I

Una inesperada llamada, del ex oficial militar que lideró el operativo que me llevó a prisión en 1976, despertó mi curiosidad y abrió una puerta al diálogo.

I
Un amigo me dijo que el teniente coronel Osvaldo Izaguirre, teniente coronel retirado, quería conversar conmigo, una petición que, por motivos que luego daré a conocer, no digo que me asombró, pero sí despertó mi curiosidad y, como a mi edad a las curiosidades me propongo satisfacerlas, acepté que me llame por teléfono.
Acepté conversar con el oficial que hace cincuenta años, medio siglo para ser más sintético, dirigió el operativo militar en el cual fui detenido y estuve casi dos años entre rejas, operativo militar que ocurrió el 24 de marzo de 1976, alrededor de las seis de la mañana, cuando recién estaba clareando, aunque en realidad lo que se anunciaba para el país no era la luz sino la oscuridad.
II
Otro amigo me dijo que él no conversaría con el militar que decidió la cárcel para vos y la de las personas que vivían en tu casa. Una opinión para escuchar. También un dilema. Estamos hablando de un acontecimiento que ocurrió hace medio siglo, estamos hablando de ajustar relaciones con un pasado que siempre está vivo, estamos hablando de dos personas que tienen más de setenta años.
Una edad en la que importan despejar las dudas, las incógnitas que ocurrieron a lo largo de la vida, sobre todo alrededor de aquellos acontecimientos que, sin exageraciones, merecen considerarse dramáticos.
Como es dramático ser detenido por una patrulla militar golpista cuya exclusiva legitimidad provenía de la disposición de militares entorchados en un país, importa tenerlo presente, en el que los militares desde 1930 en adelante se consideraban, y eran considerados, protagonistas reales de la política nacional.
III
Lo cierto es que Izaguirre me llamó por teléfono. Una voz algo ronca y amable. “Soy el oficial de cabellos rubios al que le temblaba el arma”, me dijo con cierto tono de humor, citando un texto que yo publiqué en este diario hace unos años para referirme a lo que sucedió, a lo que me sucedió aquel 24 de marzo. Intercambiamos palabras de ocasión y le propuse tomar un café y conversar.
Él sin vacilaciones dijo que me invitaba a su casa, a almorzar o a cenar, quiero que conozcas dónde vivo y quiero que conozcas a mi familia. Acepté.
Fue una decisión individual, en todo caso las decisiones individuales de dos personas, de dos hombres, tambien podria decir de dos subjetividades que decidían compartir “el pan y el vino” y conversar de aquello que ocurrió cuando el destino o la historia, o lo que sea, nos colocó en la situación objetiva de enemigos o, para ser más preciso, en la condición de detenido y represor.
IV
El viernes al mediodía, alrededor de las dos de la tarde, estacioné frente a su casa. El hombre que salió a la vereda se parecía poco al oficial jovencito de cabellos rubios; seguramente yo me parecía poco al morocho flaco y de bigotes de entonces. pero los dos sabíamos quiénes éramos. No sé quién tomó la iniciativa, pero nos dimos un abrazo.
No voy a transformar un abrazo en una ceremonia sagrada o religiosa, pero el vecino que pasó caminando por la vereda de enfrente y nos vio no sospechaba que esos dos viejos que se abrazaban no se veían desde hace cincuenta años y cuando se vieron no eran amigos, eran enemigos. Y es más, uno de ellos, estuvo a punto de matar al otro.
V
A Izaguirre le pertenece la iniciativa de conversar. No lo oí pedir disculpas o perdón, pero tampoco pretendía escuchar disculpas o perdones porque a veces los gestos, los actos, los silencios, una vibración en la voz, una humedad en los ojos, son más importantes que las palabras.
No oí palabras de arrepentimiento, pero sí dijo que no quería morirse sin antes conversar conmigo, una decisión que además compartían sus hijos. Su hospitalidad fue la de un hombre de honor que recibe a una persona que respeta y quiere zanjar algunas diferencias que quedaron pendientes en el pasado. Abrió la puerta de su casa y me presentó a su señora y a su hijo.
Yo llevé como ofrenda una botella de vino y un libro que alguna vez escribí. Éramos los mismos que en 1976, pero al mismo tiempo éramos diferentes. Los años hacen su trabajo, no solo en el cuerpo sino también en el modo de mirar la vida, en la manera de relacionarnos o evaluar el pasado. Creo que ninguno renegaba de lo que hizo, pero al mismo tiempo aceptábamos que no éramos los mismos.
Ni él es el militar armado y dirigiendo una patrulla armada golpista, ni yo soy el izquierdista que pretendía la revolución social. Sin embargo, pudimos conversar. Evocar el pasado como acontecimiento histórico y experiencia de vida.
El hombre que conversaba conmigo no representaba a las fuerzas armadas; yo tampoco representaba a la izquierda y mucho menos a los presos y a los torturados y asesinados por el régimen militar de 1976. No pretendíamos dictar normas de conducta o propiciar moralejas. Actuábamos en nombre propio y con la responsabilidad del caso, pero no lo hacíamos en nombre de nadie.
VI
En el comedor había una mesa tendida para dos personas. Una de las primeras preguntas que hizo, después de la primera copa de vino, fue por qué intenté escaparme a la hora del allanamiento. Le dije que no sabía exactamente el motivo, pero está claro que toda persona tiene derecho a alarmarse cuando ve ingresar una patrulla armada a su casa.
Discurrimos acerca de la legalidad del golpe de estado y la legalidad de un procedimiento militar a una casa en la que vivían personas que estudiaban y ejercían una pacífica militancia política. Izaguirre habló de sus camaradas de armas asesinados por la guerrilla y que él, entonces oficial de apenas veintidós años, estaba absolutamente convencido de la rectitud moral de sus actos.
Le dije que cincuenta años después tenemos derecho a repensar esas certezas. Me habló de la vergüenza de militares encapuchados, de militares que secuestraron, torturaron, adquirieron botines de guerra. Citó a un superior que alguna vez le dijo: “Un militar que se respeta no anda encapuchado; cara descubierta y con el uniforme de la patria”. Estaba todo dicho.
VII
Militar y católico, Izaguirre dijo que agradecía a Dios y a la virgen que esa madrugada su pistola reglamentaria se trabó. Fue en el momento en que yo intentaba huir por los techos. "No erro un tiro a cincuenta metros, pero jamás me hubiera perdonado en la vida haberte matado". Son palabras. Alguien puede decir que están deliberadamente dramatizadas.

