Por Mercedes Viola

Mundo, crueldad y maravilla, no hay guantes ni desinfectantes que nos puedan proteger de vos y de nuestro destino. Podemos solo viajar con un libro cerrado sobre las piernas, jugando obsesivamente a protejernos de tus sorpresas, funestas o encantadoras que sean, o abrir los brazos y las manos y los ojos y darte el alma, y tomar los trenes que pasan.

Por Mercedes Viola
Tal como esperaba, mundo cruel, reencontrate fue un encanto. En Italia autorizaron la circulación entre casi todas las regiones a partir del 3 de junio. Lombardia y Piemonte esperen ahí -dijo el presidente dejándolas a un costado- ya vamos a ver si ustedes también se pueden mover. Al final, pudimos también nosotros, y para el 4 yo tenía mi pasaje en mano.
Volvería a caminar las estaciones de trenes, como en Argentina caminaba por las terminales de omnibus, buscando un número, un binario, la lanza de un reloj; a caminar entre la gente, escuchar pedazos de conversaciones al pasar, atravesar vagones constatando que no habemos dos iguales. Volvería a ver el paisaje correr del otro lado del vidrio y nunca alcanzarnos y luego daría vueltas por las ciudades, encontrando artistas y sus obras, para luego escribir sobre ellos, hacerles con mis palabras una especie de homenaje, un retrato que no me excluye. Como no nos excluyen los libros que leemos y nos tocan. Como nada de lo que nos toca nos es ajeno.
El asiento de al lado y el de enfrente deben quedar vacíos y a esto, aunque sea distancia física, decidieron llamarla distancia social. Y los nombres son importantes. Quien te ama tiene una sístole extra cuando escucha el tuyo, cuando lo lee de casualidad en un libro o un cartel. Le besaría el documento por el nombre más que por la foto, me dijo una amiga una vez hablando de su amor en un café.
Pero volvamos al tren. En diagonal veo una señora que, cual instrumentalista de cirugía, pesca de su cartera engañera (nadie podía imaginar cuánto era capiente) y despliega en orden sobre la mesa: un paquete de toallas húmedas, una confección de 50 guantes descartables, una botella de alcohol para manos, una botella de agua, un libro de tapas duras del cual mi miopía me negó el título. Se puso guantes nuevos y empezó una tarea de limpieza. Limpiaba con exactitud hasta abajo de las costuras, mientras intercambiaban quejas y lugares comunes y gestos de desdén con sus compañeros de distanciamiento social. Consumió un paquete de toallas. Limpió su asiento el de al lado, el apoya brazos, la mesa, el vidrio y el techo que forma el porta equipajes sobre su cabeza. Habiendo terminado, se puso guantes nuevos, tomó un trago de agua, y se sentó con el libro en la falda. Sin abrirlo.
Llegué a mi destino donde me esperaba mi artista, hablé con ella, traté de encontrarla y por momentos lo logré, belleza y tormento en sus manos y en sus ojos, la ligereza de una pluma, la mirada de quien colecciona espinas tratando de domar el dolor y la traición.
Me gusta encontrar artistas de todas las artes, y ver cómo sienten y traducen el mundo en sus cuadros, su música, sus esculturas, sus versos.
El mundo no es cruel solo ahora, creo que ha sido siempre un lugar duro y terrible, como todo lo que es demasiado bello, como las cataratas del Iguazú, la Garganta del Diablo o el Río Paraná. Un lugar donde el ser humano es tan pequeño y frágil, hormiga del sistema solar, infinitesimal partícula de polvo del universo, pero también portador de un abismo sin fin donde yace el misterio. Abismo donde afonda sus raíces el artista y la mujer cuando da a luz.
Mundo, crueldad y maravilla, no hay guantes ni desinfectantes que nos puedan proteger de vos y de nuestro destino. Podemos solo viajar con un libro cerrado sobre las piernas, jugando obsesivamente a protejernos de tus sorpresas, funestas o encantadoras que sean, o abrir los brazos y las manos y los ojos y darte el alma, y tomar los trenes que pasan para seguir constatando que no habemos dos iguales, como nunca es igual el cielo que corre afuera de la ventanilla, y abrir el libro y escribirlo; aunque siempre escribamos lo mismo -pareciera que cada uno de nosotros tuviera que dar un mensaje-, tratar de darle diferentes formas, como hacen los artistas.
Mundo cruel, tal como esperaba reencontrarte fue un encanto, fue como el último movimiento de la novena sinfonía de Beethoven, aterradora y sublime felicidad.