A fines del siglo XIX, cuando el químico francés Louis Pasteur (1822-1895) afirmó que los microbios podían causar enfermedades, e incluso la muerte en los seres humanos, fue descalificado por renombrados científicos de su época.


A fines del siglo XIX, cuando el químico francés Louis Pasteur (1822-1895) afirmó que los microbios podían causar enfermedades, e incluso la muerte en los seres humanos, fue descalificado por renombrados científicos de su época.

¿Cómo algo tan insignificante podría acabar con la vida de una persona? El citado microbiólogo, célebre creador de la vacuna contra la rabia, respondió con los resultados de sus experimentos. A él se le atribuye haber zanjado una acalorada discusión con la siguiente frase: "¡Señores, son los microbios los que tendrán la última palabra!".
Es decir, cuando en la Tierra muera el último individuo, aún existirán microbios para descomponer ese postrer cadáver. El mundo inició el año 2021 con gran temor: los contagios provocados por el nuevo coronavirus avanzaban sin freno.
Desde el inicio de la pandemia, el número de casos ya rondaba los noventa millones. Sólo en la primera semana de ese enero, la Covid-19 causó la muerte de cien mil personas. En aquel momento, varias publicaciones recordaron la frase: "(...) los microbios tendrán la última palabra".
Hasta poco antes de enero de 2020, cuando se identificó al nuevo coronavirus, Ugur Sahin y su esposa, Özlem Türeci -científicos alemanes de origen turco- investigaban una vacuna de ARN mensajero destinada al tratamiento del cáncer.
Este matrimonio utilizó la estructura de dicha vacuna para transportar un código genético capaz de inducir a las células humanas a producir la proteína clave del virus y, así, generar una respuesta inmunitaria.
En diciembre de 2020, esas vacunas estuvieron disponibles para inmunizar contra el SARS-CoV-2. Así, mientras la economía mundial se detenía, la investigación en vacunas se aceleraba.
Lógicamente, a nivel global, las vacunas son la herramienta más eficaz para protegernos de enfermedades mortales. Además de prevenir infecciones específicas, la inmunización contribuye a frenar el avance de la resistencia a los antimicrobianos.
Cada año, la vacunación evita millones de muertes; sin embargo, un dato alarma: en 2021, la cobertura mundial de inmunización infantil se redujo al 81 %, el porcentaje más bajo en más de una década.
Esto significa que uno de cada cinco niños no tiene acceso a las vacunas esenciales. Como consecuencia, pueden resurgir enfermedades que se creían superadas, como el sarampión, la difteria, la rabia, la rubéola, la meningitis, la poliomielitis, la tos ferina, la hepatitis, el tétanos, entre otras.
Meses antes del inicio de la pandemia del nuevo coronavirus, se incluyó el rechazo a las vacunas entre las diez principales amenazas para la salud mundial. A pesar del éxito alcanzado por las vacunas en la lucha contra la Covid-19, cinco años después aumentó el porcentaje de personas no inmunizadas.
En el siglo XXI, se incrementó el número de individuos que rechazan la vacunación. Los movimientos antivacunas cuestionan las evidencias científicas con argumentos de carácter religioso, político o filosófico. La resistencia a las inmunizaciones se encuentra tanto en barrios humildes como en claustros universitarios.
Los mensajes antivacunas se difunden con rapidez a través de las redes sociales. En Argentina, es más fácil acceder a internet que a la red de agua potable.
A pesar de contar con una de las innovaciones más poderosas en la historia de la salud pública, las epidemias podrían reaparecer, ya sea porque los gobiernos no garantizan la inmunización de la población, o porque algunos ciudadanos invocan su libertad individual para no vacunarse.
Mientras tanto, la investigación científica avanza. Con la misma estructura de ARN mensajero, se están desarrollando nuevas vacunas destinadas a prevenir enfermedades como la tuberculosis, el paludismo, el VIH, la gripe y la bronquiolitis.
Asimismo, se ha retomado el objetivo original de la vacuna de ARN: utilizarla en tratamientos contra el cáncer. En 2023, la revista Nature publicó un estudio sobre una vacuna prometedora contra el cáncer de páncreas, uno de los más letales.
Frente a pacientes con síntomas de infección, es crucial contar con métodos diagnósticos más sensibles, específicos y rápidos. Esto permitirá que el antibiótico adecuado llegue a quien lo necesita y, al mismo tiempo, reducirá la prescripción innecesaria de antimicrobianos "por las dudas".
No es razonable que el éxito de un medicamento se mida por la cantidad de recetas que lo indican, especialmente si se trata de un antibiótico.
Además, resulta imprescindible desvincular la investigación y el desarrollo de antibióticos de las leyes del mercado. A través de la Organización Mundial de la Salud (si no es la OMS, ¿quién?), los países deberían contribuir a un fondo común destinado a financiar antibióticos innovadores.
Al mismo tiempo, ese organismo multilateral debe contar con mayor capacidad para regular el uso de antimicrobianos en humanos, animales y plantas. Si no es ahora… ¿cuándo?
La resistencia a los antimicrobianos ya es un fenómeno global. Es fundamental evitar que, para 2050, procedimientos como una cesárea, la atención de un recién nacido prematuro, una cirugía de apendicitis, una intoxicación alimentaria o la administración de quimioterapia se conviertan en situaciones de alto riesgo.
En la lucha contra futuras pandemias, los países deben actuar de manera coordinada y solidaria. Las banderas nacionales son excelentes símbolos de identidad: representan el idioma, la música y las economías regionales.
Además, los distintos colores de las camisetas son imprescindibles a la hora de organizar una Copa Mundial de Fútbol.
Pero cuando se trata de la Salud -así, con mayúscula-, los nacionalismos no deben ser una excusa para frenar medidas indispensables. Que alguien, al otro lado del planeta, comience con fiebre y tos puede tener consecuencias para los habitantes de nuestro propio barrio. Algo es más que evidente: ante una crisis sanitaria global, las fronteras entre países resultan ridículas.
Justamente, la Covid-19 se encargó de subrayarlo: los microbios no entienden de geopolítica. Como expresó Howard Florey al recibir el Premio Nobel por la penicilina: "Las necesidades y aspiraciones humanas difieren poco en todo el mundo (…) La ciencia puede actuar para unir a las personas".
Un hombre que en 2025 cumplió los 80 años nació cuando aún no existían los antibióticos; asistió a una escuela en la que era común enfermarse durante brotes infecciosos; compartió el aula con compañeros que, tras un contagio, quedaron lisiados o fallecieron.
Los hijos de ese octogenario crecieron con medicamentos capaces de curar casi todas las infecciones bacterianas, y con vacunas que evitaron las epidemias de la infancia.
A los nietos de ese anciano podría tocarles vivir en un mundo parecido al de antes de 1945. Es necesario acelerar la toma de decisiones inteligentes y fraternas.
Quienes continúen este camino podrán ofrecer siempre una esperanzadora penúltima palabra.
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