Las transformaciones del siglo XXI, aceleradas por una persistente pandemia que produce encierro, angustia, enfermedad y muerte, nos sume en una inesperada adaptación para la sobrevivencia. También nos somete por la fuerza a una interminable dieta de actividades económicas proveedoras de nuestro sustento cotidiano. En consecuencia, a la patología biológica, que amenaza nuestra vida, se suma la privanza de recursos que enferma nuestra psiquis y nos conduce a la desesperanza. Estamos presionados por una pinza existencial que pone a prueba nuestra resistencia. No es la primera vez que ocurre en la historia de la humanidad. Muchas crisis con estos componentes u otros, igualmente destructivos, han jalonado desde antiguo la vida del hombre en el planeta. Pero lo nuevo, lo distinto, son las magnitudes del fenómeno, porque nunca antes hubo tantos habitantes en la Tierra, ni tantos vínculos que, para bien y para mal, tejen una red de dimensiones extraordinarias. Nunca antes se dispuso de los actuales niveles de vinculación física, ni de las tecnologías de conectividad instantánea que ahora suprimen la distancia y comprimen el tiempo-espacio. Por los circuitos físicos viajan los virus a velocidades inusitadas, y por las redes informáticas circulan los aprendizajes y saberes de la humanidad, pero también las peores intenciones, los señuelos para incautos, las noticias falsas y todas las excrecencias del lado oscuro de nuestra humana condición.
En este marco general, la Argentina es uno de los países que más sufre la interacción de estas patologías, porque su sistema inmune está debilitado en extremo. Nuestra autosuficiencia de otros tiempos nos ha empujado década tras década hasta el borde del abismo. Mientras se corroían de a poco los pilares de la República que nos hizo grandes, apelábamos a frases viejas para restañar fisuras en la confianza. Así, era común escuchar: "La Argentina se salva con una buena cosecha", o "La Argentina (su naturaleza) recupera durante la noche lo que los argentinos destruimos durante el día". Quizás sin advertirlo del todo, esas frases cínicas y autocomplacientes preludiaban la gestación del desastre. Las frases astutas aliviaban de momento nuestra preocupación y, a la vez, demoraban las respuestas que los cambios del mundo y de nuestra sociedad requerían. La Tierra Prometida de fines del siglo XIX y comienzos del XX, se convertía, con el paso de las décadas en el Infierno tan temido, con una caldera social en permanente ebullición.
Hace rato que el crecimiento vegetativo supera al productivo; los comensales aumentan y la torta a repartir permanece aproximadamente igual, por eso las porciones son cada vez más chicas, y ahora ya no alcanzan para todos. De allí los miles de piquetes que cada año entorpecen la vida de las ciudades grandes; y afectan el trabajo, las actividades industriales y comerciales, y la recaudación pública; en suma, la generación de los recursos que se necesitan para mitigar los efectos deletéreos del empobrecimiento general, empezando por el de los piqueteros.
En esta decadencia sin freno, no todos están preocupados. Los ideólogos del "cuanto peor, mejor" se frotan las manos. El pobrismo como teoría, exaltada por Fidel Castro después del fracaso económico de una revolución que, al comienzo, proclamaba que su productividad colectiva y su tasa de crecimiento superarían con holgura a las de los principales países de Occidente, constituyó una urgida adaptación a la dura realidad de una pobreza creciente. Como la profecía de la cornucopia comunista quedaba desmentida por la involución económica, la indeseada pobreza pasaba a convertirse en una compartida virtud moral que alumbraría al mundo. El hombre nuevo nacía dignificado por su pobreza; la escasez ennoblecía, mientras la abundancia corrompía hasta el tuétano a los cerdos capitalistas.
