El Covid-19 se parece a esas personas asidas en la vida a una idea fija. Y vaya si las hay en la Argentina. De modo que el virus, en su sencillez biológica, se parece a nuestros integristas de cada día, blindados en sus dogmas e impermeables a cualquier idea, propuesta o alternativa que no esté inscripta en su genoma.
El Covid-19 pertenece a la amplia familia de los coronavirus y es particularmente insidioso para los seres humanos, a los que aborda apenas le dan pista por un descuido, una distracción, una inconciencia o una militante posición antivacuna.
El virus no invade las mucosas de las personas por instinto homicida sino, como escribí hace un año, por amor a sí mismo. Se trata de un organismo simple, pero ultraespecializado, que evoluciona todo el tiempo en busca de una proteína compatible con la suya en células del cuerpo humano. Realizado el acople, descarga en nuestras células su información genética, lo que le permite iniciar su invasivo proceso de reproducción. Su vida puede costar la nuestra o, cuando menos, producir padecimientos y secuelas con distintos grados de complicaciones e intensidad.
Desde esta perspectiva, el virus se parece mucho a un militante clonado, que funciona según las órdenes transmitidas dentro de su estructura organizativa por los operadores políticos. Ambos vectores son causa de infección del cuerpo humano y del cuerpo social, porque en su desesperada búsqueda de recursos para su propia vida, provocan daños de distinto tipo en otros, próximos, percibidos como entidades diferentes, que pueden ser colonizadas o, si fuera el caso, lisa y llanamente eliminadas.
Para el virus, la única verdad es una célula cálida y receptiva; para el militante clonado, la única verdad es la voluntad del jefe o la jefa traducida en consignas de fácil registro.
Estas comparaciones surgen de la doble pandemia que sufre la Argentina y en cuyas redes estamos aprisionados. Y que se agrava con la dispersión de conductas ciudadanas y el cerril bloqueo del diálogo y la colaboración por parte de quienes conducen el Estado. Mientras el virus muta para mejorar su performance, para perfeccionar su garfio de acople celular, nosotros nos peleamos y desordenamos, creando un campo propicio para su avance y desarrollo. Semejante contraste de "conductas" por parte de unos y otros, deja al desnudo el calibre de nuestra estupidez.
Nada de lo que ocurre en la Argentina es obra de la casualidad. Los amargos frutos que cosechamos son consecuencia de las semillas de odio que sembramos desde hace décadas, práctica que de una u otra forma comprende a importantes segmentos de la ciudadanía y, sobre todo, a los que apuestan su suerte personal a la persistencia de la grieta. Invariablemente, las propuestas racionales son arrasadas por los pensamientos extremos, que suman capas y capas de destrucción de oportunidades y alternativas de reconciliación.
La génesis de esta patología requiere de un análisis mayor al que se puede hacer en pocas líneas. Por lo tanto, me quedaré en el hoy, sin perjuicio de que el pasado esté implícito en los razonamientos.
A fines del año anterior se me pidió que esbozara una visión prospectiva sobre lo que podía ocurrir este año. Y acepté el convite sabedor de los márgenes de error que suelen ampliarse por la intervención de hechos imprevisibles, pero también por la reiteración de fórmulas que acreditan repetidos fracasos a lo ancho y largo del mundo. Pese a todo, dije que aún con herramientas de mediados del siglo XX, la Argentina iba a tener un mejor año que el pasado, pronóstico que parece confirmarse con la estimación de un crecimiento del 5,5 por ciento pese a la increíble acumulación de errores. Lo preocupante, más allá del rebote, es el imparable crecimiento de la pobreza.
Entre tanto, la cifra de la recuperación podría haber sido mejor si se hubieran cumplido los anuncios de vacunación realizados por Alberto Fernández en diciembre de 2020. O si se hubiera ampliado el abanico de negociación de vacunas sin prejuicios ideológicos o beneficios especiales para tripulaciones de Aerolíneas Argentinas sobre los derechos del conjunto de la población. Pero es inútil pedirle peras al olmo.
Estos desvíos del programa inicial por causas políticas tienen ahora y tendrán en los meses por venir, más víctimas de las previstas, y un costo mucho mayor para el Estado. Hay que recordar que el ministro Guzmán ha dicho que el plan económico del gobierno está definido en el Presupuesto. Pero el ritmo de inflación en el primer trimestre preanuncia que la meta anual será cómodamente rebasada. Esta realidad tendrá efectos en cascada sobre la negociación de las paritarias y sobre el valor de las asignaciones jubilatorias y el conjunto de pasividades que el tesoro nacional atiende cada mes. Cuando un diente de la cadena se rompe, el funcionamiento integral de los engranajes públicos se descompensa.
A la vez, con la segunda ola de Covid-19 también queda enervado el cálculo de costos de atención de la pandemia, que se había estimado a la baja por la señalada caída de los contagios en los últimos meses del año pasado. El cuadro de negatividades se completa con el regreso de las restricciones para circular, medida en parte comprensible, pero que hiere a la actividad económica y, seguramente, cortará la secuencia positiva de aumento de la recaudación por encima de la inflación en los últimos meses. En consecuencia, el gasto público volverá a crujir.
Para colmo de males, Cristina Kirchner ha saboteado con éxito el empeño de Martín Guzmán para llegar a un pronto acuerdo con el FMI, que oxigene los vencimientos y permita la obtención de fondos frescos. La vicepresidenta, que se enreda a menudo con utopías inasibles, y sacrifica soluciones reales en el altar de fantasías simbólicas, le ha puesto freno al ministro con un ojo en las elecciones de medio término. Sus temores personales pesan mucho más que los remedios para el conjunto. La urgencia y el cálculo, desplazan las consideraciones de fondo. Por eso, lo que podría haber sido mucho mejor, aun con un gobierno que cercena derechos y muestra una indisimulable deriva autocrática, va a ser bastante peor de lo que podía esperarse. Estamos atrapados en las redes del virus y de una política con olor a cosa vieja.
El virus, en su sencillez biológica, se parece a nuestros integristas de cada día, blindados en sus dogmas e impermeables a cualquier idea, propuesta o alternativa que no esté inscripta en su genoma.
Para el virus, la única verdad es una célula cálida y receptiva; para el militante clonado, la única verdad es la voluntad del jefe o la jefa traducida en consignas de fácil registro.