"- A mí me traen a la psicopedagoga porque tengo problemas en la escuela, pero al problema lo tienen los grandes- me dijo Anahí, pensativa.


"- A mí me traen a la psicopedagoga porque tengo problemas en la escuela, pero al problema lo tienen los grandes- me dijo Anahí, pensativa.
-¿Por qué lo decís? – quise saber.
-Porque nunca están contentos- Suspiró hondo y me miró directo a los ojos- Los grandes siempre están serios…tienen cara de enojados… se les arruga acá (señaló su entrecejo)… protestan y se quejan por todo… gritan a los chicos cuando no hacemos la tarea y nos quitan lo que nos dieron si no hacemos lo que ellos quieren…Viven nerviosos…- Se silenció y me percaté de la aparición de su incipiente tristeza.
-¿Cómo te gustaría que fueran, Anahí?- le pregunté.
-Y… me gustaría que estén contentos… que les guste lo que hacen… que no estén siempre cansados y de mal humor… que nos hablen sin gritar… que tengan ganas de jugar con nosotros… A mí me gusta la música, vos sabés que me encanta bailar y cantar, pero mi mamá nunca lo hace conmigo y, cuando le pido a mi papá, me dice que esas son cosas de chicas… ¿La verdad? Si cuando yo sea grande voy a ser así, prefiero quedarme nena…"
Con padres serios, enojados, protestones, quejosos, gritones y nerviosos como modelo, ¿qué pequeño va a tener deseos de crecer?
Los adultos somos para los niños modelos de conducta, tanto en sentido positivo como en sentido negativo. Ellos están ahí, viendo todo el tiempo cómo nos conducimos. Nuestras actitudes y costumbres conductuales son los ejemplos con que conviven en su desempeño cotidiano y, claro está, no son siempre positivos ni saludables.
Los niños nos observan y escuchan mucho más allá de lo que creemos y, cuando se percatan de la inconsistencia entre lo que hacemos nosotros y lo que pretendemos hagan ellos, adquieren "licencias" para la manipulación, poniendo en jaque la obediencia. Pero lo más preocupante, en el ejemplo de aquí, es que lo que estamos mostrándoles no los incentiva a querer ser como nosotros.
En la familia se aprende a aprender, y uno de esos aprendizajes es a sonreír. El rostro es la parte más espiritual del cuerpo humano y es donde se refleja con más claridad el interior de las personas y sus sentimientos.
Alguien que sonríe es una persona que ha aprendido a sacar de sí lo mejor, independientemente de los sinsabores que pueda acarrearle la cotidianeidad. No se trata de hacer una mueca inexpresiva, de simular ni de ser falsos, sino de lograr una actitud positiva ante la vida e implica estar abiertos al aprendizaje que permiten hasta de las peores cuestiones que nos tocan vivir.
La sonrisa es un fenómeno humano de profunda riqueza. Sonreír es señal de agradecimiento al simple y maravilloso hecho de estar vivos, y nuestros hijos deben poder experimentarlo desde la cuna.
Si pretendemos que lean, estudien y se preparen para el futuro; si queremos que sean felices y se realicen como personas, entonces, indiscutiblemente, deberemos ser más conscientes de lo que les mostramos de nosotros mismos a diario, evitando ceños fruncidos y comentarios negativos y pesimistas. El dolor es inherente a la vida misma, pero el sufrimiento es opcional. Las contrariedades, las frustraciones, las desilusiones y las injusticias son comunes y corrientes, pero quedar "pegados" a ellas es nuestra elección. Decidámonos por la felicidad, en tanto estar seguros de caminar el camino correcto, y sonriamos más, educando a nuestros hijos en la gratitud, la bondad y la alegría, haciéndoles posible la experiencia de reconocer el costado positivo que todo tiene en la vida, convirtiéndose, día a día, en la mejor versión de sí mismos.