El hombre nuevo no depende de una decisión política sino de una evolución plagada de dificultades, biológicas y culturales, con alentadoras "idas" y decepcionantes "vueltas". Es, también, el ingrediente natural de una concepción utópica que persiste en contemplar las nubes de Úbeda en vez de poner los pies en la tierra.
El argentino Ernesto "Che" Guevara fue quien, en términos modernos, creó la categoría política del "hombre nuevo", y produjo un terremoto de adhesiones, particularmente en ámbitos universitarios de distintas partes del mundo. Era el insumo que la política necesitaba para intentar construir en el terreno de los hechos, esquivas utopías de una nueva humanidad imaginada desde siglos anteriores por autores diversos. Entre ellos, algunos intelectuales que participaron de la revolución rusa en octubre de 1917, en especial León Trotski, quien llegó a afirmar que "la especie humana, el perezoso 'Homo sapiens', ingresará otra vez en la etapa de la reconstrucción radical y se convertirá en sus propias manos en el objeto de los más complejos métodos de la selección artificial y del entrenamiento psicofísico. El hombre logrará su meta... para crear un tipo sociobiológico superior, un superhombre, si se quiere". En su profecía, el hombre nuevo soviético, construido por la revolución, sería "un arquetipo ideal de persona con cualidades altruistas y socialistas". Hoy Vladimir Putin gobierna la Federación Rusa con mano de hierro, y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) ha desaparecido.
A su turno, el "Che" Guevara anunció que la revolución cubana, al liberar al hombre nuevo de las cadenas del individualismo capitalista, generaría, por la fuerza del conjunto y la univocidad del objetivo, tasas de crecimiento económico superiores a la de los EE.UU., y de cualquier otra economía que se conociera. A suficiente distancia de aquellas palabras, más próximas a la posesión iluminista que a las realidades de la condición humana, sabemos que millones de cubanos se fueron de la isla, que los que se quedaron sobrevivieron merced al financiamiento de la URSS en los tiempos candentes de la Guerra Fría, y que hoy ese país es uno de los más pobres de Latinoamérica.
Las teorizaciones sobre el hombre nuevo y la transformación de las utopías humanistas en realidades socialmente consistentes, prenden de gajo en el ánimo de muchos jóvenes insatisfechos por los claroscuros del mundo y el divorcio, cada día más peligroso, entre las promesas de los que mandan y las pobres cosechas de logros sociales que ofrecen ciclos políticos cada vez más decepcionantes.
Hombre nuevo y utopía, se corresponden en el mundo de los sueños. La palabra utopía (en latín, "no lugar") fue creada por Tomás Moro, hombre de pensamiento y lord canciller del rey de Inglaterra Enrique VIII, quien perdió su cabeza de católico convencido por contradecir la voluntad de la Corona. Él fue el autor del libro "Utopía", publicado en 1516, nutrido por los relatos fantásticos del "Mundus Novus" de Américo Vespucio, que nos atañe, porque no es otro que América. Moro (More) ambienta su comunidad imaginaria y perfecta en una isla desconectada del continente europeo, organizada según los mejores ideales de la filosofía clásica y las enseñanzas del cristianismo, con una disposición urbana basada en la matemática platónica para asegurar la igualdad de sus habitantes.
En busca del hombre nuevo, algunos se remontan a la figura de Jesucristo, que ofreció su vida y perdonó a sus asesinos "que no sabían lo que hacían", máxima expresión de entrega y amor por los demás. A su turno, Guevara invirtió la polaridad de aquel ejemplo, y en nombre de la revolución, predicó "el odio como factor de lucha" y convocó a sus seguidores a convertirse -llegado el momento- en una "selectiva y fría máquina de matar" (último mensaje público en 1967).
No reparaba que "el hombre nuevo", así concebido, no era más que una variante singularmente brutal del hombre de siempre. El que, desde la noche de los tiempos, había matado a otros por temor e instintos de supremacía. Variaba la causa esgrimida, pero el olor a sangre derramada era el mismo.
En la huella de este Guevara con rasgos psicopáticos, frío exterminador de "contrarrevolucionarios", distintas organizaciones de jóvenes armados, entrenados en Cuba, intentaron crear en la Argentina una sociedad nueva de la noche a la mañana, redimida de su ignorancia y ceguera por la violencia y la muerte. En su obnubilación revolucionaria, en su convencida superioridad moral e intelectual, en su alucinado humanismo, que no podía detenerse en medios para concretar en la tierra el postergado Paraíso imaginado en tantas utopías, muchos de sus seguidores desataron una ola de violencia que los terminó consumiendo. En su proyecto de toma del poder impulsaron el terrorismo, que "envenena los conflictos, llevando la violencia (y a la confusión conceptual) hasta los extremos." El texto entrecomillado pertenece a Héctor Leis, un exmontonero crítico de lo ocurrido (y ya fallecido), en su libro "Un testamento de los años 70. Terrorismo, política y verdad en la Argentina".
En su ensayo, Leis, testigo calificado de lo que ocurría en el interior de la organización guerrillera que integraba, intenta una reflexión que va mucho más allá de las consignas reduccionistas del enfrentamiento armado que sembró el terror y la división en la sociedad argentina desde fines de los 60 hasta los primeros años de los 80.
En uno de sus tramos, escribe Leis: "El potencial terrorista de los Montoneros era imposible de prever. Existía un cálculo inconfeso de medio millón de víctimas -entre prisiones y fusilamientos-, que serían necesarias luego de tomar el poder para que el socialismo pudiera sobrevivir rodeado de un cerco de países capitalistas subordinados al imperialismo (la receta de Guevara). Un miembro de la conducción regional de Montoneros enunció esa cifra con total naturalidad en 1974, como respuesta a mi pregunta sobre las primeras tareas de la revolución triunfante." El combustible para llevarlo a cabo era el odio macerado en prédicas, lecturas y prácticas unidireccionales.
Desde la asunción de la presidencia de la Nación por Néstor Kirchner en 2003, y particularmente en los dos períodos de gobierno de Cristina, la reivindicación simbólica de Montoneros a través de indemnizaciones, apoyo económico a proyectos de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, construcción de memoriales y, sobre todo, designación de exguerrilleros en organismos del Estado expresan su urgido acercamiento a sectores retroprogresistas arropados en un humanismo herrumbrado.
Hoy, quienes ejercen el poder castigan a diario con decisiones discriminatorias, parciales, recurrentes, a personas y sectores que piensan diferente. No les alcanza con perjudicarlos mediante DNU presidenciales e iniciativas legislativas que se sancionan con el apoyo de aliados circunstanciales en un país centralizado. Además, lo hacen con odio, sentimiento que, en una pirueta táctica, adjudican a los opositores, tal como indican los manuales de guerra mediática gestados en Cuba y Venezuela.
La utopía de la que Cristina hablaba con frecuencia en sus períodos presidenciales y las fantasmagorías del hombre nuevo imaginado por Guevara como insumo de la lucha política, contrastan ahora con las evidencias del fracaso argentino en clave populista. Los crudos indicadores de pobreza estructural y el desaliento de sus sectores más dinámicos, se conjugan en una hipoteca social difícil de levantar.
Las teorizaciones sobre el hombre nuevo y la transformación de las utopías humanistas en realidades socialmente consistentes, prenden de gajo en el ánimo de muchos jóvenes insatisfechos por los claroscuros del mundo.
"El hombre nuevo" no era más que una variante singularmente brutal del hombre de siempre. El que, desde la noche de los tiempos, había matado a otros por temor e instintos de supremacía. Variaba la causa, pero el olor a sangre era el mismo.