I
I
Un interesante ejercicio de imaginación política sería preguntarse al momento de ejercer la crítica a un presidente, qué haría yo en esa situación. Esta pregunta se la hacía Raymond Aron en su condición de editorialista al momento de escribir alguna nota sobre, por ejemplo, el gobierno de Charles De Gaulle. Salvando las visibles diferencias de los protagonistas, la misma pregunta vale para el caso del actual presidente Alberto Fernández. ¿Qué palabras habría dicho yo en su lugar en el acto de apertura de la actividad legislativa? No se trata de lo que decida yo, sino de lo que decidiría en las condiciones reales de poder que dispone Alberto Fernández, un presidente que llegó a ese cargo en las condiciones históricas que conocemos, es decir, con el apoyo decisivo de Cristina; un presidente que está transitando por los últimos meses de su mandato; un presidente que es criticado sin contemplaciones por la oposición y al mismo tiempo no le ahorran críticas los mismos que lo llevaron al poder en 2019. Convengamos que el señor presidente se mueve en un terreno demasiado resbaladizo, tan resbaladizo que a veces no se sabe si es efectivamente terreno. Se sabe que a un presidente a punto de cumplir su mandato le dicen "pato rengo", lo que traducido a política quiere decir que su poder es cada vez más débil. En este caso, a su renguera se suma que su propia base social -no sus adversarios- consideran que ha fracasado o algo peor. El presidente mira a su alrededor y advierte que su soledad no sé si es absoluta pero se parece mucho. Sus apoyos son débiles, en algunos casos motivados por la conveniencia que prodigan las relaciones con el poder, y si atendemos a las mediciones, su credibilidad es baja, muy baja. Ninguna de estas dificultades le impiden decir que está dispuesto a presentarse como candidato para un nuevo período, anuncio del que no se sabe a ciencia cierta si es un acto defensivo para conjurar la condición de "pato rengo", o si, por el contrario, efectivamente cree que puede aspirar a la reelección.
II
Lo ideal en estos casos para un presidente es instalarse en el "centro". Ahora bien, ¿qué es el "centro" para un presidente como Alberto Fernández? ¿El "centro" de todo el arco político? ¿El centro del peronismo? ¿El centro del kirchnerismo? Por lo pronto, y a juzgar por lo sucedido en estos tres últimos años, el presidente ha renunciado a ser el "centro" de la política nacional, porque por necesidad o vocación es demasiado dependiente, debe demasiados favores a quien lo habilitó para que se siente en el mullido sillón de Rivadavia. Digamos que prácticamente desde el inicio de su presidencia, Alberto renunció a superar la grieta, más allá de que en algún momento lo prometió y más de un peronista y de un antiperonista se lo creyeron. La confrontación con los opositores no le proporcionó un mayor respaldo de los kirchneristas que le exigían medidas más radicalizadas en el estilo "causa nacional y popular" e iniciativas concretas, prácticas y efectivas para liberar a Cristina y a los principales operadores kirchneristas de las imputaciones judiciales promovidas por la derecha o el neoliberalismo o la corporación mediática judicial con Magnetto a la cabeza. Las elecciones intermedias de 2021, presentaron para el oficialismo un escenario por demás complicado. La oposición de Juntos por el Cambio le imputaba los peores errores y el kirchnerismo paladar negro lo acusaba de vacilante, cobarde, cuando no, traidor. Alberto, es muy probable que en su momento se propuso ser el puente entre el denominado peronismo histórico y el kirchnerismo. Lo pudo hacer en algún momento, pero a medias, y en algunos casos por muy poco tiempo. Conclusión: para marzo de 2023, Alberto Fernández más que un "pato rengo" parece una gata en el tejado de zinc caliente, gata que no cae al vacío porque el peronismo carece de figuras de recambio y porque la oposición no se propone incendiar el país como les gusta hacer a unos muchachos que conozco cuando son opositores.
