"Cuando el debate está perdido, la difamación se convierte en el arma del perdedor” - Sócrates
"Cuando el debate está perdido, la difamación se convierte en el arma del perdedor” - Sócrates
En el siglo pasado, por más arcaico que suene, las palabras, la retórica y el discurso en la política servían para convencer, emocionar o, en el peor de los casos, mentir con cierta elegancia y pícara astucia. El discurso político se medía en la calidad del uso de la palabra y tenía un contrato tácito con la elegancia, el saber y el nivel cultural del diciente; ahora, solo es un posteo, y en ese posteo, el que calla, otorga "likes". Tan lejana época fue el siglo pasado, que en retrospectiva un insulto era una rareza parlamentaria que se registraba en las actas como "exabrupto", pero ahora, es trending topic. En nuestra cuarentona nueva democracia, las palabras en este último tiempo ya no se usan para construir, se usan para destruir, y en esa cruel narrativa lo que se intenta es arrasar moralmente al otro. La lengua como arma de destrucción masiva es la nueva violencia oral organizada y viralizada.
Desde su intrincado laberinto emocional, irrefrenable lengua suelta y exento de filtros morales y zaranda ética, Javier Milei descubrió -en su devenir presidencial- que el insulto es más efectivo que el argumento, y que para ganar una discusión no hace falta siquiera tener razón, sino hablar más fuerte, putear más creativamente y estigmatizar al otro con un sobrenombre soez y procaz. A esta altura se le puede adjudicar que es el hacedor de una inédita proeza: convertir la violencia verbal en política de Estado. Pero independientemente de la brutalidad de sus dichos, es la coreografía organizada de una maquinaria discursiva que combina la descalificación, la agresión y el sarcasmo histriónico y sistematizado.
No existe la improvisación. Cada "basura K" que profiere el presidente; cada "zurdito de mierda", "periodista ensobrado", "empresaurio", "mandril", o cualquiera de las formas y apodos que endilga contra algunas personas (llamándoles "Boboloff" o "Luli Depósito") o sus dichos contra organizaciones políticas (etiquetándolas como "Juntos por el cargo", la "Camporonga", la "Coalición Cínica" y cientos de expresiones por el estilo), están ahí para desacreditar y denigrar al otro. Él lo sabe y lo aplica. Él sabe su libreto a la perfección, marca al enemigo, señala con la lengua para habilitar el linchamiento virtual de sus ejércitos disciplinarios de redes, pero con el eco cómplice de sus medios adláteres. La palabra como garrote es una forma (nueva) de hacer política, pero la sociedad toda y nuestros representantes aun más que otros, deberían entender que quien las dice desempeña un rol y una jerarquía que lo ponen en un lugar y en una situación privilegiada ante todos los demás actores de la sociedad.
Cuando un presidente habla, independientemente desde el lugar donde lo hace, debería saber que su responsabilidad comunicacional es mucho más transcendente y mayor relevancia para sus presididos que un referente tomando la palabra en una vecinal, que un directivo en una reunión de directorio o como un dirigente de un club de barrio. La moral es una, pero hablemos de la doble moral. En toda esta puesta en escena esquizoide, los abanderados de la libertad ejercen censura por saturación, ya que toda voz opositora, de periodismo crítico, o pensamiento contradictorio a su razonamiento, es traición; por el mismo camino, cualquier opinión antagónica es directamente proporcional a una conspiración de tintes bíblicos. Abundan los ejemplos, pero lo increíble es la complicidad del silencio, ya que el ataque verbal en este contexto se transforma en una política de Estado no solamente por decreto, sino que aliada del silencio, también por abandono.
Lo más grave no es solo la agresión cotidiana al periodismo o a la oposición. Hace muchísimo ruido, repito, el silencio y la complicidad de los organismos y las estructuras que, en teoría, deberían proteger los límites democráticos del discurso público. Por eso preocupa la falta de reacción y de compromiso con aquel que es agraviado de manera metódica y repetitiva, a más no poder, por la multiplicación del mensaje a través de las redes asalariadas del gobierno. El oficialismo, mediante el uso y abuso de poder, ha convertido la agresión en una bandera, mientras la oposición, atada a sus propias internas, temores y miserias (sumado a una cero autocrítica), se limita a tuitear indignaciones tibias. Como si las palabras no mataran. Como si el lenguaje no construyera realidades.
No se puede analizar este fenómeno sin entender el monstruo comunicacional que Milei y su entorno han construido. No es solo él. Son los trolls organizados, los influencers pagos, los bots coordinados y esa legión de fanáticos digitales que operan desde cuentas anónimas o con nombres de personajes de anime. Estas redes de difusión han sido diseñadas para instalar tendencias, perseguir periodistas, políticos y artistas opositores y como fin último amplificar mensajes presidenciales. El gobierno incrementó en un 300 por ciento el gasto en pauta digital segmentada en redes, fondos oficiales a difundir memes, campañas de desprestigio contra opositores y periodistas con videos hechos con IA que bordean el mal gusto y que ya están empezando a tener ruido en los grandes medios internacionales.
Lo que causa curiosidad y hasta cierto malestar, es que mientras Milei denuncia "ensobrados" en el periodismo de los medios tradicionales, su gobierno destina partidas multimillonarias a influencers que difunden fake news, infamias y discursos de odio. Todo con la complicidad de plataformas como X (ex Twitter) y TikTok. El insulto garpa… Pero no se trata solo de formas. Signos de nuestros tiempos de redes sociales, la precarización del lenguaje termina decantando en la precarización de la política. Cuando el debate es reemplazado por el insulto y la descalificación, limita la libertad de pensar distinto. Es un "viva la pepa" para el escrache, la amenaza, la intimidación, eso sí, solo si eso sale desde el oficialismo, si es al revés, "meta palo y a la bolsa". Gana quien grita más fuerte y desde la tribuna (virtual) más grande. "O pensás como yo, o te hundo".
Nuestra Argentina está peligrosamente al borde del abismo. Porque cuando el Estado que odian se convierte en el principal emisor de mensajes violentos, y los medios e instituciones callan, el mensaje llega claro: todo vale. Y se sabe, cuando todo vale, nada realmente tiene valor. "El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable" , había dicho George Orwell en su ensayo "Política y el lenguaje inglés", en 1946. Aquí en Argentina, en 2025, siempre vamos un poco más allá: se está logrando que el insulto y la humillación sean considerados como si fueran una característica colorida, casi una virtud presidencial... y la denostación e injuria públicas, un deporte nacional libertario.
Pero la culpa no es solamente de quién a hecho del agravio y la ofensa como una forma de hacer gobierno, pues queridos amigos, una vez más, el saber popular se respalda en una vieja frase: "el que calla otorga". Por eso la culpa también es de los que callan, de aquellos que terminan sumándose con su mutismo. Y gran culpa tienen los medios que amplifican, desde la curiosidad, la posible gracia de ese outsider devenido presidente. Gran parte (de la culpa) también está en las oposiciones tibias y desapasionadas de los funcionarios que prefieren sobrevivir a la diaria mirando para otro lado. La violencia verbal en política no es nueva, pero ahora es sistemática, organizada, institucionalizada y validada por el poder. Y esto es muy grave, porque cuando la palabra deja de servir para construir y funciona solo para destruir al otro, la democracia y la libertad se vuelven difusas. ¡Viva la libertad caramba!
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