Me ocurrió algo peculiar. Una colega, Liliana, me habló con un brillo especial en los ojos de un libro que desconocía: “La arquitectriz”, de Melania Mazzucco. No usó demasiadas palabras; bastó su entusiasmo para que comprendiera que allí había algo más que una recomendación. Salí casi corriendo hacia la librería, como quien sigue un presentimiento.
Compré un ejemplar y, sin pensarlo demasiado, se lo regalé a mi hija. Fue un gesto inmediato, como si hubiese intuido que esas páginas le pertenecían, que en ellas se guardaba un secreto destinado a su juventud abierta al asombro. Y antes de envolverlo con el papel de obsequio, me permití una mirada rápida.
Unos pocos párrafos bastaron para entender que no estaba ante una simple novela histórica, sino frente a un espejo: uno que devolvía otra imagen de la arquitectura. Ese espejo no me devolvía solo el rostro de Plautilla Bricci, sino el de tantas otras que la historia prefirió desdibujar.
Reconocí de inmediato esa sensación: la había experimentado al descubrir la obra de Eileen Gray, perdida durante décadas en los márgenes de los manuales, ausente en las aulas, ignorada en los discursos oficiales del Movimiento Moderno. Ambas, separadas por siglos, unidas por un mismo destino: resistir al olvido, dejar huellas en un terreno que parecía dispuesto a borrarlas.
Plautilla en la Roma del XVII y Gray en la Europa del XX levantaron muros sobre arena, sabiendo que la memoria oficial intentaría arrastrarlos. Pero allí permanecen, tercos, obstinados, como recordatorios de que la arquitectura también puede ser un acto de resistencia.
Plautilla Bricci aparece como una figura improbable, casi imposible. Roma, siglo XVII: academias y talleres cerrados a las mujeres, mecenas que no concebían talento femenino. La arquitectura era oficio de hombres, espacio vedado donde la mujer podía ser musa, modelo o pintora de flores, pero nunca autora de un edificio.
Y sin embargo, ahí estaba ella, copiando modelos junto a su padre Giovanni, aprendiendo a trazar perspectivas, observando cómo se levantaban cúpulas que darían forma al barroco romano. Su historia está atravesada por la sospecha: cada vez que firmaba un proyecto, alguien se apresuraba a atribuírselo a otro.
La Villa Benedetti, quizá su obra más ambiciosa, fue durante siglos una obra sin nombre, como si aceptar que una mujer hubiese concebido semejante edificio fuera inaceptable. Ese borramiento no fue un accidente, sino la manifestación de un poder que decide quién merece permanecer en la memoria y quién debe ser borrado.
Plautilla proyectaba en un tiempo en que cada muro era también una declaración política. Sus columnas levantadas desafiaban un orden simbólico que le negaba voz. Por eso, al leerla hoy, comprendemos que no solo edificaba casas o villas: estaba levantando también la posibilidad de otra existencia.
Mientras el mármol y la piedra daban forma a la Roma de papas y cardenales, ella construía el futuro de quienes vendrían después. La resonancia nos lleva inevitablemente a Eileen Gray. Siglos después, en la Europa moderna que proclamaba la libertad y la novedad, Gray se encontró con las mismas puertas cerradas.
Su casa E-1027, pensada con una sensibilidad que unía lo técnico con lo íntimo, lo estructural con lo humano, anticipaba una manera distinta de habitar. En sus muebles curvos y sus espacios flexibles latía una comprensión profunda de lo cotidiano.
Pero pronto la sombra de Le Corbusier se proyectó sobre esa obra: sus murales pintados en las paredes fueron una apropiación simbólica, un gesto de poder que desplazaba otra vez lo femenino al pie de página. La historia se repetía: un canon masculino erigiéndose sobre las huellas de una mujer. Y sin embargo, ambas persistieron. Plautilla en el barroco, Gray en la modernidad.
