Enero del 76, siete y tanto de la tarde, todo se oscureció en un abrir y cerrar de ojos. Vastos nubarrones fueron apagando al sol que, tozudo como siempre, daba lucha por perdurar tras el rosario de álamos del camino de ingreso.

Esa tarde, esa célebre tarde, conocí a uno de mis grandes amores: el cielo del indio, cielo del gringo y del gaucho. El cielo de la Pampa ribereña. Mi cielo santafesino.

Enero del 76, siete y tanto de la tarde, todo se oscureció en un abrir y cerrar de ojos. Vastos nubarrones fueron apagando al sol que, tozudo como siempre, daba lucha por perdurar tras el rosario de álamos del camino de ingreso.
Aún sin verlo, sentí llegar ofuscado al primo Antonio. Se detuvo frente a la puerta de mi pieza y comenzó a golpearla con pies y manos.
-Vamos, acompañame a la canchita.
-¡Va a llover! Alcancé a largarle a su espalda que ya corría para el campo.
Él, varios años mayor, manejaba mis vacaciones a su antojo; yo me engañaba pensando que lo había consentido. Salimos disparados del casco viejo de "Las tres Calandrias". Al llegar al arco de caña tacuara Antonio se tiró al suelo, ya barroso, boca arriba y con un gesto me invitó a que lo imite. Lo imité.
¡Tormenta!
Las nubes explotaban en carrera silenciosa de sur a norte; los relámpagos, arterias incandescentes, anunciaban cual marquesina un estallido siempre postergado.
Un rayo detonó en el pino alto a doscientos metros.
Con un ¡Uff! sonreímos emocionados.
Vi que Antonio se abstraía mirando el fuego en la copa del pino; yo no. Volví arriba, al cielo. El espectáculo estaba arriba.
Quería que caiga otro y cayó pero más lejos en la cañada, y luego otro sobre el bosquecito de eucaliptus.
Yo seguía en el cielo.
Descubrí el nacimiento de la lluvia, y las piedras en forma de prisma y el viento y un relincho y el grito de mi padre y me observé. Sí, sí, me observé desde lo alto, con un deseo irracional de quedarme ahí para siempre.
Esa tarde, esa célebre tarde, conocí a uno de mis grandes amores: el cielo del indio, cielo del gringo y del gaucho. El cielo de la Pampa ribereña. Mi cielo santafesino.
Por entonces comencé a preguntarme cómo fue que viví diez años sin descubrir ese cielo; mas con el paso del tiempo me di cuenta que eran muchos (la gran mayoría) quienes nunca llegaban a desenmascararlo y eso, de algún modo, me dispensó.
Hace nueve lustros que miro el cielo, no como los astrónomos, ni como lo meteorólogos, ni los astrólogos. Miro el cielo como un amante; incansable y cautivado. ¡Quizás cómo los navegantes de otros tiempos!
Ya convertido en experto, puedo decir con propiedad que me fascina el diáfano cielo azul atravesado por bandadas de aves blancas en formación "V" siempre de camino al río, tanto como aquel, sembrado de algodones de azúcar celeste y rosa navegando al capricho del viento sur.
Del mismo modo, me quita el habla por largo rato, el bélico escenario del armado de tempestades amenazantes, como el recóndito manto oscurísimo agujereado por miles de estrellas en las noches despejadas de verano.
¿No se me entiende? Es posible.
Sé muy bien que hoy se prefieren los paisajes urbanos, o los rurales o los ribereños, mucho más palpables y disfrutables; yo me quedo con el imponente marco, al fin y al cabo siempre presente. Realzándolo todo.
Y sí, confieso que cuando me canso de ver a la gente distraída, con ánimo instigador, suelo detener mis pasos en medio de la muchedumbre y levantar la mirada para contemplar nubes amenazantes, transparencias infinitas, o trazos que se ensanchan a medida que se alejan de los puntos grises en escape, aquellos que de niños llamábamos "aviones a chorro".
Pienso (sueño) que quizás algunos, cuando vean a un hombre ya viejo parado mirando al cielo, o cuando vivan desde adentro una gran tempestad o acaso, cuando lean estas improvisadas líneas, levantarán la mirada y se percatarán de la belleza singular de nuestro cielo. Nuestro cielo indio, nuestro cielo gringo, nuestro cielo gaucho. Cielo de la Pampa ribereña.
El que no cambia.
El mismo que contemplaron los primitivos habitantes, los aborígenes que vinieron luego, los navegantes que lo usaron para llegar y los inmigrantes que soñaron futuro a su resguardo.
Descubrí el nacimiento de la lluvia, y las piedras en forma de prisma y el viento y un relincho y el grito de mi padre y me observé. Sí, sí, me observé desde lo alto, con un deseo irracional de quedarme ahí para siempre.
Esa tarde, esa célebre tarde, conocí a uno de mis grandes amores: el cielo del indio, cielo del gringo y del gaucho. El cielo de la Pampa ribereña. Mi cielo santafesino.