Nos escribe Mateo (31 años,Tandil): "Hola Luciano… ¿cómo estás? Te escribo porque muchas veces vos analizás frases y me gustaría que cuentes el sentido psicológico de la que dice que si a uno le gusta el durazno tiene que bancarse la pelusa. ¿Qué quiere decir? ¿Por qué uno tendría que bancarse lo que no le gusta? Eso me parece que es una idea de sacrificio que es medio vieja y justamente los jóvenes queremos cambiar eso. ¿Estás de acuerdo?"
Querido Mateo, gracias por tu mensaje. Me resulta muy divertida tu propuesta, por eso la retomo, para darle un trasfondo que nos permita pensar una idea. La sabiduría popular, que se refleja en los refranes y frases célebres, siempre tiene algo para decirnos acerca de quiénes somos y cómo vivimos. Para pensar la frase que proponés, Mateo, quisiera retomar la idea de "sacrificio", que me gustaría distinguir de la de "esfuerzo".
Coincido en que el sacrificio puede volverse a veces un problema, pero eso no quiere decir que no sea necesario esforzarse. Para ilustrar esta idea es que me gustaría proponer que, paradójicamente, en algún momento tiene que gustarnos hasta lo que no nos gusta. En este sentido, creo que la frase del durazno y la pelusa plantea que incluso lo que nos gusta viene con algo que no nos gusta.
Dicho de otro modo, nada nos gusta de modo absoluto y total; por lo tanto la cuestión es cómo convivimos con aquello que nos representa una suerte de desafío. Para mí una buena traducción de esa frase es la canción de Charly García que dice "No elegí este mundo, pero aprendí a querer". Entonces, ensayemos una respuesta desde el punto de vista del psicoanálisis.
En algún momento nos empieza a gustar lo que no nos gusta. En los niños es típico: pasan por un breve periodo de restricción alimenticia -esperable, ya que se así se constituye la contrainvestidura que hace posible el dique psíquico del asco- y luego les empieza a gustar lo que no les gustaba (las verduras, las salsas, etc.). Esto último ya no es tan común.
Los niños a veces quedan instalados en la restricción. Lo mismo les ocurre a los adultos, cuando hoy es cada vez más difícil que le hagan lugar a lo que no les gusta. Si no me gusta es malo, dicen, según la actitud básica del Yo oral primitivo. Nuestra relación con el mundo es eminentemente alimenticia. Paradójicamente, hoy se habla mucho de lo nutritivo y términos afines.
Hace poco en una entrevista me preguntaron por el "amor vitamina". No supe la respuesta, nunca se me imaginaría pensar el amor desde ese punto de vista. Sí me quedé pensando en un modo muy básico de la incorporación. Sería fácil si la cuestión fuese que algo que no te gusta te empieza a gustar. Eso viene después. Hay un paso previo, según el que primero te gusta lo que no te gusta. Este es un modo de división intrínseca del gusto, que impone su desarrollo y refinamiento.
Pensemos algunos ejemplos: un vino no te gusta, salvo que te guste lo que no te gusta. Entonces podés empezar a degustar. Algo semejante ocurre con el picante y todo lo que supone variedad. Saborear es poder destruir lo que no gusta y despejar sus elementos. Si algo solo te gusta, lo tragás y punto. Trabajar el gusto es que algo resista en la boca a ser engullido, supone sumar el paladar y la lengua a la masticación. La oralidad es el modo de relación primaria con el mundo. Hoy es casi la única.
Se lo ve en cómo las personas tratan a otras personas, los objetos que los rodean, sus opiniones, etc. Como el niño que pone una barrera a lo que no le gusta, el adulto de hoy pone una barrera a lo que afecta su gusto. Pienso en una situación típica del psicoanálisis. Analizarse es escuchar la restitución de pensamientos que hieren nuestra sensibilidad. Lo reprimido es, por definición, una moción pulsional desagradable, que no gusta.
Un paciente neurótico, por ejemplo, se encuentra así con un impulso perverso camuflado bajo un ideal (por ejemplo, alguien creyó que era médico para ayudar a las personas y en el análisis descubre que así satisface la curiosidad infantil con espiar el cuerpo ajeno). Ahora bien, si no nos gusta escuchar una versión de nosotros que no nos gusta; es decir, si el Yo permanece en un estado que podría llamarse "pre-objetal" o de indiferenciación, es muy difícil la experiencia del análisis o, quizá, sea imposible cualquier tipo de experiencia.
Por lo tanto, volvamos a la frase del durazno y la pelusa y notemos que es mucho más fuerte de lo que al principio imaginamos. Digámoslo de otro modo; más que un llamado a bancarse lo que disgusta, como si fuese el elogio de la resignación, o el conformismo, lo que esta frase propone pensar es lo complejo del gusto, su profundidad, ya que, si permanece atado a lo que solo gusta, es bastante simple y hasta unívoco.
Pensemos un ejemplo de esto último. Es claro que un modo de que las cosas nos gusten es poniéndoles azúcar, haciéndolas dulces. Sin embargo, lo dulce requiere más y más dulce y su límite es el empalago. En lo dulce no hay demasiados matices, no tanto como los que se empiezan a descubrir al degustar. Si no me equivoco, incluso entre quienes seleccionan tipos de chocolate, se inclinan por el amargo…
Esto último ya lo dice todo, la complejidad del gusto se realiza a contrapelo de lo que simplemente place y requiere algún tipo de aspereza, fricción o aridez. Si en este punto dejo la conversación en el plano del sabor, no olvidemos, Mateo, que más arriba dejo asentado que también me refería a muchas otras circunstancias, como ser el trabajo, los vínculos, etc.
Y con esta última indicación, puedo regresar a la cuestión del sacrificio, diferente del esfuerzo y proponer una conclusión: el gusto requiere esfuerzo, elaboración; un esfuerzo no sacrificial, que está en modificarse a uno mismo para adquirir y ampliar su sensibilidad más allá de lo que simplemente le sienta bien.
(*) Para comunicarse con el autor: [email protected]
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