Permiso, lector, para decir cosas que pueden sonar triviales. Para mí, la vida es como una estantería de almacén: cuando acomodo la parte de arriba, se me desacomoda la de la abajo; cuando ordeno la del medio, se me cae al piso lo que puse arriba y, otra vez, hay que volver a empezar. Muchas veces, tengo la sensación de que me asemejo a la Pantera Rosa en la escena de la represa que se agrieta: tapo rajaduras con las manos, con los pies y la punta de la nariz para que no se me venga encima toda la estructura y un aluvión arrastre mis sueños. Sospecho que los planetas sólo se alinean en ocasiones contadas con los dedos de una mano o en las películas.
¿Por qué hago esta reflexión? Por un lado, experimento cosas fantásticas: la Municipalidad de Santa Fe me acaba de entregar el Premio Máscara Edición 2022 (un galardón con treinta años de trayectoria y destinado a personas sobresalientes de la escena cultural local) y el concejal Hugo Marcucci ha gestionado que se me reconozca como ciudadano destacado, con una ceremonia en el Concejo Deliberante Santafesino. Todo esto me hace desbordar de alegría porque mi tarea de mediador cultural en las aulas (como docente) y en los medios (como comunicador social) no pasa desapercibida, tiene rebote y se multiplica. Recibo un guiño favorable: ¡Vamos bien, Sancho! ¡No estamos tan locos como creíamos! ¡Sigamos cabalgando!
En la otra cara de la moneda, tengo mi vivienda invadida por los albañiles. ¿Existe un estrés mayor que ese? A más de uno se le ponen los pelos de punta con solo escuchar la frase: "¡Albañiles en casa!" Y no se trata de una remodelación que hago porque me sobra el dinero o quiero embellecer aún más mi hogar. Se trata de un problema de mala praxis que afecta, principalmente, a todos los pisos que… ¡se hunden! ¿Cómo pasó esto? Mi casa es nueva; se construyó en 2015, en pleno auge del Procrear. En ese momento, cuando el afortunado propietario accedía al préstamo hipotecario, tenía que correr más rápido que la luz y la inflación para hacer que los números alcanzaran para poner en pie una vivienda. En ese entonces y como pulpos, muchos actores protagónicos del rubro construcción tomaban a su cargo varias obras en simultáneo; la mayoría de las veces, las cosas se hacían a las apuradas, a medias, a ojo de buen cubero, superficialmente. Y como dice el refrán: "El que mucho abarca, poco aprieta". En ese trajín, hubo errores propios del arte de la edificación y otros: deliberados, de mala fe, desconsiderados, sumamente irresponsables. Errores que se agigantaron por la magnitud del dinero que imprimió la ola de créditos hipotecarios y por la avaricia de algunos que, en el afán de agarrar un mango, "garcaban" a medio mundo. Quienes hayan vivido la experiencia Procrear tendrán mil historias que contar; tal vez: les robaron materiales; sus lozas se llueven "hasta en los días de sol"; la instalación del agua tiene pérdidas que se multiplican con el paso del tiempo; el portón del garaje está colocado en falsa escuadra y, para cerrarlo, hay que agarrarlo a mazazos; abren una canilla y se prende la luz de la cocina; les prometieron "llave en mano" y les cumplieron al pie de la letra (le dieron un juego de llaves pero no la vivienda).
Actualmente, tengo todos los pisos de mi casa dados vuelta. Básicamente, el terreno no había sido compactado adecuadamente y eso generó el rápido deterioro de la vivienda con múltiples expresiones como: rajaduras, hundimientos o aparición de humedad en amplios sectores. Después de haber hecho un estudio con un profesional, optamos por la solución más radical y fuimos al hueso: tuvimos que "reventar" los pisos hasta tocar suelo firme. Ahora hay que volver a: rellenar, compactar, realizar contrapisos, hacer carpeta y colocar cerámicos. Obviamente, cuando se efectúa este tipo de "operación a cielo abierto" aparecen imponderables: "¡Mire, Don, no le hicieron la capa aisladora vertical! ¡Acá trabaja el cimiento! ¡No están bien encastradas la paredes!" Y una larga lista de etcéteras que se podrían titular: "Todo esto va a salir más caro de lo calculado".
