"Lo espero en Segurola y Habana": la historia detrás de la historia
Maradona y Toresani, el Pelusa y el Huevo, en el partido de la discordia. Vale el sentido recuerdo para dos que ya no están entre nosotros. Crédito: Archivo El Litoral
Domingo 29.9.2024
14:30
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Segurola, Segurola… La primera vez que el médico Raúl Bianco escuchó ese apellido fue por boca de Maradona. De Diego Armando, el Pelusa. Fue en la primavera de 1995, durante un partido de fútbol entre Boca y Colón, cuando ocurrió aquella pelea entre el diez xeneize y Julio César Toresani, el Huevo, mediocampista sabalero que tras ser expulsado descargó su enojo ante los periodistas. “Me hizo echar Maradona, no me importa un carajo, lo iría a pelear a su casa”, dijo el Huevo. El campeón de México 86 no ignoró el desafío, recogió el guante y contestó: “Lo espero en Segurola y Habana”.
Por esos años la familia Maradona vivía en un departamento ubicado en la esquina del porteño barrio de Devoto, donde se cruzan -justamente- las calles Segurola y Habana. Seguramente esta última lleva ese nombre en homenaje a la capital de Cuba, La Habana, pero… ¿Y la primera? ¿A quién hace referencia o rinde honor el apellido Segurola? Saber de quién se trata implica conocer una interesante historia, una que va mucho más allá de aquel curioso y llamativo desafío del Pelusa al Huevo.
Esa “historia detrás de la historia” tiene que ver con la viruela. Durante el siglo XVIII, cada año, esta enfermedad mataba a cientos de miles de europeos y muchos más quedaban con la piel poceada o ciegos. Cuando el mal llegó por primera vez al Nuevo Mundo las consecuencias fueron trágicas. En la derrota de los pueblos originarios no influyeron tanto los arcabuces y los caballos de los conquistadores como las enfermedades que llegaron con ellos: gripe, sarampión, viruela y otras. En pocos años las pestes diezmaron la población indígena.
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La evolución natural de la viruela cambió en 1796 en Inglaterra, cuando el médico Edward Jenner inventó la vacunación. Se sospechaba que los que se contagiaban la leve viruela bobina, podían resistir a la viruela humana. Para corroborarlo, Jenner realizó un experimento: inoculó al hijo de su jardinero, James Phipps, de ocho años, el material que obtuvo de una ampolla de la mano de la ordeñadora Sarah Nelmes.
A los pocos días el niño sólo presentó fiebre leve. Tiempo después, Jenner aplicó al chico el pus obtenido de un enfermo de viruela humana y James se mantuvo sano: él se había vuelto inmune a una enfermedad mortal. El segundo que recibió la vacuna (está claro de dónde viene ese nombre) fue un lactante, hijo del médico. En la actualidad, alguien que realizara ese tipo de ensayos con humanos iría preso, pero en el siglo XVIII no se planteaban cuestionamientos éticos.
El médico y científico Edward Jenner vacunando a un niño, en óleo de 1884 perteneciente al pintor francés Eugène-Ernest Hillemacher. Crédito: Wellcome Collection
Jenner difundió los resultados de su investigación en 1798 y enseguida aparecieron los primeros militantes antivacunas en iglesias, hospitales y universidades. El respetado filósofo Immanuel Kant, contemporáneo de Jenner, condenó: “La vacunación contra la viruela no puede producir efecto bueno alguno e infaliblemente debe bestializar al hombre”. Pese a los agresivos detractores, el eficaz método se difundió y pronto llegó a las Américas.
En el invierno de 1805, dos médicos de Buenos Aires, Cosme Argerich y Miguel O ‘Gorman (*), iniciaron la campaña de inmunización. ¿Cómo llegaron las vacunas sin refrigeradores ni aerolíneas? La conservación y transporte de las antivariólicas fue simple: se extraía el pus de un infectado con viruela bobina para introducirlo en la piel de otro individuo. Cuando a éste se le formaba la ampolla purulenta, posibilitaba la obtención de material para vacunar a otros. Así arribaron las primeras vacunas al puerto de Buenos Aires; en los brazos de negros esclavos traídos en un barco portugués.
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Al contrario de lo acontecido en Europa, los sacerdotes locales fueron una pieza esencial en la difusión de las inmunizaciones. Para la primera campaña de vacunación en estas tierras, Argerich -médico y masón- no dudó en pedir ayuda a la iglesia para que durante las misas se invitara a los feligreses a vacunarse. De esa forma, Saturnino Segurola, un cura de 29 años, inteligente y decidido, tendría un papel trascendente.
