Por Alberto Fabián Estrubia


Por Alberto Fabián Estrubia
Esa noche, como otras tantas, la familia estaba sentada a la mesa comenzando a comer la cena que consistía en unas verduras salteadas en carne de cerdo. Plato bastante habitual.
- Papá -dijo el niño- está tronando.
- ¡No puede ser, mijo porque hasta hace un rato había sol!
- Es cierto, pero ahora truena… ¡Escuchá!
El padre dejó de masticar y prestó atención.
- Es cierto -dijo- pero… ¿cómo puede ser?
En ese momento golpearon la puerta de entrada a la casa con desesperación.
- ¡Juan, Juan, soy yo, Marcos! El Vesubio está tronando y resquebrajándose. Por las grietas sale lava ardiente.
Juan saltó de la silla y grito:
- ¡Todos afuera, ya! Salgamos con lo puesto. Ya vamos a tener tiempo para recoger las cosas.
Fue en ese momento cuando una llamarada incandescente envolvió a los que intentaban huir. Alaridos de dolor y el olor a carne quemada acompañaron al ventarrón.
- ¡Noooo! -gritó Marcos desesperado- ¡Nooo! ¡Dios por favor!
Esas fueron las últimas palabras que se oyeron porque todo era un colosal ruido a cosas rotas, arrastradas por las oleadas de lava roja. Algunos aldeanos que miraban desde lejos, veían cómo subían las aguas del mar y tapaban los escombros que quedaban. Casi todo flotaba. Solo se veían pedazos de columnas o paredes, restos de madera lustrada y cadáveres destrozados que se desplazaban hacia adentro de la inmensidad del agua.
Una mujer intentó llorar, pero no pudo. El hombre que la acompañaba giró para mirarla y se hundió en esa masa fétida y quemante. No quedaba nada en pie, todo había sido arrasado por el lahar gigantesco.
- ¿Cómo no nos dimos cuenta a tiempo? ¿Qué nos pasó? (decían algunos con alaridos de dolor y desesperación que se iban apagando)
Hubo muchas horas de oscuridad y el sol no salió. De madrugada solo había un tenue resplandor en el horizonte final. Una bandada de buitres negros, volaban y graznaban sobre las carroñas.
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