Es lo que refrescó Cristina Kirchner en Cuba, mientras sus bienes perdían valor en el mercado (por razones vinculadas con las intervenciones administrativas establecidas por la Justicia, pero también por problemas de imagen de la vicepresidenta de la Nación). El ejemplo más claro es el hotel boutique "Los Sauces Casa Patagónica", en El Calafate, respecto del cual Cristina intentó sin resultado que se le otorgase la máxima calificación de siete estrellas, y que hoy, cerrado, acumula deterioros físicos y una deuda superior a los siete millones de pesos en concepto de impuestos, tasas y servicios. Éste y otros hoteles e inmuebles de alquiler del patrimonio familiar, fueron embargados en distintas causas judiciales incoadas por presuntas conductas ilícitas al frente del Estado.
Esos padecimientos judiciales reactivaron sus juveniles reflejos antiimperialistas de la época de estudiante en la Universidad de La Plata. Y, como nueva profetiza, anunció que el final del capitalismo estaba próximo, en tanto que ahora, en un nuevo giro, afirma en las tribunas de la campaña preelectoral, que luego de la pandemia, los ricos serán más ricos y los pobres más pobres. Como se ve, la dama cambia de pronósticos según sus propias circunstancias y estados emocionales. Lo que sin embargo permanece estable es su ego, la íntima percepción de ser quien maneja los hilos de la trama interna del Frente de Todos y, en buena medida, del país.
Es cierto que el capitalismo presenta problemas de diverso tipo. El primero de ellos es que, cada vez más, concentra en pocas manos la riqueza del planeta. Y la hiperconcentración del poder económico, es equivalente de la hegemonía en política. Son dos clases de monopolio que tienden a converger, lo cual representa un problema de colosales dimensiones sociales. Hacia el futuro se abren interrogantes respecto de lo que ocurrirá con el trabajo humano, acechado por la evolución de la robótica y la Inteligencia Artificial; y el ambiente, impactado de continuo por el aumento de la población, la generación de detritos contaminantes y sus efectos sobre el clima y la cadena trófica. La enumeración de las consecuencias negativas supera el espacio de esta página, pero también es cierto que la energía innovadora del capitalismo se mantiene fuerte, y que su vitalidad en los distintos campos del conocimiento impide darlo por terminado.
Los deseos políticos, confesados e inconfesados, así como los estados emocionales alterados, también contaminan los análisis y juicios de quienes compiten por el poder. El agobio producido por una situación que se vuelve inmanejable, sin duda incide en las profecías de Cristina Kirchner y de su eco, Alberto Fernández, con relación al final del capitalismo y la superioridad moral del pobrismo. El fracaso político y la imparable creación de pobreza, invitan a sacar estas conclusiones mañosas. El uso discursivo de generalidades incomprobables es un recurso evasivo de vieja data. Pero no soluciona los problemas. Los agrava.
En la Argentina, la frecuencia de los ciclos críticos se acorta cada vez más, porque el país está devastado. Salvo los competitivos sectores de la producción agropecuaria y la agroindustria, más segmentos de la informática y la biotecnología, la mayoría de las actividades están hundidas. En el sector privado la contratación de trabajo está congelada desde hace al menos una década, en tanto que el ingreso continuo de empleados al sector público desequilibra las cuentas del Estado, que cada día inventa nuevas gabelas. Además, la emisión sin respaldo aumenta. La fábrica de pobreza funciona a pleno. Es tiempo de patologías más resistentes que la que provoca el adaptable coronavirus.
A la patología biológica, que amenaza nuestra vida, se suma la privanza de recursos que enferma nuestra psiquis y nos conduce a la desesperanza. Estamos presionados por una pinza existencial que pone a prueba nuestra resistencia.
Hace rato que el crecimiento vegetativo supera al productivo; los comensales aumentan y la torta a repartir permanece aproximadamente igual, por eso las porciones son cada vez más chicas, y ahora ya no alcanzan para todos.
La hiperconcentración del poder económico, es equivalente de la hegemonía en política. Son dos clases de monopolio que tienden a converger, lo cual representa un problema de colosales dimensiones sociales.