III
¿Cómo pronunciar un discurso creíble, trascendente e incluso popular, en estas condiciones? La primera posibilidad, sería la de un discurso moderado, tratando de satisfacer o tranquilizar a tirios y troyanos? Cómodo decirlo, pero muy difícil hacerlo, porque ni tirios ni troyanos están dispuestos a darse por satisfechos con esas señales de "moderación". La otra variable es, aprovechando que se trata de su último año de gestión, hacer un balance publicitario de su gobierno. Es lo que hizo. Nadie le creyó, pero lo hizo. El recurso de enunciar obras públicas hoy no conforman a nadie. Concretamente, la Argentina gime bajo índices de indigencia y pobreza muy elevados como para convencer a la opinión pública con palabras optimistas. Inútil entonces pintar un mundo color rosa o una versión cándida de "Alicia en el país de las maravillas". ¿Qué hacer entonces para mejorar su posición política? Para un peronista o para todo político oportunista y algo tramposo, la respuesta a esta pregunta se responde sola: denunciar a un enemigo o a varios enemigos, quienes con su insidia, su ánimo pendenciero y sus intereses mezquinos sabotean las grandes realizaciones. Y una vez más el presidente se enchastró voluntariamente en la misma cantinela o en el mismo lodo.
IV
El presidente supuso que los ataques a la oposición, y en particular a los jueces de la Corte cuya presencia física cercana pareciera que jugó como un aliciente para la ofensiva verbal, le permitiría ganar la buena voluntad de los kirchneristas y de su jefa que lo escuchaba con glacial indiferencia. Lanzado a ese objetivo, el presidente cumplió con todas las asignaturas de la obsecuencia, el servilismo y la sobreactuación, tareas para las que parece estar singularmente dotado. La primera, la defensa de Cristina injustamente condenada, víctima de un atentado contra su vida que la justicia se resiste a investigar y perseguida por jueces marionetas del poder económico y mediático. Y aquí el ritmo discursivo adquirió un tono de vértigo; cambió el tono de la voz y crecieron las gestualizaciones. Deplorable espectáculo. El presidente de todos los argentinos agraviando a los representantes del Poder Judicial, rompiendo incluso con las más elementales normas de protocolo y buena educación. El rostro del presidente y los rostros de los jueces Rosenkrantz y Rosatti son representativos del grado de tensión creada. La cámara de Tristán Bauer registrando hasta la monotonía las caras de los jueces, seguramente para regocijarse por su supuesta cobardía o miedo, produjo un efecto no deseado, porque en realidad, esas expresiones severas y en algún punto estoicas de los magistrados, hablan de su coraje civil, de la responsabilidad institucional de jueces conscientes de lo que están representando, mientras que las expresiones desencajadas del presidente dan cuenta del desquicio político, de su desquicio político.
V
Todo mal. Mal para las instituciones de la república; mal para el presidente y mal para un oficialismo irresponsable que pretende desentenderse de su propios engendros. Y, por supuesto, mal para una sociedad que por un camino o por otro es víctima o rehén de estos desquicios. Tal vez, todo estuvo mal desde el principio: ¿O alguien puede suponer que esa fórmula sacada entre gallos y medianoche por Cristina y Alberto, iba a producir otros resultados? Desde mi condición de ciudadano, diría que la puesta en escena de la jornada del miércoles, ya era una señal de mal agüero. Cristina Fernández de Kirchner iniciando la apertura de la actividad legislativa. Realismo mágico en sus versiones truculentas. Una condenada por la justicia habilitando el funcionamiento de instituciones en las que no cree y a las que ha desmerecido. ¿Y nadie prestó atención al contraste obsceno entre un Alberto Fernández que dice dolerse por los ingresos de los jubilados, y a su lado una señora Cristina que lo escucha impávida, desde la tranquilidad de conciencia que le otorga ser una jubilada y pensionada cuyos ingresos superan los seis millones de pesos mensuales?
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