tanto, el barco de la República flota al garete en la inmensidad del mar, sin costas a la vista.
Cristina sigue en una encerrona provocada por sus propios actos y su imperial sentimiento de impunidad. Frente al abrumador cúmulo de pruebas, su círculo próximo y los arribistas de siempre corean como un mantra la palabra Lawfare.
Impresiona que el ego de una persona pese más que los principios que sostienen el edificio democrático y republicano. Y que sus objetivos personales la impulsen a intentar demoler la estructura institucional del país para eximirse del costo de sus desvíos de poder.