El último fin de semana nuestro país celebró dos fechas importantes, vinculadas ambas con las muertes de dos luchadores por la Independencia: los generales Manuel Belgrano, fallecido el 20 de junio de 1820; y Martín Miguel de Güemes, muerto el 17 de junio de 1821 a sus jóvenes 36 años, luego de ser herido por una partida realista en la ciudad de Salta, donde había nacido.
Pero esta columna estará dedicada a la bandera nacional y su creador, Manuel Belgrano, intelectual por formación y general por necesidad, quien, en 1812, a partir del precedente de la escarapela, izará por vez primera la enseña que simbolizará a la patria en las barrancas de la villa del Rosario. Ocurrió el 27 de febrero, en el sitio donde hoy se erige el formidable Monumento Histórico Nacional a la Bandera. Allí, el entonces jefe del Regimiento de Patricios había emplazado las baterías "Libertad" e "Independencia" con el objeto de prevenir el eventual desplazamiento fluvial de tropas realistas procedentes de Montevideo, que resistía en manos españolas.
Lo interesante, porque es revelador de la intrincada mente de los argentinos, es que la ley 12.361/1938, aprobada por el Congreso durante la presidencia de Roberto M. Ortiz (1938 – 1942) para celebrar el Día de la Bandera, no fue la fecha de su creación, ni la del nacimiento de su autor, sino la de su muerte. El dato es significativo si se lo inserta en el tablero general de la historia nacional, en el que la muerte ha ejercido siempre una atracción mayor. Así lo demuestra la desaparición de grandes figuras, en las que la conmoción popular suele lavar con lágrimas y evocaciones discursivas los destratos, maledicencias y persecuciones soportados en vida por los protagonistas.
El caso de Manuel José Belgrano, nacido en 1770 en una Buenos Aires aún dependiente del Virreinato del Perú, y muerto a los 50 años en la mayor pobreza en esa misma ciudad, no escapa a esta observación. Peor aún, porque después de haber batallado hasta el agotamiento para establecer las bases de un Estado independiente, su vida se apagó en el preciso y paradójico momento en el que el ensayo de las Provincias Unidas del Río de la Plata iniciaba el camino de la anarquía y la desintegración.
Tan triste como aquel día lejano fue, para quien escribe, la reciente evocación oficial de aquella desaparición, día vaciado de sentimientos verdaderos que, para latir, presuponen el conocimiento y la valoración del prócer memorado. Pero para los jóvenes de hoy, y para muchos adultos, la distancia respecto de aquellos hechos y el creciente descreimiento en la Argentina, lleva el recuerdo de Belgrano a una zona que confina con el olvido. Sólo quedan reflejos inerciales que suelen acompañar ceremonias despojadas de emoción.
Agobiada por el puro presente, por las carencias y los miedos cotidianos, por el vaciamiento de las escuelas públicas, el desvío de los comportamientos de la dirigencia, el contagio de las conductas privadas, la epidemia de ilícitos, la anomia creciente que recuerda a los aciagos días de la anarquía, en su progresiva deconstitución la Argentina nos devuelve a los días oscuros del inicio, hace más de dos siglos.
En estas circunstancias, aunque a la memoria adormecida le cueste, es bueno recordar a Manuel Belgrano como uno de los mayores referentes morales de nuestra historia. Sin desconocer, por cierto, que como toda persona real incurrió en dudas, contradicciones, errores y violencias, mientras buscaba, a prueba y error, un sendero que pudiera consolidar el proyecto independentista en un mar de contrariedades internas y externas, y en medio de la puja persistente y a menudo sangrienta de los actores por la conducción del proceso revolucionario.
En esa trama de cambiantes disputas, el hombre de letras, el abogado y economista formado en las universidades españolas de Salamanca y Valladolid, no dudó en aceptar comisiones militares que lo alejaban del papel y la pluma, para ponerlo al frente de la campaña armada contra la reacia provincia del Paraguay, expedición decretada por la Primera Junta en el temprano 1810. Fue la misión que lo trajo a la ciudad de Santa Fe, donde del 1° al 8 de octubre se alojó en una celda del antiguo convento de Santo Domingo, días y noches en los que recibió el apoyo político y económico de numerosos santafesinos, entre ellos, los prominentes Francisco Antonio Candioti y Gregoria Pérez Larramendi de Denis, quienes lo abastecieron de caballos, mulares y vacunos para el desplazamiento y consumo de la tropa a través de sus respectivas estancias en "el Entre Ríos". Otros, pusieron sus brazos a su servicio, integrándose a su regimiento, entre ellos el joven sargento Estanislao López, quien fue capturado en la batalla de Paraguarí, derrota que definió la suerte de aquella malograda expedición.
A su regreso, peor le iba a ir a Belgrano, que fue sometido a un tribunal militar designado para analizar su desempeño, proceso impulsado por el sector saavedrista, situación que al compás del ajedrez político de la hora se terminará resolviendo a su favor con la restitución de grados y honores. Pero el mal trago anticipaba otro sumario que se le sustanciaría luego de las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, en 1813, durante su accionar como jefe del Ejército del Norte, larga campaña contra ejércitos españoles en las que previamente había obtenido las resonantes victorias de Tucumán y Salta luego de motorizar el épico Éxodo Jujeño. El año anterior, con la creación de la bandera, ya había experimentado el rechazo del gobierno de Buenos Aires. Cada paso que daba, era observado a la distancia con una severidad rayana en el encono por hombres pertenecientes a otros sectores políticos internos dentro del torrente independentista que discurría entre accidentes cada vez mayores.
En cualquier caso, su legado mayor es la dignidad de su conducta, su entrega sin límites a la causa de construir una nación, empuje que llegó hasta donde sus enfermedades se lo permitieron. Y, fuera de toda duda, su proverbial apuesta por la educación, que anticipó en décadas la prédica y las efectivas acciones de Domingo Sarmiento en ese campo. Ya en 1798, en su Memoria del Consulado, del que era funcionario, escribía: "Sin que se ilustren los habitantes de un país, o lo que es lo mismo, sin enseñanza, nada podríamos adelantar". En 1810 ratificaba aquel juicio con una frase contundente: "La patria necesita de ciudadanos instruidos". Por eso fue un claro defensor de la enseñanza pública, gratuita y obligatoria, y a ese efecto donó deudas del Estado para con él y bienes personales, disposición que, para nuestra vergüenza, tardó más de dos siglos en hacerse efectiva.
En una época de analfabetismo rampante, Belgrano abogó tanto por la educación básica como por la especializada y la técnica, orientada al trabajo y a la producción. También planteó la importancia de la educación de la mujer y la obligación para los padres de enviar sus hijos a la escuela. Y, en función de esos objetivos, enfatizó la necesidad de que los maestros fueran seleccionados por el mérito a través de concursos de oposición. Sin concesiones, buscaba los mejores maestros -que tenían que estar bien pagos- con conductas inobjetables, que respaldaran en los hechos lo que enseñaban en las aulas. Proponía, para el futuro de la patria, lo mejor, empezando por el cimiento educativo. Justo lo que ahora se deshace por razones inconfesables.