Por Luis Rodrigo
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En el mundo de los cuerpos deliberativos, en un Parlamento, hablar es hacer. Allí se lleva a cabo un duelo verbal. Se discute porque “parlamentar” es, para lo que aquí interesa, “entablar conversaciones con la parte contraria”, según la RAE.
Se habla para argumentar. Y, sobre todo en ese ámbito, argumentar no tiene necesariamente el objetivo de convencer al adversario, pero se intentará hacerlo aun cuando se sepa que eso no ocurrirá. Se trata de ayudar a razonar sobre las justificaciones de una posición. Argumentar, parlamentar, hablar son un objetivo en sí mismo.
Se habla para crear o mostrar poder, para liderar, para demostrar saber, para cambiar o mantener los climas de enfrentamiento o acuerdo, para sostener una decisión o negarla, para lucir las virtudes oratorias o si no -por último- se habla al menos para que “conste en la versión taquigráfica”, como dicen los legisladores.
Al Congreso se va a hablar. A expresar los porqué, las ideas. Y no hacerlo debería obedecer sólo a poderosas razones políticas, más allá del estilo o la personalidad de cada legislador.
Está claro que los oficialistas van a hablar menos que los opositores. Su objetivo es aprobar lo que pide el Ejecutivo más que ganar los debates. Suele ser el jefe de la oposición quien más habla, y más cuando el oficialismo tiene la mayoría y se va a perder cada votación.
En la representación parlamentaria sus discusiones poseen un valor simbólico, el de reflejar las confrontaciones que tienen lugar en la sociedad.
En 2014, las cuentas de sus intervenciones desde su banca le dan a Carlos Reutemann un redondo cero. No dijo ninguna palabra. Casi lo mismo que Roxana Latorre, que pronunció cinco (y resulta imposible no preguntarse cuáles habrán sido). La provincia tuvo en silencio a dos de sus tres senadores.






