En el paisaje de la ciudad contemporánea, el niño ha sido casi siempre un huésped accidental. Como si su presencia fuese un hecho transitorio o su existencia un estado de excepción, la infancia ha sido históricamente marginada de los discursos sobre planificación urbana, diseño edilicio y configuración del espacio público. Y sin embargo, en su fragilidad, en su curiosidad insaciable y en su mirada sin preconceptos, el niño posee una potencia política y poética que obliga a replantear, desde las bases, la manera en que concebimos la arquitectura y el urbanismo.
Pensar al niño como habitante -no como futuro ciudadano, sino como ciudadano pleno en el presente- es un acto de justicia simbólica y material. Implica reconocer que la ciudad no es neutra, que no es igualmente habitable para todos los cuerpos y edades, y que en su trazado se dibujan también jerarquías, exclusiones y oportunidades. Rediseñar lo cotidiano desde la infancia, no es un mero ejercicio de adecuación de escala o estética amigable, sino una relectura radical de lo urbano como experiencia compartida.
Este ensayo propone explorar esa posibilidad: la de una ciudad que se deja interpelar por la infancia, que se transforma al mirarse desde abajo, desde la altura de quien todavía no llega al picaporte. Y lo hace asumiendo que en esa mirada hay una sabiduría que los adultos, obsesionados por la eficiencia y el control, solemos perder. ¿Cómo sería una vereda diseñada desde la lógica del juego? ¿Qué aprenderíamos de una plaza que invite a trepar árboles en lugar de prohibirlo? ¿Qué arquitectura surge cuando en lugar de proteger al niño de la ciudad, lo dejamos hacerla con nosotros?
Una relación fundante
La infancia no es solamente un período biológico ni una categoría psicológica. Es, antes que nada, una experiencia espacial. El niño se forma en su interacción con el entorno: lo huele, lo escala, lo palpa, lo interpreta. El espacio no le es dado como una estructura utilitaria, sino como un campo de juego, de apropiación y de sentido. Allí donde el adulto ve un banco, el niño ve un barco. Donde hay una escalera, él encuentra un castillo.
Esta lógica lúdica no es una simple deformación de lo real, sino una forma legítima de habitarlo. Y sin embargo, las ciudades contemporáneas han sido diseñadas casi exclusivamente bajo la hegemonía de la funcionalidad adulta. Las veredas son estrechas, las plazas están enrejadas, los edificios son simétricos y severos, los interiores priorizan la limpieza visual sobre la exploración sensorial. En ese marco, el niño queda reducido a consumidor de espacios pensados para otros, o bien confinado a zonas delimitadas, como si su presencia debiera siempre estar bajo control.
El filósofo italiano Giorgio Agamben señalaba que la infancia es "la experiencia de una lengua que no se domina". En términos urbanos, podríamos decir que el niño es quien habita una ciudad cuya sintaxis aún no domina, pero a la que aporta una poética inesperada. Su caminar errático, su detenimiento ante lo que el adulto desecha, su impulso por escalar, correr, esconderse o cantar en voz alta, rompen la lógica del tránsito productivo e introducen otra temporalidad, otra ética.
Por eso, incorporar la mirada infantil al diseño urbano no es simplemente adaptarlo, sino reinventarlo. Es reconocer que hay múltiples formas de estar en el mundo, y que la infancia - lejos de ser una preparación para algo posterior - es un modo de habitar que merece ser atendido en su singularidad.
Diseñar desde la altura del niño
Diseñar desde la altura del niño implica tres elementos: escala, percepción y sentido. La arquitectura tiene una cualidad profundamente pedagógica: nos enseña cómo movernos, cómo relacionarnos y hasta cómo sentir. Y sin embargo, pocas veces se asume esta dimensión formativa cuando se diseñan espacios para niños. Lo que suele primar es una lógica de resguardo o de contención: estructuras seguras, mobiliarios "amigables", colores primarios. Pero ¿qué sucede si en lugar de pensar espacios para niños, pensamos espacios desde la infancia?
Diseñar desde la altura del niño implica mucho más que bajar las perillas de luz o los lavamanos. Implica ponerse en su piel perceptiva, en su mundo emocional y simbólico. La ciudad que se ve desde un metro de altura es una ciudad completamente distinta: los autos parecen gigantes, las puertas inaccesibles, los rostros lejanos. Las texturas, los sonidos y las luces se experimentan de manera intensa y envolvente. Un muro puede ser una frontera infranqueable o una invitación al descubrimiento.
En ese sentido, la escala no es solo una cuestión métrica, sino ética. La ciudad que toma en serio la experiencia infantil es una ciudad que acepta transformarse, que se hace más baja, más blanda, más compleja. Que entiende que la linealidad no es siempre deseable, y que el desvío, el recoveco, el rincón inesperado, pueden ser fuentes de conocimiento y de gozo.
La pedagoga Loris Malaguzzi, fundadora del enfoque Reggio Emilia, afirmaba que "el niño tiene cien lenguajes, y se le roba noventa y nueve". Entre esos lenguajes está el del espacio, y recuperar su riqueza implica abrir también la arquitectura a nuevas formas de expresión. Una rampa puede ser un camino y una pista; una ventana baja, un mirador; un pasillo sinuoso, una historia en construcción.
La infancia no ocurre solo en los patios escolares o dentro de los muros del hogar: se derrama por aceras, plazas, cordones, y hasta por los márgenes descuidados del diseño urbano. Sin embargo, pocas veces se ha pensado al niño como un verdadero usuario de la ciudad, un sujeto con derechos espaciales, con necesidades sensibles, cognitivas y simbólicas específicas. En este sentido, los espacios destinados a la primera infancia nos ofrecen una oportunidad privilegiada para pensar cómo la arquitectura puede responder, con ternura y precisión, a ese universo perceptivo tan particular.
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