Martín Duarte junto a sus hijas Catalina -a su derecha- y Valentina, durante la entrega del Premio Máscara. "La alegría se duplica si es compartida", asegura.
En mi barrio, creen que estoy haciendo una pileta. Pero cuando les muestro y les explico, se caen de espaldas como Condorito. Veo en sus rostros un terror que no es forzado. Me miran como a un apestado que les puede contagiar algún virus más letal que el Covid-19. Creo que algunos se santiguan al alejarse. Deben pensar que estoy meado por una estampida de elefantes o cagado por una bandada de pájaros con diarrea.
Nuestra casa está "tomada" como en el cuento de Cortázar: ¡El colmo del Profesor en Letras que represento! Afortunadamente, en la adversidad, se conocen quiénes son los auténticos amigos; la gente solidaria que extiende una mano, una sonrisa y una palabra de aliento. Entre ellos, se destacan Marlene y Marcelo: dos vecinos que conocemos desde 2015 y que nos han prestado una propiedad para vivir mientras nuestra casa está "tomada". Es una vivienda muy grande que perteneció al papá de Marlene y que nos acogerá por tres meses como mínimo (tiempo estimado por los albañiles).
Tipeo esto y miro el Premio Máscara apilado junto a un montón de cajas con rótulos escritos con fibrón. Del medio de ese laberinto de bolsas y bolsos, rescato el saco y la camisa que me pondré en la entrega de la distinción como ciudadano destacado en el Concejo Deliberante. Mi cabeza ensaya mil elucubraciones: "¿Cuánto material falta comprar? ¿Cuándo llegarán los camiones de arena? ¿A qué hora viene el carpintero a desarmar los armarios y el mueble de cocina? ¿Cuánto me va a cobrar el carpintero por desarmar y rearmar? ¿Hay que pedir un nuevo container para sacar escombros? ¿Le digo al fletero que venga con uno o con dos ayudantes? ¿Cuánto tiempo antes hay que desenchufar la heladera para moverla de un lugar a otro? ¿Y si todo esto sale mal otra vez?" Improviso "mantras" que me sostienen cuando la duda o la locura me acechan: "Ya vas a ver que mañana todo estará mejor"; "Esto tiene solución"; "No te enfoqués en lo negativo"; "Lo que no mata, fortalece"; "¡Confiá en vos y en los demás! ¡Confianza, sin ser buenudo!".
Y, como si esto no alcanzara. Escucho la voz de Catalina, mi hija más pequeña, que habla con los albañiles, que se ríe y juega entre las cajas de la mudanza. Lo vive como una aventura. Está preocupada por cómo va a quedar su dormitorio. Pero también está ilusionada por vivir en una "nueva" casa. Tal vez Cata tenga razón: hay que vivirlo como un "viaje" lleno de nuevos aprendizajes y de nuevas experiencias. La belleza, la alegría y la simpleza de la infancia suelen tener las respuestas más certeras a los enredos de nuestra cabeza adulta. En la salida del Teatro Municipal, luego de la entrega del Premio Máscara, Cata me gritó: "¡Papá, te amo!" Una mujer que pasaba por ahí, como un ángel anónimo, me susurró: "¡Esos son los verdaderos premios de la vida!"
Reflexiono en monólogo interior y lo escribo acá para tenerlo muy presente: "Sí, Martín, la vida es como una estantería: estás recibiendo dos distinciones por todo el trabajo que hacés. Dos menciones que no recibe cualquier ciudadano. Pero se te desacomodó el estante de la vivienda propia: ¡Que no es menor! Ahora bien, si esperás a que los planetas se alineen para festejar o disfrutar, estás al horno. Porque nunca la dicha es completa. Estamos destinados a lidiar con la falta, a convivir con la frustración. No te autoflageles con reproches. Respirá hondo, y valorá este momento agridulce. Saborealo bien, porque la vida es una y breve. Tomorrow never knows".