Yo sin embargo en esas palabras, en esa expresión, en ese tono, en ese modo de mirar, supe que había una verdad, porque si así no fuera no tenía ningún significado, ningún sentido esa reunión en su propia casa. Me mostró la pistola; la misma que estuvo en sus manos aquella madrugada del 24 de marzo.
Jorge Luis Borges recuerda en un relato dos cuchillos. Esos cuchillos tienen vida. Esos cuchillos se han enfrentado en otros duelos o han intentado enfrentarse. Están en una repisa pero respiran. Dos amigos los toman para jugar a un duelo, pero los cuchillos adquieren vida y lo que fue un simulacro concluye en un duelo con un muerto.
Yo miraba esa pistola y se me ocurrió contemplarla con cierto afecto. Y pensé, como Borges, que esa pistola decidió desobedecer la orden de esa mano y de ese dedo que jaló el gatillo. Esa pistola, ahora apoyada en la mesa, al lado de una copa de vino, me salvó la vida.
Decidió que yo no debía morir y que Izaguirre no debía cargar con esa culpa para el resto de sus días. Literatura. Pero para mí la literatura es una variable decisiva de la verdad. Y esa pistola apoyada en la mesa exhibía su propia verdad.
VIII
Es muy probable que a Izaguirre algunos de sus camaradas de armas le reprochen haber propiciado este encuentro con un izquierdisata y ateo incorregible: es muy pero muy probable que muchos izquierdistas se acuerden de mi madre con los peores términos.
En mi caso, esas afrentas no me hacen perder el sueño, y mucho menos pone en tela de juicio mis convicciones acerca de un régimen militar que enlutó a la patria. Mi decisión de abrazarme con Osvaldo no la consulté con nadie, a nadie le pedí permiso. Para bien o para mal me corresponde a mí.
Cincuenta años después, ese hombre con el que ahora, casi a la caída de la tarde, converso en la vereda de su casa, alguna vez puede que haya sido mi enemigo, pero hoy no lo es. Nuestro gesto nos pertenece exclusivamente. No pretende dictar normas acerca de lo sucedió en 1976.
Solo somos, en la soledad de una esquina de un barrio de una ciudad de Paraná, dos hombres mayores que hablan tal vez algo sorprendidos, tal vez algo asombrados, de las peripecias de la vida, de sus sorprendentes desenlaces y de esa extraña pero única e insustituible experiencia que significa vivir, estar vivos.
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