Con su triunfo, la selección nacional de fútbol nos ha dado una lección. Nos enseña que el trabajo sostenido en función de una idea puesta a prueba en el ejercicio cotidiano, la inteligencia de cambiarla si la experiencia práctica lo aconseja, la capacidad de organización y el apego a las normas internas (el sostenimiento, durante semanas, de la burbuja sanitaria del plantel completo, incluido cuerpo técnico y auxiliares); el espíritu de equipo, que para ser tal debió dominar el germen de las subjetividades y los eventuales celos y envidias que podían corroerlo, han demostrado en su conjunción la potente capacidad de traducir el sueño común en logro efectivo.
En el grupo de la selección nacional, ninguno se adelantó en la cola por influjo del favor espurio. Lionel Scaloni dejó sentada la premisa con claridad: "Nadie tiene el puesto asegurado". Para conseguirlo, había que hacer mérito a través de la entrega, el esfuerzo y la conducta como sustento de las condiciones naturales y adquiridas. No bastaba con el talento y, menos, con la eventual influencia de padrinos. El derecho a jugar había que demostrarlo y sostenerlo en la cancha, con cada partido. Y como la regla era clara, la competencia interna fue sana. Entraba el que estaba física y psicológicamente mejor. Todos hicieron lo que tenían que hacer, y jugadores acreditados cedieron su lugar a jóvenes empeñosos cuando las circunstancias del juego lo reclamaban. Nadie puso mala cara o hizo gestos fastidiosos cuando llegaba el momento del reemplazo, o de una opción que lo dejaba fuera del partido. Cada uno esperó su turno, y si la ansiada convocatoria al terreno de juego no llegó, procesó internamente su expectativa insatisfecha desde el banco de suplentes sin retacear el apoyo al despliegue de sus compañeros, que en la cancha defendían los colores de la camiseta que simboliza la pertenencia al conjunto. Al cabo, el proyecto de ganar la Copa América, se convirtió en una escuela de método, humildad y mérito. Y ahora, la victoria deja enseñanzas que se pueden aprovechar. Ahí está, como experiencia adquirida, el esquema táctico, de fructífera plasticidad, que se ajustaba a cada encuentro, de acuerdo con las características del oponente, de sus fortalezas y debilidades. Nada más alejado del dogma rígido, que no resiste los embates de la realidad dinámica y multiforme, aunque pretenda aprisionarla con cepos que la comprimen hasta el punto del estallido.
Nos hacía falta algo así; lo atestigua el grito catártico de millones de argentinos que en sus casas y en las calles celebraron un gran triunfo en medio de tantas derrotas cotidianas. Y ese testimonio de reconocimiento al triunfo, también lo es, razonado o no, al mérito que el equipo hizo para obtenerlo; al sacrificio del conjunto en pos del objetivo, a la superación de los dolores físicos propios de la alta competencia, y de los sentimientos personales de soledad y nostalgia íntimas durante el encierro.
Qué lejos quedan estas realidades de las proclamas contra el mérito del mustio presidente Alberto Fernández; cuán lejos de la falta de exigencias educativas que deberían crear las bases de futuros mejores. Lejos, por cierto, de todas las formas del demérito que se exaltan como señuelos políticos para compatriotas abandonados en las banquinas de la sociedad. Muy lejos, sin duda, de la política explícita de liberación de presos en nombre de una humanidad activada por el cálculo y enarbolada a contramano de lo que efectivamente piensan y sienten sus autores intelectuales. En el fondo, sólo los mueve un resentimiento indomable contra las amplias franjas de la sociedad que cuestionan al gobierno; que critican su desempeño y les niegan su voto.
El mérito, como he escrito antes, es un valor estimulante del esfuerzo personal y un motor de la productividad social, que no debe confundirse con la meritocracia, otro vocablo de igual raíz, pero distinto significado. La palabra meritocracia refiere al poder del mérito, concepto que conduce al gobierno de los mejores. Y esta forma de gobierno nos introduce en una problemática más compleja relacionada con la indefinida noción de "lo mejor", comparativo de superioridad que nos puede llevar a callejones sin salida.
Una cosa es haber hecho mérito para lograr reconocimiento en competencias deportivas, en pruebas de conocimiento, o en la efectividad del trabajo cotidiano; otra, distinta, es concluir que quien lo ha logrado en determinado plano de actuación, es el mejor en todo sentido. Se puede ser un genio perverso o un extraordinario atleta golpeador. El alto desempeño intelectual o deportivo, no garantiza la condición de buena persona. El mérito es un positivo movilizador personal y social; la meritocracia, como todo sistema de poder atado a una cualidad excluyente, lleva implícito el germen de la superioridad con su carga de peligrosas derivaciones. Por eso es necesario separar los conceptos.
Hablando de confusiones conceptuales, hoy lo vive en carne propia el kirchnerismo, fracción dominante del frente político que gobierna la Argentina, en cuyo discurso es un concurrido lugar común la diatriba contra la oligarquía, sin advertir que hoy, en nuestro país, ese sector encarna la única que existe. Atacan apellidos de antigua data, cambian los nombres de calles y lugares públicos, denuestan a figuras retratadas en cuadros que cuelgan olvidados en paredes de viejas instituciones, modifican el emplazamiento de monumentos que evocan a personajes que detestan, los denigran con leyendas agraviantes, transforman textos escritos por otros en otros tiempos, invaden Wikipedia con sus versiones faccionales. Hacen, en suma, todo lo que, según enseña la historia, hace una oligarquía con delirios de eternidad.
En el camino hacia ese espejismo, crean un Estado bulímico que se atraganta con impuestos irracionales para padecer luego el hambre que él mismo provoca por la caída de ingresos en extensos sectores ciudadanos, a los que, dicho sea de paso, no duda endosarle nuevas cargas, cada día más insoportables. Y mientras esa nueva oligarquía se guarece bajo el alero del "Estado presente" mediante el cobro puntual de dineros públicos, no duda en ajustar el gasto con los jubilados -biológicamente indefensos-, y con tantos argentinos librados a la intemperie del cuentapropismo y el monotributo. Entre tanto, endilgan a otros con violencia el odio que les quema las entrañas, sin advertir que están hablando de sí mismos.
Fue lo que le ocurrió días pasados al jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, inhábil orador que, para estar a la altura del kirchnerismo, como antes ocurriera con Amado Boudou, intensifica en cada intervención su tono prepotente y descalificador respecto de los que piensan diferente.
No imaginaba el joven de la melena cuidadosamente despeinada, que le saldría al cruce "El Dipy", nuevo filósofo popular surgido de la cumbia villera y el municipio de La Matanza, quien con certera picardía barrial hizo blanco con su dardo político en el talón de Aquiles de esta Argentina empobrecida: "Desde 1943, los Cafiero viven del Estado".
El mérito es un positivo movilizador personal y social; la meritocracia, como todo sistema de poder atado a una cualidad excluyente, lleva implícito el germen de la superioridad con su carga de peligrosas derivaciones. Es necesario separar los conceptos.
El kirchnerismo transforma textos escritos por otros en otros tiempos con sus versiones faccionales. En el camino hacia ese espejismo, crean un Estado bulímico que se atraganta con impuestos irracionales para padecer luego el hambre que él mismo provoca.