Se aleja julio 2020 y se lleva un Día del Amigo un tanto opacado por la pandemia. Cada uno pasó el 20 de julio a su modo, con recaudos estrictos o relativamente flexibles. En esta ocasión quiero compartir mi admiración y cariño por tres de ellos (¡Que no se enfaden los demás pues ya tendrán sus páginas!). Tres: un poco más de la mitad de los dedos de la mano. Tres: El Ale, El Flaco y El Rata.
Si bien nos conocíamos desde antes, nuestro afecto se fortaleció en la secundaria del Colegio Don Bosco de Santa Fe por obra y gracia del teatro. Por aquel entonces -década del ’90-, los profesores sentían como un plomazo realizar los actos del calendario patrio y nosotros 4 (me incluyo) nos postulábamos para hacernos cargo del asunto. Nos encantaba subirnos a las tablas del salón de teatro y -por supuesto- teníamos múltiples beneficios por sacarles a los docentes el pesado yugo del calendario escolar. En todas nuestras puestas en escena, había un condimento que no faltaba y salía sin forzar: ¡toques de humor! Era inevitable mechar payasadas en cada una de nuestras presentaciones: la risa estaba a flor de piel. 25 de mayo, 9 de julio, 17 de agosto, 11 de septiembre, 12 de octubre o ¡Semana Santa!: ninguna de estas fechas se salvaba de nuestros pases de comedia. Poco a poco nos fuimos volviendo “populares” en la escuela: grandes y chicos disfrutaban de nuestras ocurrencias.
En 1990, un punto de inflexión fue participar en “Feliz Domingo”, el programa conducido por Silvio Soldán; llevamos un sketch inspirado en los “Tricicle”: un trío humorístico catalán; Miguel del Sel -a quien no conocíamos y le habíamos caído de sorpresa a su casa- nos facilitó un VHS de donde tomamos prestada la idea -que luego- transformamos en algo nuevo: mezcla de mímica, disfraces, música y coreografía alocada que unánimemente ganó la prenda “Yo sé...” de aquel programa dominical de canal 9 Buenos Aires. Lamentablemente, nos tocó la llave número 1 de “El Cofre de la Felicidad”: ¡Lejos nos quedó el sueño de viajar a Bariloche! ¡Cerquita, la felicidad de mostrar nuestro talento grupal!
¡Esa experiencia fue decisiva! Por aquel entonces, mientras muchos pibes de nuestra edad (16 o 17 años) soñaban con ser los nuevos “Guns and Roses”, nosotros formábamos un grupo de humor llamado: “Los 4 RAFT” (Rata, Ale, Flaco y Tincho; el árbitro de AFA, Gustavo Rossi, otro amigazo, era el productor). En un principio, intentábamos parecernos a los Midachis o Les Luthiers; y, en cierta medida, terminamos haciendo una propuesta más cercana a “Videomatch”, “Cha-cha-chá”, “Todo por dos pesos” o Fernando Peña. Seguramente, hoy nadie se acordará de nuestras peripecias que para nosotros -sin embargo- fueron la gloria de sentir que teníamos voz propia, un estilo, un proyecto, una razón de vivir: ¡no sé si hacíamos reír a los demás tanto como nos reíamos entre nosotros y de nosotros!
Voy a la foto que ustedes, queridos lectores, tienen a disposición en esta página. Si todavía están acá, les pido que la miren por un momento (¡No se asusten con esas caripelas!). De izquierda a derecha la formación de este “Drink team”: El Flaco, pura nariz y poca olla; en su casa el dinero no sobraba; los viejos se habían separado cuando él era un mocoso; y su mamá -que se dializaba a la espera de un transplante- tenía un magro ingreso como empleada doméstica. Cristian -ese es el nombre de El Flaco- usaba desde marzo hasta septiembre la treintiúnica campera roja que tenía con publicidades de repuestos que algún distribuidor de autopartes misericordioso le había obsequiado para zafar del frío. Alguna vez, cuando su madre tuvo que mudarse a Rafaela, él pidió un lugar para dormir en la escuela y no abandonar los estudios: ¿Dónde lo dejaron dormir los curas? ¡En el salón de actos! ¡Atrás del escenario! ¡Por eso dice que el teatro lo salvó en muchos aspectos! ¡Y yo le creo! Hoy se dedica a la educación emocional; es consultor psicológico y usa el psicodrama como herramienta para ayudar a la gente en múltiples aspectos. Ama con desmesura a sus dos hijos: Juampi y Anto. Es el padrino de mi hija mayor, Valentina. Él mismo se presenta como: “Casi actor, casi locutor, casi humorista, casi humano. Ni sí ni no; ni mucho ni poco; ni de izquierda ni de derecha; ni frío ni calor; ni vivo ni muerto... ¡Más de lo mismo!”
