Por Santiago De Luca

Teníamos mucho tiempo libre para favorecer la imaginación improductiva, y así surgió la idea de fabricar una insignia que denotara la filiación deportiva unánime de los integrantes de la casa.

Por Santiago De Luca
A todos los bulevarianos, que suelen detenerse a considerar la suerte de los objetos perdidos.
Con la reciente obtención del campeonato del fútbol argentino, Jesica Holubicki y otros amigos, de manera directa o indirecta, me recordaron que ya era el momento de evocar la historia de la bandera de Casa Bulevar. Una historia que durante muchos años fue un patrimonio oral de los bulevarianos (antiguos habitantes y allegados a Casa Bulevar) que se enriquecía en cada reunión. Reconozco que me cuesta escribir en la victoria. Desde el origen de la tradición de la poesía amorosa, la literatura suele celebrar la derrota. Sin embargo, en aquellos años febriles, en Casa Bulevar, éramos trágicos pero alegres.
Casa Bulevar estaba ubicada cerca de la esquina con la calle San Luis, pero más que un lugar físico fue una metáfora donde convergían la literatura, el deporte, el hedonismo libertario, la filosofía y el ocio improductivo que desafiaba a Adam Smith. La Casa fue demolida. Con Pablo Barbagallo sacamos una piedra y la escondimos para reconstruir esa Troya cuando los tiempos fueran propicios. Los fragmentos que siguen a continuación son la historia singular de esa bandera cuyo eco oigo acá en Tánger porque como escribió el poeta Kavafis la ciudad irá contigo adonde vayas. La semblanza dramática de una bandera hecha con los colores de la noche y del vino que cantaron los poetas Clásicos árabes.
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Al lado de una casona antigua entonces abandonada vivíamos unos cuantos amigos con la excusa de estudiar. Había un balcón sobre el que colgaba una bandera y también había una ventana abierta. Vasos de plástico con un poco de vino o cerveza caliente puestos directamente sobre la madera. Algunos de los vasos conservaban la marca del rouge de días anteriores. Las cenizas de cigarrillos le otorgaban a la mesa plana, sin la mediación de ningún objeto cóncavo, la función de cenicero. Algunos libros estaban abiertos y sus páginas registraban manchas negras de la ceniza oscurecida y otras del color del vino. Allí nació la bandera. Teníamos mucho tiempo libre para favorecer la imaginación improductiva, y así había surgido la idea de fabricar una insignia que denotara la filiación deportiva unánime de los integrantes de la casa. Manos de todos los géneros, sobre el tablón del padre del Toto abarrotado de inscripciones bulevarianas, se dedicaron durante seis días completos a cortar y coser pedazos de tela. Cuando todo estuvo dispuesto, se decidió organizar una fiesta. Luego se colgó la bandera sobre el balcón que daba al bulevar.
Ver la bandera ondularse sobre el balcón celebrando derrotas elegantes era una imagen de lo que sucedía en la casa. Un eco de la esgrima verbal que se daba cada día alrededor de esa mesa (que el padre del Toto hubiese deseado que la utilizáramos para estudiar) y se prolongaba sobre el balcón. Fue entonces cuando comenzaron los ataques. Primero fueron pedradas anónimas. Una que otra pierda perdida. Pero llegó el día en el que hubo una lluvia de piedras que obligó a cerrar la ventana. Pero nada de esto logró amedrentar las manos que habían construido de trapos deshilachados semejante estandarte. La bandera continuó sobre el balcón.
Un día vino a la ciudad Boca para enfrentar al equipo local cuyos colores representaba la bandera. Algunas cosas se sienten en la atmósfera antes de que sucedan. Son unos pocos instantes en los que se atrapa algo invisible que está en el aire. Éramos tres amigos en el balcón y dejamos de leer al mismo tiempo. Fue entonces cuando sentimos un tirón sobre la bandera. Salimos corriendo, sin evaluar los peligros, a perseguir a los ladrones. Ellos no eran de la ciudad y se perdían en calles que no conocían y que les eran hostiles. Fue fácil encontrarlos. Rompieron unas baldosas y las usaron como proyectiles. También mostraron unas navajas. No fue suficiente. No es que fuéramos excesivamente valientes. Estábamos empujados por un centro invisible que se encontraba en algún lugar de la tela. La bandera era valiente. Entonces algo los asustó. Estos aguerridos representantes de la 12 hicieron un ovillo condensado con la tela de la bandera y nos la devolvieron arrojándola como una pelota. Después salieron corriendo. Así regresó la bandera al balcón, un poco mutilada, pero acrecentando su fama.
