Siempre es riesgoso hablar de más, porque tiene consecuencias, máxime en este presente hipercomunicado y políticamente caliente, en el que cada palabra es escrutada en busca de su arista vulnerable.
Asistimos a una insólita comedia de enredos comunicacionales en la que el hilo conductor es la persistente falta de prudencia institucional.
Siempre es riesgoso hablar de más, porque tiene consecuencias, máxime en este presente hipercomunicado y políticamente caliente, en el que cada palabra es escrutada en busca de su arista vulnerable.
Como escribí días pasados, uno de los que pagó cara su inercia verbal fue el presidente de la Nación, Alberto Fernández, puesto en cuarentena discursiva por su consultor catalán, Antoni Gutiérrez Rubí. Lo paradójico, sin embargo, es que mientras él reducía su exposición al dislate, le transfería la responsabilidad a su flamante portavoz, Gabriela Cerruti, que más que hablar por él, habla por sí misma. En consecuencia, asistimos a una insólita comedia de enredos comunicacionales en la que el hilo conductor es la persistente falta de prudencia institucional.
Luego de una escalada de violencia verbal producida al calor de la reciente campaña preelectoral, días pasados ocurrió lo que muchos preveían que podía pasar: el deslizamiento de la agresión del plano de las palabras al terreno de las materialidades. El hecho fue un ataque incendiario con ocho bombas Molotov contra la entrada principal del edificio del Grupo Clarín, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La acción, protagonizada por nueve personas encapuchadas, fue más espectacular que eficaz, pero cumplió con el objetivo intimidatorio de advertir que nadie está a salvo en la Argentina de estos días. Y que, por lo tanto, el periodismo debe cuidarse de lo que dice.
Desde hace meses, una larga lista de dirigentes del Frente de Todos, empezando por Cristina y Máximo, venían cargando las tintas contra el periodismo crítico, aunque alentaban en el conjunto de medios oficialistas la crítica permanente contra empresas y referentes de lo que el gobierno califica de medios hegemónicos.
Si bien se mira, nadie expresó mejor su voluntad hegemónica que Cristina Fernández de Kirchner. Ocurrió en Rosario, el 27 de febrero de 2012, mientras hablaba, Mónica Fein, por entonces intendente de la ciudad del sur, quien exaltaba el significado de la bandera en un nuevo aniversario de su creación en la barranca donde se erige el monumento que le rinde el homenaje de los argentinos. A su lado, la reelecta presidente de la Nación, ignorando el discurso de la dueña de casa, gestualizaba con sus expresivos labios un mensaje de complicidad con sus militantes: "Vamos por todo, por todo".
Esa es la hegemonía que se construye desde el poder, en tanto que el vocablo es inaplicable al periodismo, espacio en el que sí puede hablarse de la preeminencia de determinados medios, elegidos cotidianamente por lectores y audiencias que pueden revocar su preferencia en el momento que lo consideren necesario u oportuno. No hay allí acto alguno de imposición; la realidad muestra que, lejos de concentrarse, los medios de comunicación se han multiplicado de la mano de la revolución digital y el continuo crecimiento de las redes sociales. La única hegemonía real y temible es la que se genera desde el poder de imperio del gobierno-Estado sobre ciudadanos que devienen súbditos.
En su excitación por el comienzo de un nuevo ciclo presidencial, al que había accedido con amplio respaldo popular, Cristina, que nunca fue tímida, expresó en público lo que pensaba.
Cabe decir al respecto, que la obsesiva búsqueda de la totalidad es el anticipo de una intención política totalitaria. Una cosa lleva a la otra. Y nadie lo ha manifestado con tanta claridad como Cristina, acompañada por intelectuales próximos a su pensamiento que promueven el reemplazo de la Constitución Nacional por un cuerpo normativo de raíz "popular" (al estilo de Venezuela) y una radical transformación del Poder Judicial por vía eleccionaria.
