Dos compañeros de Diego Armando Maradona en el inolvidable equipo campeón del mundo juvenil en Japón, recordaron este 30 de octubre a Diego Maradona, en el día que hubiese cumplido 65 años.

Uno, Rossi, quien jugó en Colón, fue coordinador de inferiores en los dos clubes de Santa Fe, "discípulo" de Menotti y es hoy instructor de Fifa y Conmebol. El otro, Lanao, quien jugó en Unión, reside actualmente en España.

Dos compañeros de Diego Armando Maradona en el inolvidable equipo campeón del mundo juvenil en Japón, recordaron este 30 de octubre a Diego Maradona, en el día que hubiese cumplido 65 años.
Se trata de Rubén Rossi, santafesino, ex jugador y coordinador de inferiores en Colón, también cumplió ese rol en Unión y hoy es instructor Fifa y Conmebol; y José Luis Lanao, que jugó en Unión en el primer lustro de la década del 80 y está radicado desde hace décadas en España, donde escribe para Página 12.
“El secreto, querida Alicia, es rodearse de personas que te hagan sonreír el corazón. Es entonces y sólo entonces que estarás en el País de las Maravillas". (Lewis Carroll)
Desde aquel bendito 1979 en Japón, cuando tuve la fortuna de compartir cancha con Diego y salir campeón del mundo juvenil, sentí algo que no era solo fútbol: era magia pura invadiendo la piel.

Diego me hacía sonreír el corazón cada vez que tocaba la pelota. No era un gesto, no era un pase ni una gambeta aislada… Era él. Era su manera de mirar el juego, de acariciar la pelota, de inventar caminos donde nadie veía nada.
Mientras escribo estas líneas recuerdo algo que alguna vez leí sobre los teólogos medievales. Cuando imaginaban el cuerpo resucitado, destacaban entre sus cualidades la agilidad, como un don divino. Y hoy, visto en retrospectiva, pienso que esa idea era una premonición de Diego.
Porque Diego tenía algo que no se aprende ni se copia. En los entrenamientos lo veías sudado, con los pies lastimados, con cara de cansancio y ese carácter medio gruñón que también lo hacía tan humano. Pero apenas la pelota rozaba su empeine, todo se transfiguraba: parecía flotar, como si una fuerza invisible lo elevara un palmo del suelo. Su agilidad, su coordinación y su ligereza no eran de este mundo.

Diego transformaba el esfuerzo en gracia, la lucha en belleza, el desgaste en música. Era un “ángel sudado y con botines”, un niño eterno disfrazado de héroe popular.
Nunca jugó por obligación. No existía para él la palabra “sacrificio” ni esa “presión” moderna que tanto se repite hoy. Para Diego, todo era disfrute, alegría, plenitud. Jugaba porque jugar era su modo de respirar, de existir, de amar. Y nosotros, simples futbolistas mortales, nos sentíamos afortunados cuando podíamos devolverle una pared o darle un pase para que nos regalara una postal más para guardar en la memoria.
Porque hay jugadas que no se graban en video: se graban en el alma. Y aunque pasaron casi cincuenta años, hay movimientos de Diego que aún viven en mi corazón, intactos, limpios, eternos.
Diego nos hizo sonreír el corazón cada vez que pisó una cancha, incluso cuando tal vez el suyo estaba roto. Y ese gesto, ese acto de generosidad emocional, vale más que cualquier título, más que cualquier contrato, más que cualquier registro estadístico.
Su vida fue una tormenta hermosa y dolorosa, un tornado de emociones que arrasaba todo a su paso. Y allí estuvo siempre él, como ese pibe descalzo que un día se puso las zapatillas de la gloria y nunca más se las sacó.
Por todo lo que nos diste, por todo lo que hiciste con nuestras vidas, gracias eternas, Dieguito —como me gustaba llamarte cuando compartimos vestuario y sueños-, ¡Feliz cumpleaños! Y nuevamente muchas gracias por enseñarnos que, en el fondo, el fútbol puede ser para muchos un verdadero “País de las Maravillas”.

"... Este 30 de octubre Diego hubiera cumplido 65 años. Un día amargo, con nada por festejar. Con el orgullo villero insertado en las tripas, seguramente, nos hubiera regalado alguna "perlita". Nunca se olvidó de volver de donde salió. No paró de regresar al lugar del que nunca se fue. Alguien como él, negrito y villero, sólo podía ser "integrado" en la medida del éxito que lo sustentara. El furibundo rencor de clase, el odio del racismo sin raza que se ejerce con la más exquisita crueldad en nuestro país, no tiene miramientos. Se le cedió el mismo espacio de ternura y cinismo que a los famosos negros americanos: algo de deporte y algo de música.
Sabemos que la muerte definitiva solo acontece con el olvido. Este país fatigoso te recordará siempre, Diego. Si un día regresas al mar de tu infancia debes saber que ese mar no te ha olvidado. Por muchas vueltas que hayas dado por el mundo ese mar te tendrá siempre en su memoria...", fue lo que escribió el ex jugador tatengue, en su columna de Página 12.