Velar por la salud y la seguridad de nuestros mayores, en la última etapa de sus vidas, implica ciertos riesgos y desafíos: tomar la decisión apropiada, elegir un sitio donde los atiendan bien, no ser embaucados por inescrupulosos, entre otros.
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El ritmo actual al que se ve obligada la sociedad, fundamentalmente debido a la situación económica y el trajinar diario, induce a quienes la conforman a tomar determinaciones difíciles, muy difíciles, pero en muchos casos necesarias. Hace un tiempo, no muy lejano por cierto, las familias compartían los ravioles amasados en casa o el asado de los domingos, alguna de las películas favoritas al abrigo del calor de un hogar a leña, las vacaciones y hasta el festejo de un hijo recibido.
Pero, lamentablemente, pasó ese preciado tiempo en el que cualquiera de esas actividades, y otras tantas más, dejaron de ser motivo de sano esparcimiento y clásica reunión familiar. Muy de vez en cuando, algún canal televisivo pone nuevamente en pantalla al gran Luis Sandrini en películas como "La casa grande" o "Cuando los duendes cazan perdices", despertando en nosotros una lógica nostalgia. En "La casa…", siempre hay lugar para todos los miembros de la familia; en "Cuando los duendes...", seguramente un lagrimón escapa del televidente ante la escena donde el hijo (Sandrini) grita: "¡La mama ve, la mama ve!".
Palito Ortega, Sandro y Piero no se quedaban atrás, y tanto las madres como los padres fueron reconocidos en sus canciones. Eran los tiempos en los que poltrona hamacaba al abuelo, mientras revoloteaban mocosos haciendo de las suyas y rústicos vidrios -no bifocales, por cierto- se empañaban restándoles aún más la visión a quienes, casi centenarios, olían el viejo tapiz sin poder servirse ya un mate cocido con la tetera de alpaca en la larga mesa. Todo eso es pasado. Hoy, no hay tiempo, ni recursos, ni ganas. Los padres siguen sin aprender a serlo (salvo en el día a día) y los hijos, tampoco saben cómo actuar con quienes los trajeron a este mundo, en especial cuando la poltrona le ha dejado su paso a un sillón con ruedas y a los pañales talle extra grandes.
Entonces empiezan las excusas: "No puedo porque trabajo todo el día"; "Yo tengo los nenes que no me dan tregua"; "Vivo a kilómetros y vos estás con ella"; "En casa no hay lugar"; "No tenemos a mi suegra… ¿qué pretendés, que tenga problemas con mi mujer?"; "Estoy peor que ella" y otras por el estilo. O la que no falta nunca: "Si necesitás algo, avisá". ¿Para qué? ¿Por qué? La solución de llevarlos a un geriátrico aparece como la inevitable alternativa cuando el viejo o la vieja "molestan", o nuestra condición cotidiana no nos permite brindarles la mejor atención.
Elegir el lugar apropiado
El anciano pasa a ser algo así como "una herencia a repartir". La sensación es esa. Y entonces siempre vuelven las excusas, porque una vez resuelto el tema de qué hacer con ellos (en definitiva es eso, aunque cueste decirlo así o duela reconocerlo), y tomada la decisión de llevarlo a un espacio de acogida (suena mejor que un término tan duro y frío como "geriátrico"), la discusión pasará a girar en torno a quién se hace cargo, ya no del ser humano, sino del pago para afrontar su natural e irreversible "decadencia". En ese caso, el lugar elegido debe ser lo suficientemente cómodo y plácido, al igual que lo era aquel que ocupaba en su propia casa quien alguna vez cambió los pañales a nuestros pequeños… pero el factor económico cuenta.
La distancia a cubrir para visitar a quien todavía pide que nos abriguemos al salir aunque ya estemos bastante creciditos y "no apaguemos velitas", debería ser menor a la que nos separaba de la residencia que nos fue donada, testada o que dejamos para formar nuestra familia. Debiera tener un jardín como en el que ella regaba las margaritas, o un patio como en el que él cortaba limones y mandarinas.
O un ventanal a la calle, para ver pasar el cartero -aunque ya no traiga postales del pariente que quedó en Italia o el nieto que emigró en busca de un futuro mejor-, o aunque menos fuera para mirar como estaciona el auto aquel que va a preguntar qué remedios le hace falta a ellos, o a otro habitante de esa "nueva" casa, la "que no eligieron" para vivir. Tendría que ser un lugar donde la camilla "ingrese" sin pedir permiso cuando tengan que trasladarlos de urgencia a ese otro sitio, donde blancas chaquetas corren y al caer un verde barbijo, se deja escuchar el conocido anuncio: "Lo siento, hicimos todo lo que pudimos".