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Ahora nos estamos acercando al momento más enigmático del recorrido de la existencia de la bandera, cuando el azar nos sonrió. La ciudad estaba inmersa en el clima del clásico local. Habíamos tejido letras sobre la bandera con la siguiente frase: "Casa Bulevar", porque entonces creíamos en el poder del nominalismo. (Tal vez era el mismo gesto de fe en las palabras que evocábamos cada vez que esculpíamos con el cuchillo en la madera de la mesa breves declaraciones de amor).
La fiesta transcurrió con los ritos repetidos que se habían cultivado y florecido con el tiempo en Casa Bulevar. Y pasadas las cinco de la mañana las voces se extinguieron. Parecía que el mundo se había detenido y estaba en suspenso después de su explosión expansiva. Un grito rompió el silencio: ¡la bandera! Salimos a la calle pero solo pudimos ver cómo cuatros personas se la llevaban como un trofeo. Nos resignamos a los hechos consumados. Abatidos, al mediodía nos saludamos con las mínimas palabras. Yo volvía a la casa de mis padres para reparar mi estómago de estudiante de letras.
A medida que avanzaba el día todo el bulevar se llenó de puestos donde se vendían banderas con motivo del clásico. Mi hermana había decidido comprar una bandera grande que fuera más grande de lo habitual. Caminó entre una multitud de banderas y se detuvo frente a un puesto. Pidió la bandera más grande. El vendedor descolgó una que estaba atada a una soga. Pero ella quería una bandera aún más grande. Entonces se iluminó la cara del vendedor y le dijo que tenía lo que buscaba. Sacó una bandera que estaba oculta debajo de una lona. Esta sí es grande le dijo. Mi hermana esta vez no dudó. Sintió que era la bandera que buscaba.
En la sobremesa se produjo el reconocimiento. Mi hermana comentó que había comprado una bandera para el partido de la tarde. Cuando le pedí verla la reconocí inmediatamente. Le habían arrancado las letras, pero habían dejado una huella sobre la tela y se podía reconstruir la frase "Casa Bulevar". Al principio me sentí confuso y tuve que ordenar el relato para que me entendieran. La posibilidad de que mi hermana comprara entre cientos y cientos de banderas la misma bandera que nos habían robado era mínima. Un punto dentro de un punto que está en un mar de puntos. Pero sucedió.
Alegres por haber recuperado la bandera y motivados por las coincidencias quisimos saber más y fuimos a hablar con el vendedor. Mi padre manejaba y mi hermana y yo discutíamos en el auto sin llegar a un acuerdo: ¿a quién pertenecía la bandera ahora? Llegamos al puesto con el ánimo pacífico y de diálogo. Pero terminamos todos en la comisaría. Tuvimos que explicar paso a paso y varias veces la historia. Tuve que relatar cómo había sido fabricada la bandera por nosotros en Casa Bulevar. Pero surgió un problema legal. ¿A quién pertenecía la bandera? Mi hermana la había comprado de buena fe. Pero a nosotros, sus hacedores, nos la habían robado. Después de deliberar con las autoridades se llegó a un acuerdo que quedó registrado por la disciplinada máquina de escribir del oficial. Se devolvía la bandera a Casa Bulevar y mi hermana formaría parte de la historia. Mitificada por los azares a los que sobrevivía, otra vez volvía la bandera a ondular en el balcón.
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Nada es para siempre. El Uru, cuando abandonamos la casa y nos dispersamos empujados por el aire silencioso del tiempo, fue designado custodio del emblema que había resistido todo tipo de ataques: piedras, tirones y robos. Durante años llevó la bandera al estadio. Los periodistas que en sus transmisiones enumeran las diferentes banderas, solían saludar a la bandera Casa Bulevar. Uno de estos periodistas -ante nuestro asombro lingüístico- dijo una vez: "esta bandera tiene una frase que es un epinicio". Pero en algún partido el Uru olvidó la bandera entre una multitud de otras banderas en el estadio. Esta vez no se la pudo recuperar y regresó a las aguas de un río invisible.
Casa Bulevar estaba ubicada cerca de la esquina con la calle San Luis, pero más que un lugar físico fue una metáfora donde convergían la literatura, el deporte, el hedonismo libertario, la filosofía y el ocio improductivo que desafiaba a Adam Smith.
Manos de todos los géneros, sobre el tablón del padre del Toto abarrotado de inscripciones bulevarianas, se dedicaron durante seis días completos a cortar y coser pedazos de tela. Cuando todo estuvo dispuesto, se decidió organizar una fiesta.