Por Luis Niel (*)


Por Luis Niel (*)
Roger Scruton, el gran intelectual inglés, nos dice que la Utopía funciona porque llena de significación la vida, demandando sacrificio y compromiso, pero con la satisfacción de que la lucha individual y colectiva responde a un sumo bien que completa las deficiencias de nuestras limitadas existencias en un horizonte de sentido pleno. Pero el gran problema que señala es que, como nos enseña la etimología de la palabra, no contiene nada real. Y podríamos agregar: se trata de un concepto que, en el fondo, suele ser el resultado de la secularización materialista de una idea con componentes claramente religiosos: sentido total de la existencia, lucha contra la injusticia y el mal, redención final, etc. Ahora, una cosa es plantear dicha estructura en el horizonte escatológico de un presunto más allá, como en el caso de las religiones, y otra muy diferente es pretender traer el cielo a la tierra. Cuando sucede esto último, nos encontramos ante el más peligroso fanatismo religioso con el que podamos encontrarnos: aquél que pretende "revolucionar" toda realidad en nombre de un ideal político. Y como se trata justamente de un ou-topos (no-lugar), de algo que carece de base real, su implementación suele conllevar (los ejemplos históricos sobran) la aplicación de un grado extremo de violencia en su afán por subvertir las relaciones materiales de la realidad existente. Y al tratarse de una forma secularizada de religión (como ya advierte Bertrand Russell con respecto al comunismo), sus recetas pretenden ser incuestionables e infalibles. Por ello, todo lo que se haga en nombre de la Utopía Revolucionaria no está sujeto a ninguna ley humana, a ningún derecho internacional universal, ni a ningún código moral. Sólo así se entiende por qué sólo la "Derecha" viola DDHH, pues la izquierda, por su misma naturaleza, se sitúa más allá de los DDHH: todo medio justifica la Revolución.
Pero bajemos la reflexión de lo filosófico a cuestiones actuales. En los últimos días, el mundo fue testigo del levantamiento quizás más importante del pueblo cubano en contra del régimen militar-policial que tiraniza la isla desde hace más de 60 años. El reclamo no era por una abstracta utopía de liberación del proletariado del yugo del capitalismo, sino que consistía en algo mucho más elemental: la gente pedía libertad. Algún pícaro marxista intentará engañarnos con el viejo y desgastado sofisma que distingue entre "libertad formal" (la del liberalismo) y "libertad real" (la marxista). Pero el pueblo cubano que arriesgó todo al salir a las calles no pensaba en meros juegos semánticos, sino en aquello que, sin la necesidad de argumentos, todos sabemos en nuestro fuero más íntimo lo que es: ser libres. En efecto, la libertad es algo tan básico que no nos damos cuenta de su valor hasta que la perdemos.
Con un profundo negacionismo y total ausencia de espíritu crítico, salvo alguna honrosa excepción, la izquierda en sus diversas facciones se alineó sistemáticamente para defender la "Utopía cubana". Fieles al viejo Credo con el que nos adoctrinan desde la infancia, las críticas se dirigieron al unísono, como era de esperar, contra el remanido "imperialismo yanqui"; caricatura intelectual para referirse, irónicamente, a la sociedad abierta, liberal, democrática y republicana, que, con todos sus vicios, ha dado más que suficientes pruebas de su superioridad no sólo político-económica sino incluso moral con relación a su contracara de izquierda.
Pero esto no debería sorprendernos, pues dicho planteamiento responde a la sempiterna lógica de religión secularizada de buscar un enemigo eterno (el capitalismo liberal) que no sería sino la encarnación del mal. Acto seguido, la izquierda y su colectivismo estructural aplica todo el peso de su ideología en disparar contra aquello que le es más renuente: la libertad humana. Por ello, más allá de sus diferencias coyunturales, todas las ramas de la gran familia de la izquierda socialista (desde el comunismo, nazismo, fascismo, hasta sus recientes versiones latinoamericanas) muestran su parentesco de familia en la elección de un enemigo en común: el liberalismo. Y allí reside su naturaleza más íntima: un profundo desprecio por la libertad humana individual en nombre de una Utopía colectivista presuntamente liberadora.
