Por María Teresa Rearte

Los tiempos actuales son durísimos. Y pueden desgastar las esperanzas humanas. No obstante, hay que tener claro que los esfuerzos del hombre tienen los límites propios de la naturaleza humana.

Por María Teresa Rearte
De ningún modo rezar conduce a evadirse de la realidad ni a salirse de la historia. Tampoco equivale a refugiarse en un rincón privado de ilusión y felicidad. Al contrario, la oración despierta la conciencia no como un simple reflejo de uno mismo. Ni del entorno que condiciona. Sino para ser libres para Dios y los demás.
Los tiempos actuales son durísimos. Y pueden desgastar las esperanzas humanas. No obstante, hay que tener claro que los esfuerzos del hombre tienen los límites propios de la naturaleza humana. El Cardenal vietnamita F. X. Nguyen Van Thuan cuenta en su libro de "Ejercicios espirituales" (1) que -luego de su liberación- muchas personas le decían que en la prisión habría tenido mucho tiempo para rezar. Por lo que seguidamente confesaba: "No es tan sencillo como se podría pensar. El Señor me permitió experimentar toda mi debilidad, mi fragilidad física y mental. El tiempo transcurre lentamente en la cárcel, sobre todo durante el aislamiento. Imaginaos una semana, un mes, dos meses de silencio… Son tremendamente largos. Pero cuando se transforman en años se convierten en una eternidad." Aclaro que pasó 13 años en la cárcel, 9 de los cuales fueron en régimen de aislamiento. El agregaba que "precisamente en esos momentos es cuando se descubre la esencia de la oración y se comprende cómo poder vivir ese mandamiento de Jesús que dice: Es necesario orar siempre". (Lc 18, 1)
LA ENCARNACIÓN DEL VERBO
La virtud de la fortaleza, tan necesaria en crisis como las actuales, supone la vulnerabilidad. Sin la cual no habría no sólo necesidad, sino ninguna posibilidad de ser fuertes. Si los seres humanos pueden ser fuertes es porque son vulnerables. Serlo equivale a poder ser herido de distintas formas. La más grave de todas las heridas es la muerte. Y qué abrumadora resulta esa posibilidad en tiempos de la pandemia que azota al mundo. Y pone de relieve la indefensión de la condición humana frente al Covid-19.
En ese contexto de amenaza global es necesario saber que, con la Encarnación del Verbo de Dios, la oración cristiana adquiere una nueva perspectiva. En Jesucristo el cielo y la tierra se tocan. Dios se ha reconciliado con la humanidad. Y la criatura con su Creador. Por lo tanto se restablece el diálogo entre Dios y el hombre. Por lo que el pedido de los primeros discípulos a Jesús es también nuestro pedido: "Señor, enséñanos a orar". (Lc 11, 1)
Todas las instancias de la vida de Cristo fueron vividas en oración. Excede mis posibilidades de espacio citar todas. Pero al menos quiero mencionar el comienzo de su vida pública, cuando el Espíritu Santo descendió sobre él después de ser bautizado. "Estaba orando" (Lc 3, 21 s). El evangelio de Marcos relata que, al momento de iniciar la predicación en Galilea, "de madrugada, cuando aún estaba muy oscuro, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a orar." (1, 35) También antes de la elección de los Apóstoles "se fue al monte a orar, y pasó la noche en oración" (Lc 6, 12). Lo mismo antes de la promesa del primado otorgado a Pedro, el evangelista Lucas relata que Jesús "estaba orando a solas" (9, 18). Oró también en el momento de la Transfiguración, cuando se manifestó su gloria antes de que –más adelante- en el Calvario cundieran espesas las sombras. (Cf Lc 9, 28-29) Y así sucesivamente, incluso en la Última Cena, en Getsemaní y en la Cruz, donde tiene lugar aquella conmovedora invocación: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen." (Lc 23, 34)
EL PADRE NUESTRO
La oración cristiana fundamental del Padre nuestro es Palabra de Dios: Fue enseñada por Jesucristo, que la confió a sus discípulos y a la Iglesia. La Tradición litúrgica de la Iglesia ha conservado el texto de san Mateo (6, 9-13):
"Padre nuestro que estás en los Cielos; / santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu Reino; / hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo. / Dános hoy nuestro pan de cada día; / perdona nuestras ofensas, como también / nosotros perdonamos a los que nos ofenden. / No nos dejes caer en la tentación, / y líbranos del mal." (CIC 2759)
Cuando Jesús enseñó esta oración añadió: "Pedid y se os dará." (Lc 9, 1) Por eso, Tertuliano aconsejaba que "cada uno puede dirigir al Cielo diversas oraciones según sus necesidades; pero comenzando siempre por la oración del Señor que sigue siendo la oración fundamental." (CIC 2761)
¡Padre! Antes de esta primera exclamación –que dilata y alegra nuestro corazón- conviene disponernos con humildad a reconocer que "nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar". Esto es "a los pequeños" (Mt 11, 25-27) Dios nuestro Padre trasciende el mundo creado. Podemos invocarlo como "Padre" porque así el Hijo hecho hombre nos lo hizo conocer.
Padre "nuestro": con este adjetivo no expresamos una posesión de nuestra parte. Sino una relación nueva con Dios. Al rezar los bautizados debemos reconocer que el Amor que se ha revelado en Cristo no tiene fronteras. Y estamos llamados a orar con todos los hombres. Y aún por todos los que aún no lo conocen. La oración del Padre nuestro mueve a liberarnos del individualismo que caracteriza a la cultura. Y tener conciencia de la solicitud de Dios por todos los hombres.
De las siete peticiones que contiene el Padre nuestro, las tres primeras son más teologales. Y nos atraen hacia la Gloria del Padre. En tanto que las cuatro últimas imploran su Gracia con relación a nuestras necesidades.
Para terminar sugiero pensar que "un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con nadie, siempre puedo hablar con Dios. (…) Si me veo relegado a la extrema soledad…, el que reza nunca está totalmente solo." (Benedicto XVI, enc. "Spe salvi", nº 32)
Los tiempos actuales son durísimos. Y pueden desgastar las esperanzas humanas. No obstante, hay que tener claro que los esfuerzos del hombre tienen los límites propios de la naturaleza humana.
La virtud de la fortaleza, tan necesaria en crisis como las actuales, supone la vulnerabilidad. Sin la cual no habría no sólo necesidad, sino ninguna posibilidad de ser fuertes. Si los seres humanos pueden ser fuertes es porque son vulnerables.
(1) F. X. Nguyen van Thuan, Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales. Editorial Ciudad Nueva. Buenos Aires, mayo 2003.
CIC: Léase Catecismo de la Iglesia Católica.