Las dos nenas llegaron en avión cuando no tenían ni un mes. Hoy tienen mes y medio, y ya están separadas. El caso era complejo, y nadie en el hospital tenía experiencia, pero todos tenían buena voluntad, buena onda, manos hábiles, conocimientos y ganas de tener más, espíritu de consenso y la necesaria tecnología. Habían nacido en Mauritania, que es un país pobre e islámico del norte de África. El sistema sanitario es aquí mínimo.
De nombre Khadija y Cherive, las dos nenas nacieron siamesas, pegadas, unidas por el abdomen. Tenían un único abdomen para las dos, pero por suerte los órganos abdominales duplicados. No obstante, interpreto que el intestino delgado era uno para las dos, o que en algún punto se unían con amplitud, el intestino de una con el intestino de la otra. Ambas tomaban bien la mamadera, algunas con leche de madre y otras con leche de bebé, y con avidez, y ganaban peso. Nacieron con un único cordón umbilical, el 8 de octubre.
El avión que las fue a buscar despegó de Barcelona, y a bordo iban, entre otros, pediatras y enfermeras de pediatría, de neonatología, del hospital Sant Joan de Déu, un hospital que tal vez los santafesinos recordarán, aunque con decepción y tristeza. De regreso con las dos nenas y la mamá, y el papá, una ambulancia las llevó al hospital y allí quedaron internadas. Sin oxígeno, con un gorro blanco, la piel morena, venían bien, mirándose la una a la otra. Habían pesado al nacer, las dos juntas, poco más de cinco quilos.
Mientras esto pasaba en una orilla del Mediterráneo, en la orilla de enfrente morían muchos bebés y niños, muchos, todos los días, día tras día, por causa de un renovado deseo de venganza, de los aviones más modernos, de las bombas de alta tecnología, del poder sin escrúpulos, la certeza de la impunidad. Al primer mundo, occidental y cristiano, desarrollado y tecnológico, rico y culto, generoso y respetuoso por los derechos humanos, el masivo infanticidio no parecía importarles en lo más mínimo. Estados Unidos, luego Gran Bretaña y Francia, por ejemplo, aceptaron rápido y de manera implícita el genocidio, sin por ello sufrir arruga alguna en sus pantalones, por cierto que bien bajados para la ocasión.
Así, con las vergüenzas a la vista, hablando en un inglés muy británico, en un clásico inglés americano y en un elegante francés, se justificaron aduciendo un supuesto derecho a defenderse, el cual al parecer conlleva el derecho a contraatacar sin descanso, sordos los oídos, hasta cansarse de matar culpables e inocentes por igual, y destruirlo todo. La defensa es una cosa, el ataque con saña y abuso es otra bien diferente. Dejó clara la decisión de que no quede ninguno, es decir, el genocidio como limpieza étnica, y hay que ver quién lo dice.
En todas las guerras, son los chicos quienes se llevan la peor parte. Ante una explosión en un entorno urbano, la muerte de niños es mucho más probable que la muerte de adultos. Y el niño no muere plácido, sino despedazado, aplastado, estampado contra una pared por la onda expansiva.
"Era una niña de 10 años en 1992 cuando Kabul fue bombardeada una y otra vez, y la vida se convirtió en un infierno de hambre, miedo y horror". Así empieza un documento necesario, una larga carta donde esta niña expone el horror que vio, sintió y vivió en Afganistán. Pero nada ha cambiado, porque la guerra, acá o allá, es la misma. Este documento lo publicó el diario The Guardian el pasado 31 de octubre. La autora es hoy, por supuesto, una férrea activista que lucha para que los poderosos dejen de matar chicos. Traduzco aquí unos párrafos:
"La casa había quedado muy dañada. El cohete había atravesado la pared y había destrozado todas las ventanas. La casa estaba en silencio, lo que resultaba siniestro. El hijo menor estaba tumbado en un rincón del salón, herido, con la piel amarillenta y vendado. Parecía soñar despierto, con los ojos fijos en el techo. Sentí náuseas. Algo en lo más profundo de mi pequeño cuerpo de niña me decía que se estaba muriendo. Cuando murió lo enterraron en el jardín, en una tumba con forma de niño".
"Mi tía nos animaba a comer lo que sea que tuviéramos, y nos contaba lo que había oído decir a los vecinos, que hierven los huesos tres o cuatro veces para hacer un mismo caldo tres o cuatro veces, y se toman eso sin nada más. Un tiempo después empezaron a circular los rumores que decían que los padres habían empezado a darles veneno para las ratas a sus hijos. Porque no podían soportar verlos morir de hambre".
"Cada vez que caía un cohete, moría un niño. Me enteraba de la muerte de mis compañeros de clase, de mis vecinos. Niños que antes corrían jugando al escondite y a la rayuela. La alegría de trepar a un árbol, las travesuras, las pataletas, todo se ha ido, todos se han ido".
El documento completo está en Internet bajo este epígrafe: "I remember the silence between the falling shells: the terror of living under siege as a child" (The Guardian, 31/08/23).
Mirando el partido
Algunos de estos que hablan del derecho a defenderse, y que como si nada siguen mirado el partido, tal vez sepan que Francia invadió Mauritania en 1902, y que se la agarró como colonia durante más de medio siglo, quizás porque se trata de un país pobre e ignorante pero con un subsuelo rico en oro. Mientras las siamesas llegaban a Barcelona procedentes de Mauritania, en Gaza comenzaba la invasión terrestre. Más o menos la mitad de los muertos son bebés, niños o adolescentes. Entonces me doy cuenta de que si en Mauritania nacen bebés siameses, debe ser que en Gaza los bebés ya nacen terroristas.
La esperanza de vida en Mauritania es muy inferior a la de Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Israel o Argentina. En Gaza casi que no saben qué es esto de la esperanza de vida. "Aprendí que morir es mejor que quedar herida o mutilada. Los hospitales estaban desbordados de heridos y de casi muertos. Escuché historias de gente que moría por metralla en la cara, de muertos que tardaban días y días en morir. De personas que se desangraban tras haber perdido un brazo o una pierna por una explosión, de niños que morían desangrados en brazos de sus padres, ya sin brazos o sin piernas".
El procedimiento para separarlas, a Khadija y Cherive, fue complejo y costoso, pero terminó con éxito. Entonces me pregunto cuánto vale la vida de un niño, y cómo se calcula este valor, y quién lo decide. Aquí se gastó un cierto dinero para devolverles la dignidad a dos niñas siamesas, unidas por el capricho de la vida, y allá gastan mucho más dinero en matarlos porque el capricho de la vida los hizo nacer en Gaza.
Mientras los mataban, insisto, los países que se dicen desarrollados, y Argentina, mantenían, mantienen, una actitud discreta, como quien está en otra, como que no me molestés que estoy mirando el partido. "Supe de mujeres que daban a luz mientras morían a causa de las heridas, bebés que nacían justo cuando la madre se desangraba por las heridas de la metralla".
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