El segundo soy yo (¡Ya sé! ¡Qué cara de salame!). El tercero es El Ale: tiene la virtud de contar una y mil veces las mismas anécdotas pero de manera renovada hasta el punto de robar infinidad de carcajadas. ¡Es nuestro Highlander! Hace más de 20 años tuvo un accidente de tránsito: perdió el control del vehículo que manejaba cerca del hipódromo (circunvalación oeste); allí murió su hijo mayor (El Mati, por entonces de dos años). Alejandro estuvo en recuperación durante mucho tiempo: llegó a las puertas del cielo y San Pedro le metió una patada en el tuje porque todavía no era su hora; lo ataron con alambres, lo “acomodaron” y salió adelante. Caminó cuando decían que iba a quedar postrado en silla de ruedas; pudo ver contra todos los pronósticos que señalaban que iba a quedar ciego. Pudo hablar y moverse por sus medios: ¡sus reflejos no eran los de antes pero estaba vivo! ¡Vivo para volver a formar una familia, para fundar una panificadora, para tener dos hijos más! Le fue bien en los negocios; también se fundió; también se separó, se reconcilió, se volvió a separar, y se volvió a rejuntar con su mujer. Nunca perdió el sentido del humor que se aprecia -por ejemplo- cuando reconoce que sus muebles están mareados de tantas idas y vueltas: “¡el ropero no sabe si meterse hasta el dormitorio o esperar en la vereda una nueva mudanza!” Alejandro vivió en carne propia el dolor más indeseable e inconmensurable que un ser humano pueda vivir: ¡perder un hijo! Sin embargo, se reinventó aun con las secuelas de su gravísimo accidente. Siempre pienso que con un tercio de las cosas que a él le pasaron yo estaría de rodillas suplicándole a la vida: ¡Basta!
El cuarto es El Rata: una máquina imparable de gags transgresores. Cuando murió en 2009 a los 35 años, El Flaco escribió como epitafio estas líneas que lo definen con justeza: “Un verdadero enano maldito que lo que le faltaba de altura le sobraba de atorrante. Acostumbrado a ser la atracción de cualquier lugar, a tomar la bandera de cuanta joda se arme, a ser el centro de las miradas y principal sospechoso de todo quilombo que se le encuentre cerca (...) compartimos los mejores momentos de la adolescencia, una secundaria bárbara y el amor por las tablas. Era un gran actor aunque siempre haya renegado de esto (...) Decía que no se sentía cómodo, que el escenario no era su vida, pero, sin dudarlo, su vida era un permanente escenario.” Cada uno que lo conoció tiene una historia desopilante que contar sobre él y eso nos hace sentir que nunca se fue, que está fondeado en algún escondite secreto y pronto aparecerá para sorprendernos y volvernos a enloquecer con su incontrolable desparpajo.
Vuelvo a la foto: 1994, retrata el momento previo de una presentación del Grupo RAFT en los 70 años del club Gimnasia y Esgrima de Ciudadela. ¡Esa noche, frenaron la presentación del grupo Teorema para que subiéramos al escenario! ¡Esa noche, los que bailaban apretadísimos al ritmo de “¡Oh, Carol!” no nos perdonaron -supongo- que les hayamos “cortado el chorro”! ¡Esa noche, ni nuestro infalible “Ratacop” (un bizarro Robocop santafesino) funcionó! ¡Esa noche, el público se rió más de las torpezas de un borracho que deambulaba entre las mesas que de nuestros sketches! ¡Indudablemente, fue una noche inolvidable!
Este es un retrato fugaz de mis amigos. Perdón, lector, si no te narré hechos memorables dignos del bronce. Mis amigos no son de fierro; yo tampoco lo soy. Ni ellos ni yo somos irrompibles como dice Elsa Bornemann: nuestros huesos corren el riesgo de fracturarse, nuestra piel puede herirse; también nuestro corazón aunque siga funcionando como un reloj suizo y el médico nos asegure que estamos sanos. ¿Y cómo se cura? Solamente el amor de otro corazón alivia sus heridas. Solamente el amor de otro corazón las cicatriza. Mis amigos y yo lo sabemos. Por eso somos amigos... en esta vida y en las que vienen.