Hijo, me gustaría confesarte que siento que estoy muy lejos de ser el modelo de padre que planeé darte: ¡No me parezco en nada al maravilloso papá de "La vida es bella" ni soy -¡Que la fuerza me acompañe!- el oscuro Darth Vader! Por supuesto, no pretendía ser el ideal de Charles Ingalls ni el bochorno de Homero Simpson.
Hijo mío, me ha faltado tiempo para mirar tus dibujos con detenimiento y sentarme a imaginar aventuras con tus juguetes. Lamento no recordar con precisión tu puesto en el campo de rugby: ¡Es un juego que admiro pero no termino de entender! Ahora mismo, me gustaría salir corriendo de esta oficina que me tiene atiborrado de trabajo para buscarte y tomar juntos un helado mientras nos reímos, nos reímos y nos reímos.
Me gustaría confesarte que no tengo nada de Tony Stark: ¡No soy un Hombre de Hierro! En realidad, me parezco más al Hombre de Hielo: me hago el duro, simulo fría solidez pero me derrito al contacto con un fosforito. Sí, porque hay días en los que se me jirafa el miedo; en los que mi coraje se oveja y, entonces, sólo me falta comenzar a balar con la gente. Hijito, la vida de los adultos está llena de contratiempos. En los momentos difíciles, se me hormiga la alegría y me acorbata una angustia pegajosa como chicle de frutilla. ¡No lo puedo evitar!
Hijo querido, en esos días en que me molusco sin caparazón, en que se me abuela el cuerpo, en que me cacarea la respiración, en que me piojo todo… te confieso que necesito tus caricias y tus sonrisas. ¡Preciso bandadas de tus caricias! ¡Requiero cardúmenes de tus sonrisas!
¡Hijo, no veo la hora de tenerte cerca! Porque cuando llego a casa, tus ojos saltarines me dan la bienvenida y el corazón me chocolate a todo galope; se me chocotorta la ilusión; me caramelo de felicidad; se me primavera el ánimo y renazco enredado en tus brazos de laucha con cariño elefántido.