Casi no quedan maestros, cuesta encontrarlos. Parece que pertenecen a otros tiempos, que "pasaron de moda", que es un concepto antiguo. Maestros como Raymundo Panetto, Neato Grasso, Carlos Zuliani y no nombro más, porque uno corre el serio riesgo de la ignorancia o el olvido y sería imperdonable. Pero hubo otros, ¡claro que los hubo!
Maestros del ojo sabio, de la palabra justa y de la palmada reparadora. El maestro que le bastaba verlo caminar al pibe para darse cuenta si era bueno o no. El maestro que sabía pulirle las condiciones técnicas, que al fin y al cabo son las más importantes y desequilibrantes que tiene el fútbol, el maestro que enseñaba a cabecear, que enseñaba a "patear con la de palo", que aconsejaba, que protegía al habilidoso a través de la insistencia para que siga gambeteando y no pierda las ganas de divertirse con responsabilidad adentro de una cancha (algo que pocos hacen hoy en día).
Maestro también de la vida, que conocía de dónde venía ese pibe que prometía, qué le faltaba, de qué adolecía y trataba también de indicarle, con un consejo a tiempo y la palabra justa, cómo actuar ante cada situación de la vida diaria. El maestro que, por ejemplo, le ponía límites y condiciones a su participación en el partido del fin de semana: andar bien en el colegio y portarse bien en casa.
Duchini fue uno, quizás el más renombrado, el más famoso. Hubo otros, cientos quizás o miles. Muchos maestros que no pensaron jamás en el bolsillo, que no tranzaron con nadie y que dedicaron su vida a ayudar a crecer a ese pibe que luego se iba a convertir en un astro y que, quizás, se iba a acordar de ese maestro en algún reportaje cuando haya llegado allá arriba, a la cima. Maestros del fútbol y de la vida, ¿especie en extinción?