Por Bárbara Korol
"Los relojes de mi alma parecen detenerse y me voy amalgamando con el tiempo, desandando los rumbos del pasado, evocando las verdades más profundas escondidas en mi memoria líquida y fugaz".
Por Bárbara Korol
Un dolor agudo no me deja respirar. Cada vez que inspiro un poco de aire, una punzada me comprime el pecho. Casi no puedo moverme. Al menor intento de levantarme una contracción intensa envuelve mi cuerpo frágil y lo quebranta. El ardor es infinito y quema la carne y la esperanza. Me quedo inmóvil, en silencio, con toda la noche y sus estrellas yaciendo sobre mí. En este instante, cuando la soledad compañera se vuelve mi enemiga, en que tantas ausencias forman una hendija por donde se puede hilar la muerte, siento que mis latidos se van a abreviando con una cadencia gastada y sofocante. Los relojes de mi alma parecen detenerse y me voy amalgamando con el tiempo, desandando los rumbos del pasado, evocando las verdades más profundas escondidas en mi memoria líquida y fugaz.
Me refugio en los rincones de la infancia, en los sabores que habitaban la cocina de mi abuela, en los juegos y las charlas revoltosas con mis hermanas, en los cuentos de mi madre que se desvanecían en su voz cansada cuando las luces de la casa se apagaban. Me aferro a los momentos inolvidables que llenaron mis días de alegrías y de ternura. Como una añoranza remota, vibran en mi oído las canciones de mi abuelo, puedo descubrir sus ojos pardos suspendidos en la eternidad, queriéndome desde los perpetuos arcanos del universo. Sin embargo no veo ninguna luz. No hay túneles incandescentes que me invitan a transitar un sendero celestial. Tal vez no estoy muriendo. O quizás sí, pero no quiero darme cuenta. Una lágrima hiere mi rostro por ese hombre noble y amable que tanto amé y tanto me amó, por todos los sueños, por toda la pasión, por toda la belleza que engendramos.
Ahora escucho que afuera llueve. Tornado, mi gato favorito, se sube a la cama y se acurruca a mi lado. Me aflige no poder acariciarlo, pero su ronroneo tibio me calma y me da paz. Me voy adormeciendo en esa música colmada de nostalgias imperfectas y dichosas, mientras una tenue claridad invade lentamente la sinuosidad de mi conciencia.
Amanece y casi puedo rozar con mis finos dedos el alba que se recuesta sobre la manta. Mis párpados se entornan con dulzura de pétalos maduros. Deseo que todo sea una quimera onírica, una invención mordaz de mi mente fantasiosa, el juego macabro de los duendes que encantan este bosque mágico y austral… quién sabe, tal vez en un segundo un perfume inmortal se rompa sobre mi esencia, el embrujo se evapore como una ilusión errante y todo vuelva a comenzar.
Me refugio en los rincones de la infancia, en los sabores que habitaban la cocina de mi abuela, en los juegos y las charlas revoltosas con mis hermanas, en los cuentos de mi madre que se desvanecían en su voz cansada.
Amanece y casi puedo rozar con mis finos dedos el alba que se recuesta sobre la manta. Mis párpados se entornan con dulzura de pétalos maduros. Deseo que todo sea una quimera onírica, una invención mordaz de mi mente fantasiosa.