Las dos sabiendo que no se trataba solo de construir edificios, sino de inscribir sus nombres en un suelo hostil. La una dibujando villas para mecenas, la otra diseñando espacios que hablaban de intimidad y libertad. Ambas edificando sobre arena, pero con la obstinación de hacerlo como si fuese piedra. La invisibilidad no es un descuido de la memoria: es una forma de poder.
Lo que no se nombra desaparece, lo que se adjudica a otro pierde dueño, lo que no se registra nunca existió. Así se construyó la historia de la arquitectura durante siglos: como un relato masculino en el que la mujer aparecía apenas como adorno.
Plautilla fue borrada porque resultaba inconcebible una arquitecta en la Roma del XVII. Gray fue relegada porque la modernidad necesitaba héroes viriles que encarnaran la épica del nuevo siglo. La obra permaneció, pero el nombre se desdibujó. Ese mecanismo de borramiento revela algo esencial: la arquitectura nunca es neutra. Cada línea dibujada está atravesada por relaciones de poder.
Los espacios cuentan quién decide, quién habita el centro y quién queda en los márgenes. Y la memoria de esos espacios obedece a la misma lógica: se recuerda a unos, se silencia a otros. Levinas nos recuerda que el rostro del otro nos reclama, nos obliga a reconocerlo.
¿Y qué sucede cuando ese rostro se oculta deliberadamente? La historia de la arquitectura eligió no dejarse interpelar por Plautilla ni por Gray, como si aceptar su existencia obligara a reescribir el canon entero. Leer “La arquitectriz”, o volver sobre la vida de Gray, es entonces un gesto político.
No se trata solo de rescatar dos nombres olvidados, sino de interrogar la manera en que contamos la historia. Preguntarnos cuántas otras quedaron en silencio, cuántos relatos se disolvieron, cuántos nombres aún esperan ser pronunciados.
Y también, qué implica para nosotros, como docentes y arquitectos, sostener esa memoria: qué ejemplos transmitimos, qué nombres repetimos en nuestras aulas. Cada vez que relatamos la historia sin Plautilla ni Eileen, repetimos el gesto de borrarlas. Cada vez que callamos, reforzamos el muro del olvido.
Si Plautilla construyó sobre arena y Gray en un territorio hostil, nuestro deber es consolidar ese suelo, hacerlo firme, para que las nuevas generaciones no tengan que pelear por ser reconocidas. Quizá el verdadero acto de resistencia sea ese: transmitir una memoria justa, rescatar nombres, reconocer que la belleza también se escribe en femenino.
Jorge Luis Borges dijo alguna vez: “Nada está edificado en la piedra, todo sobre la arena. Pero nuestro deber es edificar como si la arena fuera piedra”. Ellas edificaron en lo frágil; a nosotros nos toca transformar esa fragilidad en cimiento. Por eso aquel día, al poner el libro en manos de mi hija, comprendí que no era un simple obsequio, sino una forma de herencia.
En esas páginas se guardaba una voz callada durante siglos, una presencia negada que al fin regresaba. Fue como entregarle un testigo, un hilo secreto que une a Plautilla con Gray y con tantas otras mujeres que aún esperan ser nombradas.
La arquitectura, lo sé ahora con mayor claridad, no se transmite solo con planos ni con normas: también con relatos, con nombres rescatados, con memorias restituidas. No quiero que mi hija, ni los hijos e hijas de mis estudiantes, reciban una historia mutilada. Quiero que sepan que hubo una Plautilla en el barroco y una Gray en la modernidad, y que muchas más siguen esperando su lugar.
Quiero que comprendan que la arquitectura no es un objeto inerte, sino un espacio donde se juegan la justicia, la memoria y la belleza. Quiero que descubran que habitar puede ser también un acto de ternura y que proyectar es siempre una decisión ética.
Al final, lo que queda no son solo muros ni planos, sino gestos de transmisión: un libro en manos jóvenes, un nombre recuperado del silencio, el rostro del otro que nos reclama. Si la arquitectura puede ser todo eso, entonces cada muro es también un espejo: uno que nos devuelve, con crudeza y esperanza, el deber de seguir edificando memoria donde antes solo hubo arena.