Siempre se dijo que, como piloto, el Petiso Molinelli era el mejor; que en los cielos ceresinos dibujaba maravillas a bordo del Fleet amarillo, un biplano usado para remontar primitivos planeadores hechos de madera y tela, de esos que se fabricaban en el galpón del Club de Planeadores, ubicado en el barrio Paraíso Florido, frente al paso a nivel del Molino, al lado de la fraccionadora de vino. Ahora bien, si Molinelli fue el gran aviador de los años cincuenta, por entonces Eugenia Grinkova no le iba en zaga.
- Y si me apura, le digo que arriba de los planeadores la mujer era más sagaz que el Petiso.
A la Grinkova solo le permitían pilotear un Boyero, con motor de 50 caballos, y con ese avioncito no podía lucirse demasiado. Pero en el planeador, la rusita era el mejor piloto de pruebas de todo el norte de la provincia de Santa Fe. La recuerdo menuda, con la cabeza llena de rulos negros, la cara afilada y una nariz puntiaguda que se interponía entre sus ojos claros.
Planeador Grunau Baby IIa fabricado en Argentina según plano alemán (volaravela.com.ar). Gentileza
Fue la primera mujer en Ceres que vistió pantalones, y la única entre los entusiastas socios del Club de Planeadores. Se la veía trabajando en el galpón donde construían fuselajes y alas. Otras veces, trajinando entre aviones y planeadores en el hangar, allá donde el camino alto se cruzaba con la ruta que llevaba al cementerio.
Su padre era don Grinkov, un ruso enjuto que recorría el pueblo con el espinazo doblado bajo un palo del que colgaban, en cada extremo, sendos canastos de mimbre. Hablaba con pocas y atravesadas palabras, suficientes para ofrecer frutas y verduras, que pesaba con una balanza romana de mano, de un solo platillo.
Muy temprano, luego de calentar agua para el té en su samovar, don Grinkov cargaba las canastas y salía a vender puerta a puerta, hilvanando clientes desde el barrio La Burra Atada hasta el de La Baguala. Volvía cuando del sol quedaba apenas un resplandor rojizo sobre el final de la avenida Italia.
Planeador Baby II, fabricado en Ceres por el carpintero Enrique Medina (A. Ainstein). Gentileza
Grinkov Llegaba a su hogar de noche, con las canastas vacías y unos pocos billetes colorados en los bolsillos. Cuando lo atacaba la nostalgia, buscaba las remolachas más frescas y, con cebolla, zanahoria, tomate, papa y crema agria, cocinaba borsch, esa sopa eslava espesa, desubicada para el clima ceresino.
- Mire… creo que para fines de los cincuenta, don Grinkov ya había quedado viudo y vivía con sus hijas artistas.
Las Grinkova, efectivamente, eran dos. La mayor, la aviadora, se ganaba la vida como maestra de pintura. La menor, profesora de música, a falta de balalaika, pulsaba una guitarra criolla. Sobre la madre corría una leyenda.
- Usted vio cómo son los pueblos… Nunca pasa nada y la gente, sin maldad, de puro aburrida, se larga a hablar al pedo.
Decían que la madre de las Grinkova había sido una princesa rusa, escapada de la revolución bolchevique de 1917 gracias a un sirviente que la disfrazó de campesina. Juntos huyeron de San Petersburgo a Berlín, de allí a Génova, y luego embarcaron hacia la Argentina.
Apenas llegados a Buenos Aires, en el mismísimo Hotel de los Inmigrantes, la princesa aceptó casarse con el campesino. Lo hizo por gratitud y también por conveniencia: en una tierra tan extraña, sola no habría sobrevivido. Para Grinkov, el casamiento fue apenas una expresión más del amor que siempre había sentido por su patrona.
Avión Twin Otter de Aerochaco, en Ceres. Año 1970. Gentileza
La mamushka aportaba su aristocrática cultura, y el verdulero, su capacidad de trabajo. Una yunta imposible de imaginar en la Rusia de los zares. Nunca se supo bien por qué la pareja terminó bajando del tren en una remota estación del Ferrocarril Central Argentino, unos 700 kilómetros al norte del puerto de Buenos Aires. Enseguida, en Ceres, algunos fantasearon que la esposa del verdulero había escapado de Rusia con joyas escondidas bajo los pliegues del sarafán.
- ¿Una especie de princesa Anastasia ocultando tesoros en el noroeste santafesino? ¡Puros bolazos!
