Hay días en que la ciudad parece repetir sus rutinas con una monotonía irrefutable, como si todo, desde el rugido de los motores hasta el parpadeo de los semáforos, obedeciera a una coreografía cansada que nadie se atreve ya a cuestionar. Y sin embargo, de vez en cuando, casi de manera clandestina, algo rompe esa inercia. Algo pequeño, casi invisible para el ojo distraído, pero capaz de transformar por completo el paisaje interno de quien se detiene a mirar.
Ayer fue uno de esos días. El tráfico era espeso, interminable. Volvíamos de una jornada laboral, deslizándonos lentamente de esquina en esquina, atrapados en una procesión mecánica que parecía no tener fin. Yo avanzaba, resignado, en mi auto, como tantos otros, pensando en el hogar, en el descanso, en el anhelo de dejar atrás el bullicio del día.
Pero algo, en una esquina cualquiera, detuvo mi mente y mi cuerpo con una fuerza inesperada. No supe de inmediato qué era. Tal vez fue la luz. Una luz distinta, ajena a la frialdad habitual del alumbrado público. Era una claridad dorada, cálida, casi líquida, que parecía abrazar la esquina, como si un escenario invisible hubiese sido montado allí, esperando por su actor principal.
Y allí estaba él. El payaso. No un payaso de circo convencional, ni un artista callejero improvisado. Era, en ese momento suspendido, la encarnación misma de algo que creí perdido: el asombro. Cruzamos nuestras miradas. Fue apenas un instante, lo que dura un latido, pero en ese cruce algo profundo se quebró en la superficie endurecida de mi percepción. De golpe, el tráfico desapareció. La ciudad desapareció. La noche misma pareció retirarse, dejando lugar a otra realidad.
Me encontré en un circo. El suelo ya no era asfalto agrietado, sino aserrín húmedo que liberaba un aroma terroso, antiguo. Sobre mi cabeza no había más cables de electricidad ni postes, sino una inmensa carpa blanca y roja, vibrando suavemente con el rumor del viento. A mi alrededor, gradas de madera crujían bajo el peso de una multitud invisible, expectante, en un murmullo de risas contenidas y susurros emocionados.
Era como si toda la infancia del mundo hubiera convergido allí, en ese momento exacto, para rendir homenaje a la magia olvidada. El payaso, ahora dueño absoluto del escenario, inició su acto. Sacó de uno de sus bolsillos una pequeña pelota de goma, apenas del tamaño de una nuez. Con movimientos torpes, exagerados y graciosos, la presentó al público - o al menos, al público que yo veía, sentía y casi podía tocar -. Y entonces, ante mis ojos, la magia comenzó.
La pelotita no solo aparecía y desaparecía en el aire, escapando de sus manos y reapareciendo tras sus orejas, en sus bolsillos o flotando mágicamente unos centímetros sobre su sombrero deshilachado. No. La pelotita cambiaba de forma. Ante la mirada hipnotizada de los presentes, se alargaba como un pequeño gusano, luego se comprimía hasta volverse apenas un punto rojo que parecía a punto de desaparecer. De repente, sin transición visible, crecía hasta ocupar toda la palma de su mano, para volver a encogerse y escapar brincando por el brazo como si tuviera vida propia.
El payaso fingía sorpresa, asombro, temor incluso, como si esa criatura mínima tuviera voluntad propia. Cada cambio de forma era recibido por el público con exclamaciones de maravilla. Cada aparición inesperada arrancaba una risa, un aplauso, un grito de entusiasmo.
Era un espectáculo sin palabras, pero rebosante de significados. Allí, en la humilde manipulación de una simple pelota de goma, se representaba la vida entera: el cambio constante, la fugacidad de las formas, la maravilla siempre disponible para quien conserve la mirada despierta.
Y entonces vino el segundo acto. El payaso, con estudiada solemnidad, sacó un cigarrillo de su chaqueta. Lo mostró al público, girándolo entre los dedos para que todos pudieran verificar su integridad. Luego, en un gesto dramático, dobló el cigarrillo por la mitad. Se escuchó, o tal vez imaginé escuchar, el crujido seco del papel rompiéndose. No satisfecho, volvió a doblarlo, hasta que el cigarrillo se fragmentó en tres pedazos que dejó caer en su mano abierta.
El silencio que siguió fue espeso, cargado de expectativa. El payaso miró su propia mano con una mezcla de tristeza cómica y fingido desconcierto. Luego, muy despacio, cerró los dedos en un puño. Hizo un gesto amplio con la otra mano, como recogiendo de la atmósfera misma un polvo mágico, y sopló suavemente sobre su puño. Cuando abrió la mano, el cigarrillo estaba allí, intacto. Perfecto como si nunca hubiese sido roto, desafiando las leyes más básicas de la lógica.
El público -el real y el imaginado- estalló en un aplauso espontáneo. Yo también sentí las manos hormigueándome, deseando aplaudir, romper esa frontera invisible que separa al espectador del milagro. En ese momento comprendí que el verdadero truco no residía en la habilidad manual, ni en el artificio escondido. El verdadero truco era haberme transportado, haberme hecho olvidar por unos minutos todas las leyes de la gravedad, de la costumbre, de la racionalidad.
El bocinazo que me despertó fue brutal. Vulgar, en el peor sentido de la palabra. De un golpe, volví a estar en el auto, rodeado de caras cansadas, de faroles fríos, de motores roncando impacientes. El payaso -mi payaso- ya no estaba a la vista. Avancé unos metros más, obedeciendo maquinalmente a la luz verde del semáforo. Pero dentro de mí, algo se había incendiado. Una certeza silenciosa, irreductible: el mundo, incluso el más gris, incluso el más rutinario, sigue estando poblado de maravillas para quien se atreva a mirar.
No basta con tener los ojos abiertos. Mirar, verdaderamente mirar, es un acto de fe. Es creer que detrás de cada esquina puede haber un circo escondido, una luz distinta, un payaso que nos devuelva, aunque sea por unos instantes, la infancia olvidada. Pensé en cómo la ciudad se había convertido, para muchos de nosotros, en una mera infraestructura funcional, un espacio de tránsito, de obligaciones. Pensé en cómo nos hemos endurecido, cómo hemos aprendido a no mirar, a no dejarnos afectar.
Pero también pensé que mientras exista un payaso en una esquina, mientras una pelota de goma pueda cambiar de forma entre las manos de un artista anónimo, mientras un cigarrillo roto pueda recomponerse ante nuestros ojos, entonces todavía hay esperanza. Esperanza de que la vida no sea solo un trayecto entre dos puntos, sino una sucesión de epifanías, de pequeños milagros cotidianos. Esperanza de que, aunque el bocinazo nos despierte, aunque el tráfico nos arrastre, siempre podamos volver a mirar, a sentir, a creer.
Ayer, en una esquina cualquiera, la ciudad me regaló un circo. Hoy, al recordarlo, sé que el verdadero acto de magia no fue la pelota ni el cigarrillo, sino la mirada. Esa mirada que aún resiste, que aún busca, que aún sabe que detrás de cada esquina, en cualquier momento, puede estar esperándonos un pequeño fragmento de eternidad.
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