Y en nuestro país observamos también dicha lógica que defiende la Utopía Revolucionaria en contra del "temible (neo-)liberalismo". Ahora, la apología de la Tiranía cubana guarda, por supuesto, diferentes grados de responsabilidad: una cosa es su defensa por parte de un joven universitario aún confundido por el peso de la Propaganda (muchas veces fruto del adoctrinamiento por parte de sus mismos docentes), y otra muy distinta es cuando dicha defensa o bien la ausencia de condena (desde el punto de vista ético de la responsabilidad es casi lo mismo) viene de aquéllos que fueron elegidos por el pueblo, ejercen el poder del Estado y nos representan como país. Y dicha responsabilidad debería ser incluso mayor considerando que muchos de éstos se jactan de ser auténticos "paladines y un ejemplo internacional en la defensa de los DDHH". Realmente sorprendente y quizás surrealista. Pero, sin temor de abarrotar los límites de la cordura e incluso de la lógica misma, los mentados "paladines de los DDHH" no tienen el más mínimo pudor en defender y aliarse con auténticos promotores de los DDHH como Cuba, Venezuela, Nicaragua, China, Rusia o Irán, todos países modelos en cuanto al respeto por los derechos civiles, la diversidad sexual y cultural, la libertad de expresión, elecciones libres, etc. El cinismo humano a veces carece de límites.
Pero si alguien se empecina en golpear la mesa e insiste en sostener que ellos son un "auténtico modelo internacional en materia de DDHH", sólo basta con ejercitar un poco la Memoria y observar un patrón histórico que se repite desde hace décadas. Repasemos. Se trata de aquellos que, tras suscribir a la Declaración Universal de los DDHH en 1948, nunca hicieron un mea culpa por darles una cálida bienvenida a numerosos genocidas nazis; los mismos que se encargaron de fogonear y promover el terrorismo de izquierda en los 70 (¿fueron meras arengas epistolares?), y que, luego, no contentos con la poca obediencia y los desastres de las bombas, asesinatos, torturas y secuestros por parte de estos "jóvenes revolucionarios" (no recuerdo bien si eran "almas bellas" o meros "imberbes", o quizás las dos cosas al mismo tiempo), se encargaron de engendrar su contracara: el terrorismo de derecha o, con más precisión, el terrorismo de Estado durante un gobierno constitucional (¿o será que el "Genial Estadista" fue cándidamente engañado por un brujo y una bailarina?); en síntesis, se trata de aquellos que crearon las condiciones perfectas para que en 1976 llegara la dictadura, que incluso acordaron los términos del golpe con los militares y que luego, en 1983, llegaron a negociar las amnistía de aquéllos; pero claro está, como suelen repetir sus más fieles feligreses, ellos no tuvieron nada que ver con la dictadura. Sobre la base de semejantes antecedentes, no debería sorprendernos que hoy se apoye a Nicaragua, o bien se diga que no se sabe bien qué sucede en Cuba (o viene sucediendo desde hace 62 años...).
Pero volvamos al punto de partida. Este tipo de actos u omisiones hacen patente un profundo cinismo. En el momento en que la vida de millones de cubanos subyugados por un deletéreo castrismo multireciclado vale menos que la defensa de una Utopía vacía (sea ya por candidez adolescente o por oportunismo politiquero), la complicidad se torna manifiesta. Mientras se siga amparando Utopías que se cargaron a nivel mundial más de 100 millones de muertos (y sólo en el siglo XX) y que pisotearon en su camino todo tipo de libertad y de derecho, el progreso moral de la Humanidad (del que nos hablaba el genial Immanuel Kant) estará en peligro.
Es cierto que quizás las manifestaciones en Cuba no prosperen, considerando el nivel de control policial de este Estado represor. Es triste reconocerlo, pero la única opción de libertad del pueblo cubano seguirá siendo la de sobrevivir el viaje en balsa y que no los devore el mar. Pero, es muy encomiable y además un auténtico signo de progreso moral el coraje mostrado por miles de personas que, aun a costa de su vida y de su libertad (y de sus familiares), se animaron a decir basta al atropello de una Utopía tan larga como vacía, que sólo se sostiene por el más brutal y explícito ejercicio de poder del terrorismo de Estado comunista. Mientras tanto, seguramente seguiremos asistiendo a la inmoralidad y la falta de respeto por los DDHH por parte de aquellos que continúan con la apología sistemática de la Dictadura más longeva de Latinoamérica.
(*) Doctor en Filosofía por la Universidad de Colonia, Alemania.