La frase, usada por Bill Clinton en 1992, cuando competía por la presidencia de los EE.UU. contra George Bush padre, hacía referencia a la economía, y se ha convertido en un lugar común, gracias a la brevedad y contundencia del diagnóstico implícito respecto del reclamo social que había que atender. Acertó, y se convirtió en símbolo de su triunfo electoral. Aquí, Mutatis mutandi, la tomamos prestada, pero cambiamos el eje.
La política nacional hace flamear la bandera de la educación porque es una palabra cargada de inercial prestigio. Pero los hechos demuestran, cada día más, que su empleo en el discurso oficial resuena con notas de inocultable falsía. Me refiero a la enseñanza pública primaria y media, donde ya no hay modo de disimular que los intereses sindicales han desplazado a un segundo plano al educando, sujeto principal del esfuerzo que el Estado –nacional, provincial, municipal- realiza, mediante la asignación de ingentes recursos aportados por los contribuyentes.
La educación general es el fundamento de una sociedad integrada y uno de los presupuestos básicos de una economía productiva. La transmisión de conocimientos de una generación a otra ha sido, desde los albores del homo sapiens sapiens, una práctica grupal, un factor de acumulación de saberes, una clave de sobrevivencia, un aprendizaje continuo a fuerza de prueba y error.
La educación en la Argentina, a partir de 1870, para poner una referencia temporal aproximada, comenzó el arduo proceso de argentinización de los inmigrantes y de universalización de los nativos. Durante décadas, nuestro país experimentó un creciente desarrollo, retroalimentado por la constante incorporación de brazos para el trabajo e inversiones de capital para la construcción de su plataforma productiva, dinámica que provocó asombro y proyectó a la Argentina a la cima habitada por las naciones más importantes del planeta.
En ese marco histórico, en el que el tiempo se aceleraba al compás de grandes descubrimientos científicos, la creación de infraestructuras multimodales para la producción y el transporte, la puesta en marcha de grandes plantas transformadoras de materias primas, y la mutación de la estancia antigua en moderna unidad de producción, la educación, como formadora temprana de recursos humanos para el desarrollo, se convirtió en la piedra angular del completo sistema.
El reconocimiento de su significación social alcanzó su ápice con la sanción de la ley de Educación Común 1420, que echó los cimientos del sistema educativo nacional. La norma en cuestión, luego de intensos debates entre sectores laicos y católicos -en el Congreso y en los diarios-, se aprobó el 8 de julio de 1884.
El fervor puesto por unos y otros en aquel crucial debate para el futuro del país, denota, más allá de los divergentes puntos de vista e intereses en juego, la común valoración de la enseñanza en una época caracterizada por las limitaciones del analfabetismo.
Las discusiones alcanzaron grados de intensidad pocas veces vistos, como consecuencia del choque secularizador contra el muro resistente de los defensores de la educación religiosa. Fue como una colisión de trenes, porque de un lado estaba la Iglesia, con su respaldo de siglos y, del otro, el poder del gobierno nacional expresado en la figura del Gral. Julio A. Roca.
Al cabo, la Iglesia perderá poder, y el Estado lo ganará, aunque el texto legal se cuidará de mencionar el carácter laico que, a partir de ese momento, signará a la educación pública. La formación religiosa quedará como una opción de las familias, y dictada fuera de los horarios de la instrucción primaria, obligatoria y gratuita, además de gradual.
No será el último capítulo. Llegarán otros, que alcanzarán a todos los gradientes de la enseñanza. Es lo que ocurrirá, por ejemplo, con la discusión sobre la enseñanza laica o libre en el segmento universitario durante el gobierno del Dr. Arturo Frondizi (1958 – 1962). Fue un enfrentamiento duro, centrado en la capacidad de las universidades privadas para otorgar títulos habilitantes, facultad hasta entonces reservada para las universidades públicas. El debate, que volvió a enfrentar a los sectores laicos con la Iglesia, no apuntaba contra la libertad de enseñanza -reconocida por todos- sino a la ampliación legal que autorizaba a organizaciones privadas a otorgar títulos con validez nacional, decisión que terminaba con el monopolio de las universidades públicas, vigente hasta ese momento.
Pero lo cierto es que, más allá del contraste de visiones, creencias e intereses, en ambos campos primaba el valor de la educación como factor de construcción del presente y el futuro. Eso es lo que en las últimas décadas se ha roto. La gimnasia de la manifestación callejera ha dañado la vivencia del aula. El ruido bullanguero prevalece sobre la concentración que exige el ejercicio pedagógico, altera las interacciones irreemplazables entre el educador y el educando, e instaura la espontaneidad del desorden sobre la consolidación del método. Las continuas interrupciones vulneran el clima de aprendizaje, la transmisión concienzuda de conocimientos, para la cual el docente tiene que estar formado, actualizado y dispuesto. Hoy abundan los estudios sobre el impacto social negativo que genera la pérdida de días de clases, realidad que ahora también se mide en términos de reducción de los ingresos futuros de los alumnos y en la disminución de la curva de desarrollo nacional. Estamos viviendo un absurdo dispendio de capital social e intelectual en el preciso momento en que el mundo promueve las sociedades del conocimiento.
Durante unas siete décadas, que coinciden con el ascenso sostenido de todos sus indicadores, la Argentina se convirtió en el faro de América latina, y sus logros educativos sirvieron de análisis y estímulo a muchos de nuestros vecinos, además de atraer a nuestras aulas a muchos de sus estudiantes. Fue el primer país de la región en lograr la alfabetización de un conjunto heterogéneo de nacionales y extranjeros. El énfasis puesto en la educación desde los tiempos de Domingo F. Sarmiento, daba frutos visibles en una sociedad variopinta que se integraba a gran velocidad. Los edificios escolares mostraban hacia la calle la dignidad de sus arquitecturas, y, puertas adentro, el aprendizaje de los alumnos en las aulas se correspondía con el bien ganado prestigio social de la docencia.
Pero desde hace un tiempo largo, la educación se desliza por la pendiente de la decadencia, mal que les pese a gobernantes y dirigentes sindicales que, frente a la negativa evidencia de las evaluaciones de aprendizaje, se empeñan en buscar excusas y cuestionar los resultados de pruebas usadas en el plano internacional. La negación, como suprema manifestación de la impotencia, les impide abrir los ojos. Y lo mismo ocurre con la creación de relatos ficcionales. Por ejemplo, en estos días hemos escuchado con asombro a funcionarias de la provincia de Buenos Aires exaltar la gesta educativa en medio de la pandemia. Entre tanto, la prueba ácida de la realidad, demuestra que se ha perdido un año escolar, aunque al presidente, según sus propias palabras, parece no importarle.
Cada día que pasa perdemos capital humano, y el Estado asume el extraño papel del comentarista de circunstancias, en vez de asumir su crucial papel en un aspecto clave para el destino común de nuestra fragmentada sociedad.
Estamos viviendo un absurdo dispendio de capital social e intelectual en el preciso momento en que el mundo promueve las sociedades del conocimiento.
Desde hace un tiempo largo, la educación se desliza por la pendiente de la decadencia, mal que les pese a gobernantes y dirigentes sindicales que, frente a la negativa evidencia de las evaluaciones de aprendizaje, se empeñan en buscar excusas.