Don Grinkov tuvo que continuar doblando el lomo hasta muy viejito. Eugenia (o Zhénia, como la llamaba su familia), era hábil con tintas y pinceles. Sus acuarelas competían con las de Angelita Huber en el Salón Anual de la Asociación Amigos del Arte. Además, la rusita era una maestra muy querida del Club de Niños Pintores -que dirigía don Zain, artista egipcio- en un salón bajo el Cine-Teatro Ceres. "Un cine de pueblo con ritmo de ciudad".
Pero la verdadera pasión de Zhénia era volar. Apenas el planeador se soltaba del remolque del Fleet amarillo, ella perseguía las mejores térmicas: esas bocanadas de aire caliente que elevaban al aparato sin motor. Las buscaba bajo cúmulos como enormes algodones, o sobre los campos arados, o allí donde los aguiluchos planeaban en círculos.
Ansiosa, siempre activa como un ratoncito de dibujos animados, la rusita miraba Ceres desde su planeador, en el silencio más absoluto. Y en esos momentos era inmensamente feliz.
***
En una oscura siesta de diciembre de 1958, la Grinkova golpeó la puerta de nuestra casa para pedir sábanas. Había amanecido radiante, con un cielo muy azul. Durante el ardiente mediodía, mientras un planeador volaba sereno, súbitamente bajó la temperatura y todo se cubrió con densas nubes negras. El planeador regresó apenas su piloto notó la tormenta en ciernes, pero el avión remolcador se perdió en la tempestad.
Avión Fleet remontando un planeador. Imagen con IA. Gentileza
Al biplano amarillo no le sobraba combustible como para continuar dando vueltas a ciegas. En la cabina abierta, Molinelli la pasaba mal: empapado, con granizo golpeando el casco y el corazón desbocado. Eugenia, que se había quedado limpiando el motor del Boyero, percibió el peligro y movilizó a los pobladores para reunir la mayor cantidad de sábanas posibles.
En el pueblo, por entonces, todas las sábanas eran blancas. Bajo su dirección, se unieron velozmente los lienzos hasta formar un rectángulo del tamaño de dos canchas de básquet. Extendida sobre la pista del aeroclub, esa tela enorme sirvió de referencia. La luz celestial de un relámpago iluminó las sábanas desplegadas en el aeródromo.
- ¡Ahora sí! Allá está el cementerio, después el alambrado y luego viene la pista.
El avión, tras rebotar, patinó hasta detener sus ruedas en el barro. Estallaron gritos jubilosos. La Grinkova corrió hacia el biplano. Detrás de ella -sin cubrirse de la lluvia- la siguieron "el tano" Monteferrario, panadero; el criollo Medina, carpintero; "el turco" Nazer, rector del colegio; "el gallego" Zamora, hotelero; "el alemán" Decker, constructor; "el kosher" Ainstein, jefe de Policía; el cura Tacca, de censuradora sotana negra, y muchos más…
Todo Ceres felicitó a Eugenia, la heredera de "la princesa". La hija del verdulero agradeció destacando la pericia de Molinelli. La última vez que vi a la aviadora-artista fue en febrero de 1970. Hacía tres años que yo estudiaba medicina en Córdoba. De vacaciones en Ceres, mis viejos me regalaron un pasaje aéreo para regresar a la Docta. Una empresa del Chaco había inaugurado el vuelo Resistencia-Córdoba, con escala en nuestro pueblo.
En el aeroclub, mientras esperaba el arribo del avión de Aero-Chaco, entré a una oficina donde los pilotos fumigadores tomaban café. Allí estaba Zhénia Grinkova -jefa del pequeño aeródromo- rodeada de hombres, como siempre. Me pareció vieja, aunque seguro apenas superaba los cincuenta. Vestía camisa y pantalón Ombú, dos talles más grandes. Sentada, con sus borceguíes apoyados sobre un banquito, sin sacarse el cigarrillo de los labios, me dijo:
- ¡Ah, Raúl Bianco, eras vos el del vuelo a Córdoba!
Supongo que me vio asustado. Para tranquilizarme, empezó a enumerar detalles técnicos:
- El avión es un Twin Otter, canadiense, para quince pasajeros. Ala por encima de la cabina, dos motores a turbohélice…
Y lo que más me serenó:
- Si se plantan los motores, puede descender planeando sobre cualquier campo.
Tuve que interrumpirla; el avión ya se acercaba y mis amigos del barrio esperaban cerca del hangar. Me dio la impresión de que ella quería seguir conversando. Quizás podría haberle preguntado más sobre su familia.
La próxima le digo que fue la heroína de todos los pibes del Paraíso Florido.
La próxima vez…
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