Habilitados vs. Inhabilitados
Una vez resuelto el destino y elegido el lugar, si de geriátricos se trata, surge otro problema, porque están los habilitados y en orden, donde ofrecen hasta servicios de peluquería, pedicura y manicura. Son aquellos que otorgan un recibo por todo, operan "en blanco" (como se dice comúnmente) y festejan los aniversarios de sus huéspedes, permitiendo la presencia de esa familia que no tenía tiempo ni ganas para contenerlos, aunque sí recursos. Pero también están los inhabilitados, los que son manejados por verdaderos audaces y aventureros.
Estos inescrupulosos personajes son especialistas en mudarse de un barrio a otro -y hasta de localidad- a los pobres seniles que se hospedan con ellos, para escaparle a las inspecciones municipales o a los expedientes sanitarios por "falta de higiene" (como mínimo), o inexistencia del servicio de retiro de residuos patológicos. Son los que entregan a duras penas un recibo sin membrete ni aclaración de firma.
Esos geriátricos sin habilitación, algunas veces ofrecen, como "carnada", cierta comodidad para los parientes, para tramitar fármacos y hasta para cobrar una jubilación o pensión. No solo carecen de carteles que los identifiquen sino que llegan a utilizar, como curiosa práctica, a informales mucamas veinteañeras para entusiasmar a caballeros octogenarios todavía indecisos, para que elijan por ellos.
Estos geriátricos "andariegos" cobran rápida fama por ubicarse donde la vigilancia municipal o policial llega tarde, aunque sean fácil de detectar si la autoridad quisiera: en todo almacén de barrio las clientas comentan el rubro recientemente incorporado. Sus encargados, suelen alquilar propiedades con capacidad de camas. No logrado el objetivo de ocupación, parten incumpliendo contratos, pago a servicios de remisses, luz, empleados y dejando en malas condiciones la propiedad en caso de alquilarla (incluso no reintegran las llaves, evidente artimaña para demorar que se detecte los daños al inmueble).
La táctica empleada es encontrar el sitio alejado de gran movimiento, no sacar ni a tomar sol a los "viejitos" y ante la incursión de inspectores, presentarlos como padre, tía, abuela, amiga y cuanto pariente puedan resucitar. También están los que al pasar el tiempo no colaboran brindando información por "no llevar registro" y los que cambian la vestimenta de marca por otra de menor calidad. El "interno" no recuerda con qué llegó y el familiar no hará problema.
¿Quién paga el hospedaje?
Tomada la decisión de llevar al adulto mayor al geriátrico y hecha la elección del lugar, surge el tercer problema: el pago del mismo. Las obras sociales no cubren la totalidad de los gastos que insume el hecho cruel pero verídico de que "extraños" se hagan cargo del querido pariente. Y los sueldos actuales, hay que remarcarlo, apenas alcanzan para la subsistencia de quienes tienen que tomar la decisión de recurrir a lugares como estos, viendo -con impotencia- el deterioro de ese ser que apenas tiempo atrás los llevó de la mano a la escuela o los abrigó mientras les daba un beso y un "hasta mañana".
Nuestros mayores (padres, madres, padrinos, tíos), vuelven con los años a ser niños. Somos tan responsables de ellos ante sus incapacidades como lo fueron ellos con nosotros. Tomar la decisión de alejarlos por no poder brindarles la atención adecuada, en busca de una mejor calidad de vida, no es algo que se logre de la noche a la mañana. Y si depende de la aprobación de alguien, aunque se haya despreocupado por años, con más razón.
La culpa siempre estará presente. Y los cuestionamientos a nosotros mismos no tardan en llegar: "¿Estoy haciendo lo correcto?" "¿Hasta donde estamos dispuestos a acompañar, sin experiencia, los últimos años de vida de quien nos brindó amor, todo lo que estuvo a su alcance y más, mucho más?". En mis años de primaria tuve acceso a un hermoso texto: "Carta de recomendación al Señor propietario del Universo", del poemario "Vendimia", de José Antonio Dávila. Pueden encontrarlo en Internet. Quizás los haga reflexionar, para saber qué hacer y dónde buscar.
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