La actualidad política argentina se ha transformado en los últimos años en un espejo deformante, en el cual cada actor político ve lo que “quiere ver”. Lo que para algunos es “corrupción”, para otros es “persecución”. Lo que un sector define “ajuste brutal”, el otro considera que se trata de “orden necesario”.
Podemos observar que una misma acción puede ser aplaudida o condenada de acuerdo a quien la realice. No solo se trata de una polarización ideológica; la doble vara es moral y política, y está arraigada en nuestra sociedad; y no solo incluyen a los partidarios de uno u otro espacio político, sino también a los “anti” de cada sector.
Pues, observamos que en nuestra sociedad existe el “antimileismo” y el “antikirchnerismo”, o de manera más ampliada, el “antiperonismo”. En función de ello, nos podríamos preguntar: ¿Por qué una parte importante de la sociedad justifica a “su” espacio político lo que rechaza con indignación en el contrario? La respuesta más que política es sociológica y cultural.
Identidad versus razón
En tiempos de crisis, como el actual, las identidades políticas dejan (aunque sea en parte) de ser racionales y se vuelven tribales. Cuando la grieta atraviesa a la política, los proyectos y programas pasan a un segundo plano, ocupando el mayor espacio de análisis las pertenencias afectivas (políticas, por supuesto).
Pudimos ver que las principales consignas en las últimas elecciones, que demuestran la veracidad de tal idea, fueron “Hay que frenar a Milei” o “Kirchnerismo, nunca más”, revelando aquí que se han transformado en comunidades emocionales, donde el sentido de pertenencia tiene un mayor peso que el análisis de las acciones concretas.
Una cantidad importante de votantes no razona como ciudadano objetivo y crítico, sino como miembro de un grupo que necesita defenderse del “otro”, y bajo este esquema, reconocer errores propios equivale a traicionar su identidad; y admitir aciertos ajenos se puede percibir como una rendición.
Consecuencia de ello, se forma una moral selectiva, donde un acto o una conducta puede ser una virtud o un pecado, dependiendo quien la ejecute. La sociología política ha explicado este fenómeno como una forma de disonancia cognitiva colectiva. Aún, cuando los hechos contradigan a las creencias del grupo, la mente busca reducir la incomodidad reinterpretando la realidad.
Si un dirigente propio comete un acto cuestionable se lo justifica, como parte del juego político; y si lo realiza el adversario o el enemigo, se lo condena.
Podríamos citar como referencia la falsa renuncia a la candidatura de Silvia Lospenatto en las elecciones legislativas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, a través de un video, también falso, en el cual el ingeniero Mauricio Macri, un día antes del acto electoral, difundía tal noticia.
La grieta ha afianzado un ecosistema mediático y discursivo paralelo. Cada sector consume su propio conjunto de medios, influencers o líderes de opinión. La información deja de ser un bien común para transformarse en un recurso de validación identitaria. El ejemplo más claro de esto es que, seguramente, la mayoría de un sector se informará con La Nación + y el otro con C5N.
En definitiva, se busca siempre aquello que confirme lo que se cree, y en este contexto, la doble vara no es un error de juicio, es un mecanismo de defensa de un concepto ya tomado como válido.
Negación de los hechos
Cuando los hechos que se terminan confirmando no coinciden con el relato, no se modifica el relato, se niegan los hechos. Esto me recuerda irónicamente a una escena icónica de la película “El secreto de sus ojos”, en el cual, ante una evidencia incontrastable, el personaje de Guillermo Francella le dice al personaje de Ricardo Darín: “Hay que negarlo, Benjamín, yo no fui, yo no estuve, yo no sé (...)”.
Esto muestra que la corrupción, el uso del Estado con fines partidarios o la manipulación mediática solo es condenable cuando el protagonista es “el otro”. En la base del concepto de la doble vara, radica una imperiosa necesidad: estar convencido que el propio sector al cual se adhiere es moralmente superior al otro.
Si todos los dirigentes son percibidos como corruptos o ineficientes, en el mejor de los casos, no existiría la ilusión de sostener a algunos como “los nuestros”; y esa ilusión de elegir “a los nuestros” genera dos sensaciones algo contrapuestas: por un lado les permite conservar la esperanza en un sistema político, y por el otro existe una renuncia a la autocrítica (aunque sea en parte).
En una sociedad fragmentada, como la nuestra, la grieta ofrece algo que la vida cotidiana no brinda: la pertenencia, la identidad y el sentido de comunidad, pues al pertenecer a un sector político, se conforma una narrativa de seguridad: nosotros somos los “buenos” y ellos son los “corruptos”.
Este esquema impide construir un espacio de deliberación, y se transforma en una batalla moral, donde cualquier crítica al espacio propio es considerada como una concesión al enemigo. Por lo tanto, se exige transparencia, institucionalidad y respeto republicano a “los otros”, y se permite altos grados de indulgencia a “los nuestros”.
La consecuencia de esta dinámica perjudica de manera notable la vida democrática, por cuanto, la doble vara erosiona la posibilidad de dialogo, destruye la confianza cívica y fortalece la mediocridad política.
Esta grieta nos muestra que la sociedad no ha podido construir valores compartidos. Es la expresión de un fracaso cultural. El hecho de no poder reconocer en el otro un adversario legítimo, sino un enemigo al que hay que eliminar políticamente. Existen sobrados ejemplos que demuestran la veracidad de tal definición.
Si la política sigue organizada en torno al odio y a la desconfianza, la doble vara continuará siendo la norma y no la excepción. Entonces… ¿qué conductas o acciones se deben tomar para erradicar esta realidad?
En principio, aplicar conceptos como el diálogo, el consenso y la moderación podrían contribuir a la reconstrucción de una ética pública común, que tenga su basamento en el respeto a las reglas y a la igualdad moral de los hechos. Se deben juzgar los actos por su naturaleza y no por su ejecutor.
Cuando logremos juzgar con la misma vara a propios y extraños, quizás la política deje de ser un escenario de combate para transformarse en un espacio de construcción social.
¿Podría considerarse una utopía?
El autor es Contador Público Nacional y Magíster en Administración Pública.