En este clima de ambiciones irrefrenables y odios cerriles, la ciudad de Buenos Aires ha sido y es el escenario cotidiano de las más diversas protestas políticas y sociales. La más grave, porque apareaba un intento de golpe institucional con la activa participación de diputados de la oposición, fue el violento ataque contra el Congreso a fines de 2017 cuando se trataba una nueva fórmula jubilatoria. Pero luego del cambio de gobierno, en 2019, pacíficos banderazos de variopinta composición frente a preocupantes iniciativas del oficialismo, dieron lugar a toda clase de descalificaciones por parte de funcionarios y seguidores del gobierno. La más brutal, envuelta en un celofán de aparente humor negro, fue la vertida por Dady Brieva en una entrevista, cuando dijo que le hubiera encantado tener un camión para jugar al "bowling" con los opositores que se habían manifestado en la Av. 9 de Julio. Revelador subconsciente, alimentado por los trágicos hechos de Barcelona, Niza y Berlín, donde decenas de ciudadanos murieron atropellados por camiones conducidos por terroristas islámicos.
No satisfechos con sus descalificaciones y fantasías tanáticas, agregaron un producto discursivo envasado en la Venezuela de Chávez y Maduro: la atribución del odio como fuerza movilizadora de manifestantes y periodistas críticos. Ramón Manaure, doctor en Ciencias para el Desarrollo Estratégico y profesor de la Universidad Bolivariana de Venezuela (UBV), es un habitual proveedor de conceptos para el gobierno de ese país y teorizador de lo que ocurre en sus calles, donde él observa "pequeñas marchas civiles cargadas de odio", aunque los que llenan las cárceles son los opositores.
Desde hace un tiempo, las imputaciones de odio al accionar de la oposición, son recurrentes en los ejercicios discursivos del Frente de Todos. Recuerdo bien el comienzo del cambio táctico, protagonizado por Luis D'Elia, quien pasó con rapidez inexplicable del odio confeso a la teatralizada proclama de "amor, amor, amor". Basta recordar su activo año 2008, encendido por la pelea del gobierno de Cristina con el campo. Fue la época en que, provocado por el actor y animador uruguayo Fernando Peña mediante una alusión a su color de piel, le dijo durante la emisión de DDT, un programa de Jorge Lanata en Canal 26: "Te odio Peña, odio tu plata, tu casa, odio a la gente como vos...". Y a una periodista de La Nación: "Tengo un odio visceral por la puta oligarquía que tiene las manos llenas, pero llenas de sangre de pueblo, de sangre de trabajadores… y que siempre nos quiere colocar en el lugar de los violentos."
Días pasados, en un acto de Montoneros realizado frente al Cabildo de Buenos Aires, el octogenario Roberto Perdía, ex comandante de esa organización político-militar (el otro es Mario Firmenich), manifestó que su voz era representativa de "los negros, los indios, los criollos pobres aniquilados para que la burguesía hiciera las instituciones que tenemos y no logramos romper". Y por las dudas, evocó palabras de Zaffaroni, a quien adjudicó haber dicho que la Constitución Nacional (de cuya última reforma él participó como convencional constituyente) "fue hecha sobre un genocidio". Semejante adulteración histórica, a la que luego dedicaré un análisis específico, escapa al espacio asignado a esta columna. El defensor de los presuntos mapuches violentos del sur, que ha encontrado un nuevo foco donde avivar los fuegos de una imaginada revolución, en su simplismo reduccionista para el abordaje de la historia, colabora con la reafirmación de consignas que los jóvenes repiten sin beneficio de inventario en la izquierda dura del peronismo. Ellos, que no guardan las apariencias, son los que les asignan a otros el odio que los desborda.
Es cierto que muchas cosas deben cambiar, pero en base a consensos inteligentes que creen la oportunidad de una convivencia fecunda. Por ahora, hay demasiados que se van de boca y babean odio, aunque finjan amor.