Con diciembre a la vuelta de la esquina, muchos argentinos comienzan a preguntarse cuál es el día indicado para armar el árbol de Navidad. El gesto, que combina devoción, costumbre y celebración, vuelve a repetirse cada año y funciona como punto de partida para el clima festivo que domina las últimas semanas del calendario.
En Argentina, la tradición está asociada directamente con una fecha clave del calendario católico: el 8 de diciembre, Día de la Inmaculada Concepción de María. Ese día, feriado nacional inamovible, miles de familias preparan el árbol, encienden luces y decoran sus hogares para recibir la Navidad.
Más allá del componente religioso, el armado del árbol se ha convertido en un momento familiar que atraviesa generaciones. Es el espacio donde se combina lo simbólico con lo afectivo, entre recuerdos de infancia, rituales heredados y nuevas costumbres que se renuevan cada año.
Una tradición que combina fe y celebración
El 8 de diciembre conmemora la doctrina que sostiene que María fue concebida sin pecado original. La fecha resalta los valores de pureza, fe, esperanza y caridad, que la Iglesia asocia a la figura de la Virgen. Con el tiempo, esta celebración se fusionó con prácticas familiares vinculadas a la Navidad.
El armado del árbol funciona como una antesala espiritual y emocional del 25 de diciembre. Es el punto de partida del calendario festivo, desde donde se suceden reuniones, despedidas de año y ceremonias religiosas. Por eso, para muchas familias, el “día del árbol” tiene tanto valor como la Navidad misma.
Este año, el 8 de diciembre caerá lunes, conformando un fin de semana largo que muchas familias aprovecharán para instalar el árbol con más tiempo y organizar el resto de la decoración.
De los pueblos nórdicos a los hogares argentinos
Aunque hoy es inseparable de la Navidad cristiana, el árbol tiene un origen mucho más antiguo. Historiadores sitúan su nacimiento en los pueblos celtas y en las celebraciones del solsticio de invierno. En esas ceremonias, se decoraban robles con frutas y luces para “revivirlos” y asegurar la fertilidad de la naturaleza.
En la mitología nórdica, el árbol representaba el Yggdrasil, eje del universo y símbolo de vida. A través de los siglos, estas tradiciones se adaptaron a los cambios culturales y fueron incorporadas por el cristianismo.
La figura de San Bonifacio es clave en este proceso. Durante el siglo VIII, el misionero alemán taló un roble utilizado para adoraciones paganas y lo reemplazó por un abeto, símbolo de eternidad y vida. Lo decoró con manzanas y velas, representando el pecado original y la luz de Cristo. Con el tiempo, esos elementos se transformaron en las clásicas bolitas y guirnaldas que hoy decoran los árboles modernos.
Desde entonces, el árbol asumió múltiples significados: punto de encuentro familiar, gesto de agradecimiento por el año transcurrido y símbolo de esperanza para el que comienza.