Por Graciela Ribles
Por Graciela Ribles
En la habitación de cuidados especiales, el televisor está encendido. Un documental sobre animales de terrario es lo que muestra la pantalla. El conductor relata el comportamiento:
"Sabemos que los caracoles son muy lentos en su andar y que gracias a esa sustancia mucosa que despiden pueden adherirse a casi todas las superficies. Pero lo más asombroso de estos animales es la capacidad que tienen para dormir, durante su hibernación pueden hacerlo hasta por tres años y para sacarlos de tal estado solo basta poner una lámpara que le de calor y entibiar el agua".
El malacólogo tiene un ejemplar que lleva hibernando dos años. Comienza con las maniobras para despertarlo del profundo sueño.
- Vamos pequeño despierta, despierta caracol, despierta- dice mientras agita con su mano el agua tibia.
En la habitación el monitor enciende la alarma, hay corridas, gritos.
- Despertó, despertó- avisa la enfermera.
Paula abre los ojos, está intubada e infinidad de cables la conectan a diferentes soportes.
La transpiración dibuja líneas imperfectas en mi cara. Con las piernas flexionadas, hurgo en la tierra hasta hacer contacto con algo duro, siento los dedos adormecidos. Un ruido capta mi atención, levanto la cabeza, es la hoja de la ventana que golpea contra la pared.
La casa se conserva como la recuerdo, la escalinata de madera, los maceteros, el columpio en el árbol, el sillón de la abuela. Desde ese lugar ella no perdía detalle de todo lo que sucedía en la granja.
"¿Abuela, cómo no viste lo que pasó ese anochecer?" Pienso. Los recuerdos llegan en una sucesión de imágenes, el abuelo compró la tierra, se esforzó hasta convertirla en una granja líder. Al morir él, papá continuó con el legado, pero al poco tiempo falleció en un accidente. Mamá y la abuela se hicieron cargo, pero no podían con las demandas del trabajo. Decidieron, entonces, que para la supervisión de las tareas rurales y los peones contratarían un capataz.
Mamá siguió ocupándose de la administración. Pedro Albornoz fue elegido, tenía excelentes referencias. El capataz de día inspeccionaba los trabajos de campo, por la noche se metía en la cama de mamá. En mi cumpleaños número seis recibí un regalo inesperado. Atrás de la casa había un cobertizo en desuso, Albornoz lo hizo pintar color rosa, colgó un pizarrón, en los estantes libros de cuentos, sobre la mesa un tarro con tizas. Ese día lo abracé con fuerza, fue la única vez que lo sentí papá.
En ese lugar pasé mis días jugando, leyendo, era feliz. Un mechón de pelo se adhiere a la humedad de la piel, con el dorso de la mano lo quito. Un alhajero de acrílico que lleva enterrado varios años agoniza en mis manos, no es sencillo abrirlo, un anillo de oro con las iniciales PA es lo que guarda.
- Paula, dejá de jugar y vení a cenar- grita mamá desde el porsche.
Coloco la mano en el picaporte del cobertizo. Albornoz me detiene.
-Tomá, guardalo bien, que no lo vea tu mamá- dice dándome un anillo con sus iniciales.
El hombre mira hacia ambos lados, ve que no hay nadie y sale. Corro a la casa, la escasa luz desarma la penumbra, ese día fue el inicio de otros, en donde mi vida escapó de un soplo.
La tarde plena de sol descascara la mirada. Guardo el anillo en el bolsillo de la campera y subo al auto. Tengo que manejar ciento veinte kilómetros hasta casa, antes paso por el pueblo para dejarle unos documentos al agente inmobiliario.
Ya en la ruta una antigua imagen vuelve, le pego un puñetazo a la puerta, pero la bronca no se quita. Bajo la ventanilla y arrojo el anillo, rueda por el asfalto hasta perderse en la banquina contraria. Vine a la capital, estudié como una desquiciada y me recibí de psicóloga.