Este sacerdote vacunaba todos los jueves bajo la sombra de un timbó (“oreja de negro”), ubicado en la actual esquina de Puán y Fernández Moreno del barrio de Caballito, Buenos Aires.
En el verano de 1810, en el periódico Correo del Comercio, el propio Belgrano destacó su ponderable labor: “Desde que la beneficencia condujo a nuestras playas el fluido vacuno de Jenner, hubo un ciudadano (Saturnino Segurola) bastante filantrópico para echar sobre sus hombros la casi insoportable carga de conservar el fluido y vacunar a cuantos se le presentasen, temerosos de contraer el mortífero veneno de la viruela destruidora”.
Pocos meses después, con la Revolución de Mayo, la actividad sanitaria de Segurola se potenció; él logró que el primer gobierno patrio dispusiera la vacunación obligatoria a todos los menores de cinco años y a los soldados de los ejércitos libertadores. La Primera Junta nombró a Saturnino, Director de la Comisión de Conservación y Propagación de la Vacuna; cargo que ejerció ad honoren durante dieciséis años.
En la primavera de ese año, cuando el general Manuel Belgrano partió en campaña militar hacia el Paraguay, apoyó la tarea de Francisco de Paula Rivero, médico que por su cuenta estaba vacunando a pobladores de Rojas, Pergamino, San Pedro y San Nicolás. Al llegar la noticia de que más al norte, en la provincia de Santa Fe, había un brote grave, Rivero aprovechó a enviarle al cura de Coronda vidrios con el fluido de la vacuna y las instrucciones para su uso.
Argentina, 1901. Imagen de la vacunación contra la viruela en un conventillo. En Santa Fe, la última campaña antivariólica se realizó en 1973. Crédito: Museo Roca
Belgrano, entonces, dispuso otra medida para frenar los contagios. Ordenó que los cementerios -cercados y rodeados de árboles- sean ubicados fuera de los pueblos y se abandone la absurda costumbre de enterrar los cuerpos en las iglesias. Manuel Belgrano fue muchísimo más que el creador de la bandera; era un político honesto y preocupado por hacer llegar los avances de la ciencia a todos los ciudadanos. Él tenía un interés personal en la lucha contra la viruela; dos de sus hermanas habían muerto víctimas de la enfermedad.
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Mientras el doctor Bianco lee estas historias, se toca en su muslo izquierdo una antigua cicatriz, de cuando en la escuela lo vacunaron contra la viruela. Y recuerda que su ingreso al Hospital de Niños coincidió con la última campaña antivariólica que hubo en Santa Fe.
En septiembre de 1973, la Secretaría de Cultura Popular de la Universidad Nacional del Litoral, invitó a los estudiantes para actuar como vacunadores. Resultaba extraño que no se utilizara el sistema de salud pública, pero más inexplicable aún era el objetivo de la campaña, en un país que en 1971 había sido declarado libre de viruela. En ese momento los niños morían por epidemias de sarampión, infección para la que ya existía una vacuna que no llegaba a nuestro país.
Peluquería del barrio Sargento Cabral de Santa Fe que refiere a una de las tantas anécdotas con las que es recordado Diego Maradona. Crédito: Gentileza
En 1977, un cocinero de Somalía fue el último humano que se enfermó por viruela. Dos años más tarde, la Sociedad Argentina de Pediatría recomendó eliminar la vacunación antivariólica y en 1980 la Organización Mundial de la Salud -doscientos años después del experimento de Jenner- declaró la erradicación de la viruela en todos los países.
Camino hacia el norte de la ciudad de Santa Fe, Raúl Bianco pasa frente a una simpática peluquería ubicada en la esquina de Alvear y Pedro Ferré. El cartel que la identifica dice: “Segurola & Habana, Salón de Caballeros”. El médico sonríe, mientras piensa que el nombre del patriota debería ser recordado por algo más que aquella famosa pelea entre el Pelusa y el Huevo.
(*) El doctor Miguel O'Gorman, nacido en Irlanda, era tío abuelo de Camila O'Gorman, la joven que se enamoró de un cura en tiempos de Juan Manuel Rosas (amor que terminó en tragedia). El doctor Cosme Argerich, descendiente de catalanes, es antepasado de la gran pianista argentina Marta Argerich.
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