Las montañas de Avatar son reales y se esconden en el corazón de China
En el gigante de Oriente la naturaleza también es protagonista, y los envolventes paisajes son una prueba de ello. Nos adentramos en la Montaña de la Puerta del Cielo y el Parque Nacional Forestal, dos destinos para ir al menos una vez en la vida.
La ciudad se iba haciendo cada vez más chica. Los primeros rayos de luz alcanzaban a los edificios pero el espesor del aire debilitaba la vista. Acabábamos de empezar el viaje: media hora, más de 7 kilómetros de recorrido y casi 1.300 metros de ascenso. El teleférico, que ostentaba la fama de ser uno de los más largos del mundo, partía desde el neurálgico corazón de la ciudad de Zhangjiajie y llegaba a la mismísima “puerta del cielo”. Sí, así se llamaba la formación rocosa que se imponía en la cima de la montaña y por la cual esta recibe su nombre: Tianmen.
Cuando el paisaje urbano fue desapareciendo y el verde denso afloró, una de las mujeres que iba con nosotros no pudo ocultar su emoción. Faltando poco para llegar, la neblina se fue disipando y el blanco de una nevada reciente comenzó a mezclarse con los colores de las rocas y los árboles.
La puerta del cielo, majestuosa y eterna.
Ya “aterrizados”, enseguida tomamos el camino que rodea toda la montaña. No hicieron falta ni diez minutos para que mi pecho se inflara y mis ojos se cristalizaran ante semejante puesta en escena de la naturaleza. Los chinos se la ingeniaron para construir una serie de pasarelas que “flotan” al lado de la montaña, no están sobre ella. Al costado de las brutales paredes verticales, donde no hay otra cosa más que abismo, se levantan estos senderos que le permiten a uno caminar con la misma tranquilidad con la que se pasea por la vereda yendo al supermercado de la esquina de su casa.
Una de esas pasarelas es de vidrio…¿que por qué? “¿Por qué no?”, contestarían en el gigante asiático. Si se redoblar apuestas se trata, ellos son especialistas. Por menos de un dólar, te dan un protector para el calzado que funciona como antideslizante. Y de repente, ahí, bajo tus pies, la enormidad del vacío. Una experiencia que no es amiga de quienes sufren vértigo, pero que puede resultar muy disfrutable porque más allá de la sensación de estar en el aire, uno se siente seguro.
El tsunami de turistas locales puede ser un dolor de cabeza en varios de los destinos estrella que tiene el país. Aunque a veces exagerados, hay una realidad que sostiene a esos videos que se hacen virales en las redes en los que se ve a miles de hombres y mujeres de todas las edades abarrotados en, por ejemplo, la muralla china, donde una marea humana se arrastra a sí misma sin piedad ni espacio personal. Pero haber ido a la Tianmen un día de semana, en invierno y siendo temporada baja nos regaló otra vivencia: caminamos a nuestro propio ritmo, nos detuvimos tranquilos a sacar fotos y aprovechamos a hacer eso que significa “no hacer nada” pero que es lo que nutre el sentido del viaje-¿y por qué no de la existencia misma?-: contemplar.
Un paseo entre alturas y silencio.
Con la mirada hundida en lo que nos rodeaba, el cuerpo cansado pero liviano, y una respiración oscilante, avanzamos sobre los senderos. Cruzamos un puente colgante, entramos en un templo budista, dejamos huellas sobre la nieve compacta, divisamos pueblos a los que la altura hacía diminutos y nos topamos, por fin, con la cueva de Tianmen, es decir, con el porqué de todo lo que se había montado en ese lugar. 130 metros de largo, 57 de ancho y 60 de profundidad, la carta presentación de esta formación geológica que, como dijo mi hermana, parecía “unir el cielo y la tierra”.