Mamá nunca se enteró o no quiso, ahora que está muerta seguro lo sabe. Un día quise contarle, salió corriendo a encerrarse en la pieza. Lo que mis palabras no podían expresar lo decía mi cuerpo, la piel enrojecida, con laceraciones que aullaban.
Paro en el peaje, la barrera se levanta, estoy a mitad de camino. El día que Pedro Albornoz dejó la granja, la abuela murió de un infarto, el tipo desapareció de la nada, yo tenía doce años. Enciendo la radio, es la hora en que mi columna sobre salud mental sale al aire.
"Interrumpimos la transmisión para informar el hallazgo de un cuerpo en avanzado estado de descomposición. Fue encontrado por unos niños que jugaban en proximidad de la laguna. Debido a la condición los investigadores piensan que va ser difícil identificarlo, ya que el deceso data de varios años. Hasta ahora pudo determinarse que los restos pertenecen a un hombre adulto, como característica le falta el dedo anular de la mano derecha. Seguiremos informando".
Apago la radio, necesito llamar al consultorio para confirmar la grilla de mañana. Busco el celular en la cartera, marco el número de la clínica, en ese momento el auto agarra un bache, el teléfono cae al piso, me inclino para buscarlo, un bocinazo interminable culpa la distracción, el camionero no puede evitar el choque frontal.
Sobre una extensa pradera hay personas de todas las edades, en grupo, solos, sentados en la hierba, recostados. Los bebés y niños pequeños juegan a los pies de una cascada. Hay una sensación de alegría que trepa impertinente y llega al corazón.
- Paula, vení, estamos acá- dice un hombre.
Al acercarme, reconozco a papá, la abuela está con él. Con las manos, recorro las líneas verticales, largas y profundas, una y otra vez, necesito saciar la sed de su ausencia.
- ¿Estoy muerta?
- No, esta es una etapa intermedia.
- ¿Entonces, puedo decidir? Quiero quedarme, la paz que experimento no la sentí nunca.
La abuela, con su piel de líneas finas y toscas, se acerca, soy consciente de su silencio, ella sabe. Atropellando la tristeza me dice:
- Perdón por no haberme dado cuenta, el día de mi muerte, Albornoz abandonó la granja, yo lo eché.
- Quería matarlo, no tuve valor, los peones lo llevaron al cobertizo y le cortaron el anular de la mano derecha.
- ¿Entonces el muerto de las noticias es él? ¿Está acá? - digo angustiada.
Papá, percibe mi agitación.
- No, él y tu madre están en la zona gris, en ese lugar no existe el sol ni la felicidad.
- Ellos no pueden cruzar, ni nosotros ir, esa franja naranja es el límite.
- Nuestras acciones determinan el resultado, no lo olvides Paula.
Comenzamos a caminar por esa campiña infinita, mi padre nos sigue. Conversamos de la vida, de los valores que como seres de bien debemos resguardar. A mi espalda, el terreno llano se quiebra en un precipicio profundo.
- Es tu momento, tenés que regresar- dice papá
- No quiero volver, me gusta esto, quiero estar con ustedes.
La abuela me toma por los hombros, veo sus mejillas mojadas
- ¡Despertá Paula, despertá! Grita. Y con un empujón me arroja al abismo.
En la habitación de cuidados especiales, el televisor está encendido. Un documental sobre animales de terrario es lo que muestra la pantalla. El relator con voz pausada explica el comportamiento de estos animales:
"Sabemos que los caracoles son muy lentos en su andar y que gracias a esa sustancia mucosa que despiden pueden adherirse a casi todas las superficies. Pero lo más asombroso de estos animales es la capacidad que tienen para dormir, durante su hibernación pueden hacerlo hasta por tres años y para sacarlos de tal estado solo basta poner una lámpara que le de calor y entibiar el agua".
El malacólogo tiene un ejemplar que lleva hibernando dos años. Comienza con las maniobras para sacarlo del profundo sueño.
- Vamos pequeño, despierta, despierta caracol, despierta- dice mientras agita el agua tibia.
En la habitación el monitor comienza a sonar, hay corridas y gritos. Paula abre los ojos.