Por Diego Villaverde (*)
Muchos niños han quedado privados de los comedores escolares y del encuentro con docentes que pueden ser los hacen una diferencia en sus días y en sus vidas, a través de una palabra o un gesto de afecto.
Por Diego Villaverde (*)
Quisiera exponer, casi en tono testimonial, la experiencia que se desprende de mi práctica clínica desde el mes de marzo de este año, especialmente a partir de las políticas inherentes a la pandemia del Coronavirus. Distingo, entonces, la pandemia y lo que se ha hecho con ella, es decir, de los instrumentos para gestionarla.
Parto de suponer que estos instrumentos han sido insuficiente, parcial o sesgadamente pensados. Como no pensados, han producido, siguen y seguirán produciendo efectos impensados.
Se parte de una mirada que solo tiene en cuenta aspectos biológicos desde el paradigma, vigente hoy día en la medicina y el discurso de la ciencia positivista, que considera al cuerpo como una máquina, dejando de lado la subjetividad. Desde nuestra práctica sabemos que el cuerpo es producto del encuentro del organismo vivo con el lenguaje, con el otro. Lo propio del ser humano no es el cuerpo en el sentido de lo viviente, del órgano o de los aparatos que lo componen, sino por estar "afectado" por ese encuentro. Ese cuerpo sintomático, con el que tanto la medicina como el psicoanálisis operan, no es solamente un conjunto de órganos, de funcionamientos neurofisiológicos, hormonales o bioquímicos, sino de la incidencia de la palabra en ese organismo y en ese cuerpo. Son conocidos los casos llamados de "deprivación hospitalaria", hospitalismo o incluso de marasmo, que afecta a niños que muy tempranamente pierden a su madre, por fallecimiento o abandono y se dejan morir. Algunos lo consideran como casos extremos de desnutrición, otros como casos tempranísimos de depresión infantil. El caso es que, esos niños, no han sido hablados, tocados, y su cuerpo no ha sido vivificado, libidinizado.
Este extremadamente largo confinamiento ha puesto a muchos sujetos al abrigo del virus, pero a través del instrumento de la cuarentena, que implica la deprivación del vínculo social. ¿Es este un instrumento eficaz? Quizás, para ralentar la circulación del virus (nunca para detenerlo), aunque ya existen razones y experiencia fundada para dudarlo. Lo que no deja lugar a dudas tiene que ver con sus consecuencias, que están en el espectro de aquel marasmo infantil, pero generalizado y aunque ya no se trate de niños. Estos efectos son de mortificación, en algunos casos muy profundos, acompañados de impulsos o fantasías suicidas, irritabilidad, tristeza, frustración y toda una serie de afectos de angustia, impregnados de desesperanza. Jóvenes, adultos o niños, han visto tronchado o seriamente limitado el vínculo social y aplastada la amplia gama de los rituales cotidianos. Levantarse, bañarse, cambiarse, dirigirse al trabajo, a la escuela, al club, al café, al templo, o a los lugares que hacen a la vida de cada día constituyen los compartimentos de la temporalidad. El filósofo Byung─Chul Han dice que los rituales constituyen, en el tiempo, lo que una casa es en el espacio. La experiencia íntima de muchos sujetos es que se les ha esfumado algo, que no pueden explicar, pero que vivencian como una pérdida de eso que ordenaba y dividía sus horas y sus días, ahora devenidos todos más o menos iguales, como algo sin forma, aunque de naturaleza imperceptible.
El mensaje de los gobernantes, sea el que se hace en los comunicados oficiales o conferencias de prensa, el de las publicidades o el supuestamente espontáneo de algunos médicos que ocupan puestos estratégicos en la sanidad pública, sigue la misma lógica: preservar al contacto de los cuerpos y privar al cuerpo del vínculo social para protegerse del virus. Esto no es ni será sin consecuencias para esos mismos cuerpos que dicen proteger. Llama particularmente la atención el tono de los avisos que se dan a difusión por los medios de comunicación y en la gráfica urbana: "que una salida no condicione tu vida". El mensaje es claro; ebrio de violencia y lleno de desmesura, dice la verdad mortal de las supuestas medidas: la muerte acecha y es tu responsabilidad. El efecto es la sugestión por la vía del miedo. Y luego los números: infinidad de cifras ─muchas dudosas por exceso o defecto─ y amenazas de guardias saturadas, camas ocupadas y cadáveres apilados. La respuesta inicial es el silencio, pero no tarda en producirse su ruptura, tal vez como un efecto: la fiesta clandestina, del lado de la temeridad; o el banderazo que "quiere decir" ─tal vez─ lo imposible de decir. El debate público que no deja de ampliarse permite salir, seguramente, del silencio de muerte.
Una palabra sobre los niños
Aún desconocemos el alcance de su padecimiento luego de tantos meses de un encierro forzado y de privación de su vida escolar ─que es también social─ además de la fuente del crecimiento en el saber que les brinda herramientas para su mañana como adultos. Pero esto es, tal vez, el aspecto más obvio. Muchos niños han quedado privados de los comedores escolares y del encuentro con docentes que pueden ser, en muchos casos, quienes hacen una diferencia en sus días y en sus vidas y que, no solo les transmiten conocimientos, sino que, además, les brindan una palabra o un gesto de afecto que quizás no existe en otro momento o lugar. Desconocemos lo que pasa en muchas familias cuando se cierran las puertas. Las casas son para entrar y salir de ellas y podemos poner ciertas dudas respecto de ellas como lugares seguros: las actuales condiciones son la argamasa adecuada para el amplio espectro de la violencia doméstica, que va desde lo verbal hasta lo sexual.
Los efectos del confinamiento irrestricto y no pensado, son ─aún─ desconocidos por nosotros, pero presentes en miles de niños que han perdido los rituales fundantes de la infancia, al menos como la conocíamos hasta ahora.
Consideramos un falso debate al dilema economía o vida. La economía supone un amplio conjunto de actividades del hombre, necesarias, no solo para la acumulación de ganancias ─que sería un fin legítimo─ sino porque hacen a la vida misma. También es estéril la división entre trabajadores esenciales y no esenciales, puesto que lo esencial es poder trabajar. Todo este conjunto amplio de actividades, inherentes a la vida misma, hacen al lazo social: lo constituyen y nos constituye. No puede desaparecer.
La larga serie de estas decisiones han constituido un discurso que ha generado y seguirá generando un alto grado de padecimiento subjetivo, aún bastante invisibilizado. Esperemos ser instrumentos útiles para encontrar alternativas vivificantes.
(*) Lic. en Filosofía, Psicólogo. Psicoanalista, miembro de la EOL y de la Asoc. Mundial de Psicoanálisis Santa Fe.
Jóvenes, adultos o niños, han visto tronchado o limitado el vínculo social y aplastados los rituales cotidianos. Levantarse, bañarse, cambiarse, dirigirse a los lugares que hacen a la vida de cada día, constituyen los compartimentos de la temporalidad.
La experiencia íntima de muchos sujetos es que se les ha esfumado algo, que no pueden explicar, pero que vivencian como una pérdida de eso que ordenaba y dividía sus horas y sus días, ahora devenidos todos más o menos iguales.