En plena Anarquía del Año XX, Santa Fe se convirtió en tierra de coraje y estrategia. El 2 de septiembre de 1820, Estanislao López lideró a los federales en la batalla de Gamonal y venció a las tropas unitarias de Buenos Aires. Aquel día no solo se defendió la provincia, también se selló el destino de una Nación que empezaba a forjar su independencia. “Gaucho”, el caballo del Brigadier nos habla como testigo privilegiado de aquellos acontecimientos históricos.
El aire de septiembre traía olor a tierra mojada. Durante la noche había llovido, y las chacras del Gamonal amanecieron pesadas, la tierra misma sabía que estaba por parirse un destino. Yo pateaba el suelo oscuro, sintiendo en mis cascos un temblor que no era solo mío. Era el murmullo de cientos de corazones dispuestos a jugarse la vida.
Desde el este llegaba el rumor de cascos extraños. Los vi levantando polvo, hombres de Buenos Aires, de uniforme azul y botas lustradas. Venían con un tal Dorrego al frente, convencidos de que Santa Fe debía someterse. Se sentían dueños del país.
Yo, que olfateo antes de ver, percibí en ellos un aire de soberbia, de no entender esta tierra. Mi jinete, en cambio, conocía cada palmo. Había aprendido a pelear en silencio, a escuchar el silbido del viento entre los sauces como voces de consejo. No necesitaba planos ni tratados militares, bastaba con que me acariciara el cuello para que yo supiera a dónde ir.
Esa mañana había preparado el terreno. Los llevó a un campo donde la hierba engaña, dulce y venenosa, capaz de embotar la cabeza de cualquier caballo que no la conozca. Y así fue, vi cómo las monturas enemigas se agitaban, temblaban, se resistían. El veneno estaba haciendo su parte antes del primer disparo.
Cuando el sol trepó al cielo, estalló el combate. Los cañones retumbaron, y el aire se llenó de humo acre. Sentí cuerpos que se desplomaban cerca, hombres que gritaban, lanzas que buscaban carne. Entonces cargamos. Y allí comprendí algo, en la furia de la batalla ya no éramos dos. López y yo latíamos al mismo ritmo.
Sus rodillas se apretaban a mis flancos como si fueran mis propias alas, y cada tirón de la rienda era un pensamiento compartido. Si yo giraba, él ya estaba mirando; si él se inclinaba, yo ya estaba corriendo. La sangre que latía por sus venas también ardía en las mías.
A nuestro alrededor, los federales vestían chiripás rojos, botas de potro, boleadoras en la cintura, y lanzaban su grito de guerra, ese “sirirí” que sonaba como el vuelo de los patos en bandada. Era un coro salvaje, un canto que erizaba la piel del enemigo antes de vernos llegar.
Yo avancé entre ese fragor como río desbordado. Vi ojos desorbitados en soldados que nunca habían sentido la lanza gaucha cerca. Oí el estrépito de fusiles que disparaban al aire porque ya no sabían hacia dónde apuntar. Y vi a Dorrego intentando ordenar a los suyos, pero la estampida era más fuerte que sus órdenes.
El enemigo cedió. Lo nuestro fue rápido e implacable. Pero entonces ocurrió lo inesperado. Cuando todo parecía dispuesto para arrasar hasta el último rincón, mi jinete alzó la mano. Solo eso. Un gesto firme y calmo. Yo frené, y detrás de mí, todos los demás. El silencio cayó de golpe, pesando, imponiendo respeto.
Él miró el campo cubierto de cuerpos -hombres y caballos mezclados en el barro- y dijo apenas:
Ese “basta” fue más poderoso que cualquier clarín de victoria. Porque no quería venganza. No buscaba degollar ni humillar. Sabía que la verdadera fuerza no estaba en destruir al enemigo, sino en mostrar que había otra manera de pelear y de gobernar. Aquella tarde, mientras el sol se escondía tras los álamos del Gamonal, comprendí lo que significaba cabalgar con él.
Era mucho más que ganar una batalla. Era plantar en esta tierra una idea distinta, la de una Nación que no nacía desde la capital, sino desde los fogones, desde los surcos arados con sudor, desde el coraje de hombres y mujeres que defendían su lugar en el mundo, sus derechos y autonomías.
La victoria en Gamonal fue más que un triunfo militar, fue raíz profunda, de esas que crecen ocultas bajo la tierra hasta que un día levantan un árbol inmenso. Ese árbol llevó por nombre la Invencible Provincia de Santa Fe, y su sombra aún nos cubre. Yo, “Gaucho”, lo vi. Y mi relincho todavía resuena en la memoria de aquella jornada donde la historia se escribió con patas de caballo.
- Barriera, D. (2009). Santa Fe en la historia argentina. Santa Fe: Ediciones UNL.
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