Por Rosa García
Por Rosa García
Primer y último territorio. Gea o Gaia, Coatlicue, Mari, Freya, Parvati, Pachamama. Mujer, madre, diosa, tierra. Ella es el territorio de todas las cosas, de las historias y memorias ancestrales. En la materia de los nacimientos primigenios humanos está la arcilla. De arcilla somos, según múltiples mitologías que hablan de dioses y diosas alfareros.
Tierra-cuna, tierra-casa, tierra-cama, tierra-tumba. La tierra fértil del Nilo, el limo, alimentó y abrigó a antiguos linajes humanos. En esas planicies aluviales, los sumerios empezaron a escribir sobre la tierra que sostenía sus pasos: surgieron así las tabletas de arcilla, antecesoras de los primeros dispositivos de la memoria, los libros.
Tierra, gritó Rodrigo de Triana, y ya sabemos las suertes de desgracias que salaron la herida fundante de nuestra historia. A esa tierra le abrieron, luego, a punta de espada, puertas y caminos, la cercaron, la alambraron y privatizaron. En los inicios de la historia del capitalismo, la proverbial fertilidad de las tierras pampeanas legitimaron genocidios, etnocidios y expropiaciones que aún nos duelen. Hoy, en tiempos de monocultivo y extractivismo arden las tierras sometidas al despojo. Tierra seca, tierra quieta, tierra de noches inmensas, diría el poeta.
La historia de la primera Santa Fe se escribió con tierra, agua, fuego y viento. Se inscribió en la experiencia íntima de la arcilla ablandada por el agua, acariciada/amada/amasada por las manos, endurecida por el fuego. Se multiplicó, luego, en utensilios diversos para acompañar los trajines cotidianos. Se alzó la tierra hacia el cielo, en las paredes de tapia de tierra cruda, en los ladrillos y tejas de tierra cocida, prodigando abrigo, protección e intimidad.
La ciudad se agitó afanosa y vital durante 80 años. Luego, la mudanza. Un nuevo ciclo de las casas y las cosas. Descansó esa ciudad abandonada, quizás, en la memoria; seguro en/entre/bajo la tierra. En 1949, "la tierra excavada nos dio su secreto" (1).
Una parte de nuestra historia, nuestras colecciones arqueológicas, es una memoria de arcilla. A simple vista, estas colecciones sólo son pequeños fragmentos de objetos que ya no existen, de un tiempo humano que ya no es. Pero hay que reconocerles una existencia nueva: son el emergente, empecinado, que insiste en no ser olvidado. Ya no el plato que recibió el puchero, pero sí, el documento que habla de la tradición y las técnicas alfareras, de las relaciones sociales, de los amos y apropiados, de los/las trabajadores y sus trabajos; de la sociabilidad, de la cocina como espacio y escena, de la cocinera y los comensales, de la alimentación y las recetas, de la comida y su falta… de la tierra, el agua y el fuego, que unas manos transmutaron -trabajo, oficio, saber y arte mediante- en otra cosa. Otra, que escapó de la cocina, de la tierra que la guardó, del olvido que la arrojó al silencio y hoy nos mira desde el otro lado de la vitrina de un museo. Y hoy, dice, y nos dice.
En esta historia de arcilla guardada en las colecciones arqueológicas reside la fragilidad y la potencia de esa sustancia primera. Tan democratizador, reparador y justiciero es ese barro, que los que nada tenían, tanto nos dejaron. Por esas colecciones sabemos la historia de los muchos y muchas que con trabajo levantaron la ciudad, de aquellos que la proveyeron de todos los objetos que hicieron a esa cotidianeidad, desde el plato de comida a la música. Las manos de los alfareros y alfareras africanos y de pueblos originarios, transformaron el sustrato, trabajaron la materia y alumbraron, en la arcilla, todos los mundos expresivos que la sociedad opresiva y colonial les negaba. A través de esos objetos, su impulso vital, su huella, atravesaron el tiempo con su impronta, para decirnos, todavía, ¡Aquí estamos!
Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás, dice Atahualpa Yupanqui. Así es. Entre mirar y ver hay un abismo de percepción y emoción. Cuando miramos fragmentos del pasado, algo del orden delicadeza ocurre: la mirada no puede restituir la totalidad, pero en cambio, puede ofrecer la fina experiencia del detalle. Si aceptamos detenernos en la belleza sutil que habita el fragmento, descubriremos la síntesis que condensa y expande esa cercanía, esa complicidad sinérgica ojo/mano/barro, constitutiva de la tradición ancestral de los/las ceramistas de nuestras costas.
Para volver a mirar y ver, para que la tierra no sea tierra nomás, para celebrar la potencia creadora que vence siempre a la muerte, para encontrar en la fragilidad, fortaleza, para afirmar la vida, quizás, estas palabras en clave de metáfora, que nombra las bellezas y las crueldades de nuestra historia.
Quizá por eso, por lo que el trabajo de la metáfora puede ser sobre los males, "las desgracias", como decían los antiguos griegos (...) es el lugar en el que podemos compartir el duelo y la pérdida, no importa el signo del padecimiento. Un lugar protegido del avasallamiento mediático y la conmiseración, donde el rodeo, un método también Benjaminiano, impone una distancia ética, estética y ética a la narración voces sobre voces: alegorías, metonimias, un decir/mostrar que reconoce la figura barthesiana de la delicadeza y que sabe del límite de lo inexpresable (2).
Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás, dice Atahualpa Yupanqui. Así es. Entre mirar y ver hay un abismo de percepción y emoción. Cuando miramos fragmentos del pasado, algo del orden delicadeza ocurre: la mirada no puede restituir la totalidad, pero en cambio, puede ofrecer la fina experiencia del detalle. Si aceptamos detenernos en la belleza sutil que habita el fragmento, descubriremos la síntesis que condensa y expande esa cercanía, esa complicidad sinérgica ojo/mano/barro, constitutiva de la tradición ancestral de los/las ceramistas de nuestras costas.
(1) José Pedroni, 1953. "Santa Fe La Vieja".
(2) Arfuch, Leonor. "Memoria e imagen".