Para llegar a ella hay que subir 999 escalones, y quien cumpla con esta hazaña recibe cinco bendiciones: abundancia, felicidad, longevidad, poder y buena suerte. La repetición del nueve no es fortuita, ya que ese número está asociado en China con la eternidad y se usa como buen augurio. La puerta de la Ciudad Prohibida de Beijing, por nombrar un caso, tiene nueve filas con nueve clavos dorados en ella.
Sin embargo, la ruta que habíamos elegido comenzaba en la cima de la montaña, por lo que primero debimos bajar por unas escaleras mecánicas para llegar al pie de la cueva, y recién ahí estaban los 999 escalones, que vimos desde arriba. Había que descender por ellos, pero como había nevado y el piso estaba resbaloso, el acceso estaba restringido. Tomamos entonces otra escalera mecánica (sí, toda esa ingeniería debajo de las rocas) para llegar hasta la base principal, donde se encuentra el ángulo desde el que se sacan la mayoría de las fotos que circulan en redes y páginas web.
Hicimos algunas postales y ya estábamos listos para dar por terminada la aventura. Otro teleférico, este con capacidad para 26 personas, aunque íbamos solo 4, nos devolvió al centro de la ciudad. Recogimos nuestro equipaje y partimos hacia la estación de colectivos para hacer un viaje corto de 36 kilómetros hasta Wulingyuan, el pueblo que funciona como puerta de entrada al Parque Nacional Forestal de Zhangjiajie, lugar que inspiró el mundo de Pandora, de la película Avatar.
Caminos suspendidos entre la niebla.
La realidad supera la a ficción, y a los efectos visuales
Fue esta obra de James Cameron una de las grandes catapultas que hicieron de este Parque un sitio mundialmente famoso, siempre presente en los “imperdibles” de las grandes guías turísticas. Aunque es algo absurdo pensar que su historia se empezó a escribir recién en 2009. Declarado Parque Nacional Forestal en 1982, el de Zhangjiajie fue el primero de su tipo en China. Además, en 2004 la UNESCO lo agregó a su lista de Geoparques Mundiales. Y si bien el turismo interno es el peso pesado de la balanza, en 2024 la zona recibió más de 1.800.000 visitantes extranjeros. Una de las causas de este boom es la política de exención de visa que China viene aplicando y ampliando a cada vez más países, Argentina entre ellos.
La entrada al Parque es válida para cuatro días seguidos, pero 48 horas fueron las que nos pudimos permitir. Las imágenes de ese jueves y de ese viernes vienen a mí en forma de rompecabezas. Hay un bosque. Los árboles son de tronco fino, ramas dispares y copas de verde opaco. Nada parece crecer desde el suelo. Es como si todo flotara. Pero no. Desde algún rincón invisible se erigen rocas enormes: en punta o rectangulares, unidas o dispersas. En ellas está el bosque.
Paisajes que parecen de fantasía.
Hay caminos marcados. Gente yendo y volviendo. Caos y calma se van intercalando constantemente. Hay un pequeño puesto que vende panes con carne de cerdo cocinados en la pared de un horno cilíndrico, y un local de hamburguesas (sí, de esa cadena). Están los monos: solos o en grupo, amigables o ariscos, tiernos o temibles, comiendo fruta o papas de paquete. Hay puentes: uno natural, los otros de hierro y madera. Y el Bailong, un ascensor exterior que tiene el récord de ser el más alto del mundo.
Más allá de todo aquello que puede ser fotografiado, el sello que me dejó el parque forestal fue su esencia envolvente. La sensación era la de ser abrazado por ese espacio que hay entre el ras del suelo y la altura de las pasarelas por las que uno camina. La enormidad y mi pequeñez, unidas ahí. Zhangjiajie no era Pandora, ciertamente no había criaturas azules volando sobre dragones. Y menos mal que no lo era, porque Zhangjiajie era real. No había pantallas ni efectos. Estaba ahí, estábamos ahí. No habíamos subido los 999 escalones en Tianmen, pero sin duda estábamos recibiendo una gran bendición.
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